1
Cada cuenta es una perra fina en las manos de Alá.1
2
El mundo canino es un mundo borroso.2
3
Todo amor comienza con el recuerdo de un amor imaginado, sea sentimental y encuadrado en madera o no.3
4
El excesivo consumo de cualquier cosa es nocivo.4
5
Con el agave se ha comparado un naufragio, una piña, un esqueleto, una medusa, y hasta la explosión final del dolor humano, pero a la cola, las tres patas en la grava, la pierna subida y medio torcida, la cola, y los testículos parados de un podenco no.5
6
Dos animales, dos mamíferos, dos cuerpos engranados en un baile chueco, uno agachado como viejo torcido y el otro parado como soldado, vestido para el deporte como el caballo del caballero; un caballo en miniatura, un caballero gigante, sobrecrecido, susurrando sus ánimos.6
7
El peso del perro saltando es negociable con la gravedad, el peso de juzgar a otra especie no.
8
Sus piernas se doblan y se intersectan, parece pretzel. Su cola lo sigue —obvio— como las redes del pescador siguen al barco.7
1 El coleccionista las cuenta con la pereza practicada del joyero, preguntándoles si suyas son.
2 ¿Cuál no? se podría preguntar. Pero el ojo canino es una canica viva, a medio-metro de la tierra, sujeto a una gran variedad de presiones, junto con su susceptibilidad a varias enfermedades e infecciones pero muchas veces sin la oportunidad de tratamiento ocular.
La perra más vieja del coleccionista tiene un ojo totalmente nublado con el líquido echado del músculo ocular —nunca viene la lluvia, y el secano nublado le tortura con una nostalgia para la juventud de la perra, cuando parecía un conejo corriendo en el largo pasto del parque.
3 De niño el coleccionista de perros intentaba sacar desde la calle una foto del jardín interior de unos vecinos budistas, donde se decía que cuidaban a un par de leones. La mujer, que algo se parecía a la abuela del coleccionista, como gemelas distorsionadas, lo vio, sentado en la banqueta del otro lado de la calle residencial, y le pidió entrar. Al entrar le preguntó, con una extraña mezcla de orgullo y reserva, si quería ver sus leones. Al asentir con su cabeza, caminaron en silencio a la terraza detrás de la casa, donde tenían a dos leones en una jaula con una labradora sin cola que creían ser su mamá. De cachorro el macho le había mordido la cola, jugando, y se infectó, le explicó. Ahora la respetaban mucho. La jaula parecía una del zoológico, pero sin ninguna protección para el espectador. Fácilmente se podía meter la mano, y eso hizo el coleccionista después de ver hacerlo a la budista. Esto pasó en Cuautitlán Izcalli. Antes, con su esposo —un hombre muy marchito, también budista, con un gran bigote mexicano, la única cosa en todo su cuerpo que no parecía estar hecha de polvo— habían sido los dueños de un tigre, pero lo mordió una rata rabiosa y lo tuvieron que matar a balazos. ¿Y qué, les preguntó, hicieron con el cuerpo del tigre? Pues no lo comimos, le dijeron, riendo —de la piel hicimos un tapete, y quemamos lo demás en una ceremonia budista para que comenzara su primer bardo. En la noche los dejaron libres en el jardín detrás de la casa. Chillaban mucho, hasta intentaban ladrar el canto de la labradora. No sé por qué lloran, le dijo su dueña, si ya tienen todo lo que necesitan.
4 Coleccionar no significa acumular, dice una calcomanía que consiguió el coleccionista en un show. Un error no se remedia con otro, tampoco el podenco.
5 El coleccionista también tiene que mear. Los testículos del podenco le dan un asco feroz. La garganta se contrae.
6 Sé veloz, mantén los ojos en el señuelo, corra baby, ven, te quiero, buena perra, eres una buena perra, después de esto te daré un premio, good girl, sé veloz, ¿okay? leyó el coleccionista en los labios del entrenador de podencos. Con un perro basta decir yo te quiero y sentirlo, pensó.
7 Y el coleccionista nunca le contó a nadie del maltés.