La señora Justina miraba, como hipnotizada, el retrato de ese postre, con merengue y fresas, que ilustraba (a todo color) la receta que daba la revista. La receta no era para los momentos de apuro —cuando el marido llega a la casa a las diez de la noche con invitados a cenar: compañeros de trabajo, el Jefe que estaba de buen humor y, casualmente, sin ningún compromiso; algún amigo de la adolescencia con el que se topó en la calle— y había que portarse a la altura de las circunstancias. No, la receta era para las grandes ocasiones: la invitación formal al Jefe al que se pensaba pedir un aumento de sueldo o de categoría; la puntilla al prestigio culinario y legendario de la suegra; la batalla de la reconquista de un esposo que empieza a descarriarse y quiere probar su fuerza de seducción en la jovencita que podía ser la compañera de estudios de su hija.
—Hola, mamá. Ya llegué.
La señora Justina apartó la mirada de aquel espejismo que ayudaba a fabricar su hambre de diabética sujeta a régimen y examinó con detenimiento, y la consabida decepción, a su hija Lupe. No, no se parecía, ni remotamente, a las hijas que salen en el cine que si llegaban a estas horas era porque se habían ido de paseo con un novio que trató de seducirlas y no logró más que despeinarlas o con un pretendiente tan respetuoso y de tan buenas intenciones que producía el efecto protector de una última rociada de spray sobre el crepé, laboriosamente organizado en el salón de belleza. No, Lupe no venía… descompuesta. Venía fatigada, aburrida, harta, como si hubiera estado en una ceremonia eclesiástica o merendando con unas amigas tan solitarias, tan sin nada que hacer ni de qué hablar como ella. Sin embargo, la señora Justina se sintió en la obligación de clamar:
—No le guardas el menor respeto a la casa… entras y sales a la hora que te da la gana, como si fueras hombre… como si fuera un hotel… no das cuenta a nadie de tus actos… si tu pobre padre viviera…
Por fortuna su pobre padre estaba muerto y enterrado en una tumba a perpetuidad en el Panteón Francés. Muchos criticaron a la señora Justina por derrochadora pero ella pensó que no era el momento de reparar en gastos cuando se trataba de una ocasión única y, además, solemne. Y ahora, bien enterrado, no dejaba de ser un detalle de buen gusto invocarlo de cuando en cuando, sobre todo porque eso permitía a la señora Justina comparar su tranquilidad actual con sus sobresaltos anteriores. Acomodada exactamente en medio de la cama doble, sin preocuparse de si su compañero llegaría tarde (prendiendo luces a diestra y siniestra y haciendo un escándalo como si fueran horas hábiles) o de si no llegaría porque había tenido un accidente o había caído en las garras de una mala mujer que mermaría su fortaleza física, sus ingresos económicos y su atención —ya de por sí escasa— a la legítima.
Cierto que la señora Justina siempre había tenido la virtud de preferir un esposo dedicado a las labores propias de su sexo en la calle que uno de esos maridos caseros que revisan las cuentas del mercado, que destapan las ollas de la cocina para probar el sazón de los guisos, que se dan maña para descubrir los pequeños depósitos de polvo en los rincones y que deciden experimentar las novísimas doctrinas pedagógicas en los niños.
—Un marido en la casa es como un colchón en el suelo. No lo puedes pisar porque no es propio; ni saltar porque es ancho. No te queda más que ponerlo en su sitio. Y el sitio de un hombre es su trabajo, la cantina o la casa chica.
Así opinaba su hermana Eugenia, amargada como todas las solteronas y, además, sin ninguna idea de lo que era el matrimonio. El lugar adecuado para un marido era en el que ahora reposaba su difunto Juan Carlos.
Por su parte, la señora Justina se había portado como una dama: luto riguroso dos años, lenta y progresiva recuperación, telas a cuadros blancos y negros y ahora el ejemplo vivo de la conformidad con los designios de la Divina Providencia: colores serios.
—Mamá, ayúdame a bajar el cierre, por favor.
La señora Justina hizo lo que le pedía Lupe y no desaprovechó la ocasión de ponderar una importancia que sus hijos tendían a disminuir.
—El día en que yo te falte…
—Siempre habrá algún acomedido ¿no crees? Que me baje el cierre aunque no sea más que por interés de los regalos que yo le dé.
He aquí el resultado de seguir los consejos de los especialistas en relaciones humanas: “sea usted amiga, más que madre; aliada, no juez”. Muy bien. ¿Y ahora qué hacía la señora Justina con la respuesta que ni siquiera había provocado? ¿Poner el grito en el cielo? ¿Asegurarle a Lupe que le dejaría en su testamento lo suficiente como para que pudiera pagarse un servicio satisfactorio de baja-cierres? Por Dios, en sus tiempos una muchacha no se daba por entendida de ciertos temas por respeto a la presencia de su madre. Pero ahora, en los tiempos de Lupe, era la madre la que no debía darse por entendida de ciertos temas que tocaba su hija.
¡Las vueltas que da el mundo! Cuando la señora Justina era una muchacha se suponía que era tan inocente que no podía ser dejada sola con un hombre sin que él se sintiera tentado de mostrarle las realidades de la vida subiéndole las faldas o algo. La señora Justina había usado, durante toda la época de su soltería y, sobre todo, de su noviazgo, una especie de refuerzo de manta gruesa que le permitía resistir cualquier ataque a su pureza hasta que llegara el auxilio externo. Y que, además permitía a su familia saber con seguridad que si el ataque había tenido éxito fue porque contó con el consentimiento de la víctima.
La señora Justina resistía siempre con arañazos y mordiscos las asechanzas del demonio. Pero una vez sintió que estaba a punto del desfallecimiento. Se acomodó en el sofá, cerró los ojos… y cuando volvió a abrirlos estaba sola. Su tentador había huido, avergonzado de su conducta que estuvo a punto de llevar a una joven honrada al borde del precipicio. Jamás procuró volver a encontrarla pero cuando el azar los reunía él la miraba con extremo desprecio y si permanecían lo suficientemente próximos como para poder hablarle al oído sin ser escuchado más que por ella, le decía:
—¡Piruja!
La señora Justina pensó en el convento como único resguardo contra las flaquezas de la carne pero el convento exigía una dote que el mediano pasar de su padre —bendecido por el cielo con cinco hijas solteras— convertía en un requisito imposible de cumplir. Se conformó, pues, con afiliarse a cofradías piadosas y fue en una reunión mixta de la ACJM donde conoció al que iba a desposarla.
Se amaron, desde el primer momento, en Cristo y se regalaban, semanalmente, ramilletes espirituales. “Hoy renuncié a la ración de cocada que me correspondía como postre y cuando mi madre insistió en que me alimentara, fingí un malestar estomacal. Me llevaron a mi cuarto y me dieron té de manzanilla, muy amargo. Ay, más amarga era la hiel en que empaparon la esponja que se acercó a los labios de Nuestro Señor cuando, crucificado, se quejaba de tener sed”.
La señora Justina se sentía humilladísima por los alcances de Juan Carlos. Lo de la cocada a cualquiera se le ocurría, pero lo de la esponja… Se puso a repasar el catecismo pero nunca atinó a establecer ningún nexo entre los misterios de la fe o los pasos de la historia divina y los acontecimientos cotidianos. Lo que le sirvió, a fin de cuentas (por aquel precepto evangélico de que los que se humillen serán ensalzados) para comprobar que los caminos de la Providencia son inescrutables. Gracias a su falta de imaginación, a su imposibilidad de competir con Juan Carlos, Juan Carlos cayó redondo a sus pies. Dijera lo que dijera provocaba siempre un ¡ah! de admiración tanto en la señora Justina cuanto en el eco dócil de sus cuatro hermanas solteras. Fue con ese ¡ah! con el que Juan Carlos decidió casarse y su decisión no pudo ser más acertada porque el eco se mantuvo incólume y audible durante todos los años de su matrimonio y nunca fue interrumpido por una pregunta, por un comentario, por una crítica, por una opinión disidente.
Ahora, ya desde el puerto seguro de la viudez —inamovible, puesto que era fiel a sus recuerdos y puesto que había heredado una pensión suficiente para sus necesidades— la señora Justina pensaba que quizá le hubiera gustado aumentar su repertorio con algunas otras exclamaciones. La de la sorpresa horrorizada, por ejemplo, cuando vio por primera vez, desnudo frente a ella y frenético, quién sabe por qué, a un hombre al que no había visto más que con la corbata y el saco puestos y hablando unciosamente del patronazgo de San Luis Gonzaga al que había encomendado velar por la integridad de su juventud. Pero le selló los labios el sacramento que, junto con Juan Carlos, había recibido unas horas antes en la Iglesia y la advertencia oportuna de su madre quien, sin entrar en detalles, por supuesto, la puso al tanto de que en el matrimonio no era oro todo lo que relucía. Que estaba lleno de acechanzas y peligros que ponían a prueba el temple de carácter de la esposa. Y que la virtud suprema que había que practicar si se quería merecer la palma del martirio (ya que a la de la virginidad se había renunciado automáticamente al tomar el estado de casada) era la virtud de la prudencia. Y la señora Justina entendió por prudencia el silencio, el asentimiento, la sumisión.
Cuando Juan Carlos se volvió loco la noche misma de la boda y le exigió realizar unos actos de contorsionismo que ella no había visto ni en el Circo Atayde, la señora Justina se esforzó en complacerlo y fue lográndolo más y más a medida que adquiría práctica. Pero tuvo que calmar sus escrúpulos de conciencia (¿no estaría contribuyendo al empeoramiento de una enfermedad que quizá era curable cediendo a los caprichos nocturnos de Juan Carlos en vez de llevarlo a consultar con un médico?) en el confesionario. Allí el señor cura la tranquilizó asegurándole que esos ataques no sólo eran naturales sino transitorios y que con el tiempo irían perdiendo su intensidad, espaciándose hasta desaparecer por completo.
La boca del Ministro del Señor fue la de un ángel. A partir del nacimiento de su primer hijo Juan Carlos comenzó a dar síntomas de alivio. Y gracias a Dios, porque con la salud casi recuperada por completo podía dedicar más tiempo al trabajo en el que ya no se daba abasto y tuvieron que conseguirle una secretaria.
Muchas veces Juan Carlos no tenía tiempo de llegar a comer o a cenar a su casa o se quedaba en juntas de consejo hasta la madrugada. O sus jefes le hacían el encargo de vigilar las sucursales de la Compañía en el interior de la República y se iba, por una semana, por un mes, no sin recomendar a la familia que se cuidara y que se portara bien. Porque ya para entonces la familia había crecido: después del varoncito nacieron dos niñas.
El varoncito fue el mayor y si por la señora Justina hubiera sido no habría encargado ninguna otra criatura porque los embarazos eran una verdadera cruz, no sólo para ella, que los padecía en carne propia, sino para todos los que la rodeaban. A deshoras del día o de la noche le venía un antojo de nieve de guanábana y no quedaba más remedio que salir a buscarla donde se pudiera conseguir. Porque ninguno quería que el niño fuera a nacer con alguna mancha en la cara o algún defecto en el cuerpo, como consecuencia de la falta de atención a los deseos de la madre.
En fin, la señora Justina no tenía de qué quejarse. Allí estaban sus tres hijos buenos y sanos y Luisito (por San Luis Gonzaga, del que Juan Carlos seguía siendo devoto) era tan lindo que lo alquilaban como niño Dios en la época de los nacimientos.
Se veía hecho un cromo con su ropón de encaje y con sus caireles rubios que no le cortaron hasta los doce años. Era muy seriecito y muy formal. No andaba, como todos los otros muchachos de su edad, buscando los charcos para chapotear en ellos ni trepándose a los árboles ni revolcándose en la tierra. No, él no. La ropa le dejaba de venir, y era una lástima, sin un remiendo, sin una mancha, sin que pareciera haber sido usada. Le dejaba de venir porque había crecido. Y era un modelo de conducta. Comulgaba cada primer viernes, cantaba en el coro de la Iglesia con su voz de soprano, tan limpia y tan bien educada que, por fortuna, conservó siempre. Leía, sin que nadie se lo mandara, libros de edificación.
La señora Justina no hubiera pedido más pero Dios le hizo el favor de que, aparte de todo, Luisito fuera muy cariñoso con ella. En vez de andar de parranda (como lo hacían sus compañeros de colegio, y de colegio de sacerdotes ¡qué horror!) se quedaba en la casa platicando con ella, deteniéndole la madeja de estambre mientras la señora Justina la enrollaba, preguntándole cuál era su secreto para que la sopa de arroz le saliera siempre tan rica. Y a la hora de dormirse Luisito le pedía, todas las noches, que fuera a arroparlo como cuando era niño y que le diera la bendición. Y aprovechaba el momento en que la mano de la señora Justina quedaba cerca de su boca para robarle un beso. ¡Robárselo! Cuando ella hubiera querido darle mil y mil y mil y comérselo de puro cariño. Se contenía por no encelar a sus otras hijas y ¡quién iba a creerlo! por no tener un disgusto con Juan Carlos.
Que, con la edad, se había vuelto muy majadero. Le gritaba a Luisito por cualquier motivo y una vez, en la mesa, le dijo… ¿qué fue lo que le dijo? La señora Justina ya no se acordaba pero ha de haber sido algo muy feo porque ella, tan comedida siempre, perdió la paciencia y jaló el mantel y se vino al suelo toda la vajilla y el caldo salpicó las piernas de Carmela, que gritó porque se había quemado y Lupe aprovechó la oportunidad para que le diera el soponcio y Juan Carlos se levantó, se puso su sombrero y se fue, muy digno, a la calle de la que no volvió hasta el día de la quincena.
Luisito… Luisito se separó de la casa porque la situación era insostenible. Había conseguido un trabajo muy bien pagado en un negocio de decoración. Lo del trabajo debía de haberle tapado la boca a su padre, pero ¡que esperanzas! Seguía diciendo barbaridades hasta que Luisito optó por venir a visitar a la señora Justina a las horas en que estaba seguro de no encontrarse con el energúmeno de su papá.
No tenía que complicarse mucho. La Señora Justina estaba sola la mayor parte del día, con las muchachas ya encarriladas en una oficina muy decente y con el marido sabe Dios dónde. Metido en problemas, seguro. Pero de eso más valía no hablar porque Juan Carlos se irritaba cuando su mujer no entendía lo que le estaba diciendo.
Una vez la señora Justina recibió un anónimo en el que “una persona que la estimaba” la ponía al corriente de que Juan Carlos le había puesto casa a su secretaria. La señora Justina estuvo mucho rato viendo aquellas letras desiguales, groseramente escritas, que no significaban nada para ella, y acabó por romper el papel sin comentar nada con nadie. En esos casos la caridad cristiana manda no hacer juicios temerarios. Claro que lo que decía el anónimo podía ser verdad. Juan Carlos no era un santo sino un hombre y como todos los hombres, muy material. Pero mientras a ella no le faltara nada en su casa y le diera su lugar y respeto de esposa legítima, no tenía derecho a quejarse ni por qué armar alborotos.
Pero Luisito, que estaba pendiente de todos los detalles, pensó que su mamá estaba triste tan abandonada y el diez de mayo le regaló una televisión portátil. ¡Qué cosas se veían, Dios del cielo! Realmente los que escriben las comedias ya no saben ni qué inventar. Unas familias desavenidas en las que cada quien jala por su lado y los hijos hacen lo que se les pega la gana sin que los padres se enteren. Unos maridos que engañan a las esposas. Y unas esposas que no eran más tontas porque no eran más grandes, encerradas en sus casas, creyendo todavía lo que les enseñaron cuando eran chiquitas: que la luna es queso.
¡Válgame! ¿Y si esas historias sucedieran en la realidad? ¿Y si Luisito fuera encontrándose con una mañosa que lo enredara y lo obligara a casarse con ella? La señora Justina no descansó hasta que su hijo le prometió formalmente que nunca, nunca, nunca se casaría sin su consentimiento. Además ¿por qué se preocupaba? Ni siquiera tenía novia. No le hacía ninguna falta, decía, abrazándola, mientras tuviera con él a su mamacita.
Pero había que pensar en el mañana. La señora Justina no le iba a durar siempre. Y aunque le durara. No estaba bien que Luisito viviera como un gitano.
Para desengañarla Luisito la llevó a conocer su departamento. ¡Qué precioso lo había arreglado! No en balde era decorador. Y en cuanto a servicio había conseguido un mozo, Manolo, porque las criadas son muy inútiles, muy sucias y todas las mujeres, salvo la señora Justina, su mamá, muy malas cocineras.
Manolo parecía servicial: le ofreció té, le arregló los cojines del sillón en el que la señora Justina iba a sentarse, le quitó de encima el gato que se empeñaba en sobarse contra sus piernas. Y, además, Manolo era agradable, bien parecido y bien presentado. Menos mal. Se había sacado la lotería con Luisito porque lo trataba con tantos miramientos como si fuera su igual: le permitía comer en la mesa y dormir en el couch de la sala porque el cuarto de la azotea, que era el que le hubiera correspondido, tenía muy buena luz y se usaba como estudio.
La única espina era que Luisito y Juan Carlos no se hubieran reconciliado. No iba a ceder el rigor del padre ni el orgullo del hijo sino ante la coyuntura de la última enfermedad. Y la de Juan Carlos fue larga y puso a prueba la ciencia de los médicos y la paciencia de los deudos. La señora Justina se esmeraba en cuidar a su marido, que nunca tuvo buen temple para los achaques y que ahora no soportaba sus dolores y molestias sin desahogarse sobre su esposa encontrando torpes e inoportunas sus sugerencias, insuficientes sus desvelos, inútiles sus precauciones. Sólo ponía buena cara a las visitas: la de sus compañeros de trabajo, que empezaron siendo frecuentes y acabaron como las apariciones del cometa. La única constante fue la secretaria (¡pobrecita, tan vieja ya, tan canosa, tan acabada! ¿Cómo era posible que alguien se hubiera cebado en su fama calumniándola?) y traía siempre algún agrado: revistas, frutas que Juan Carlos alababa con tanta insistencia que sus hijas salían disgustadas del cuarto. ¡Muchachas díscolas! En cambio Luisito guardaba la compostura, como bien educado que era, y por delicadeza, porque no sabía cómo iba a ser recibido por su padre, la primera vez que quiso hacerle un regalo no se lo entregó personalmente sino que encargó a Manolo que lo hiciera.
Fue así como Manolo entró por primera vez en la casa de la señora Justina y supo hacerse indispensable a todos, al grado de que ya a ninguno le importaba que viniera acompañando a Luisito o solo. Sabía poner inyecciones, preparaba platillos de sorpresa después del último programa de televisión y acompañaba a la secretaria de regreso a su casa que, por fortuna, no quedaba muy lejos —unas dos o tres cuadras— y se llegaba fácilmente a pie.
En el velorio de Juan Carlos más parecía Manolo un familiar que un criado y nadie tomó a mal que recibiera el pésame vestido con un traje de casimir negro que Luisito le compró especialmente para esa ocasión.
Tiempos felices. A duras penas se prolongaron durante el novenario pero después la casa volvió a quedar como vacía. La secretaria se fue a vivir a Guanajuato, a las muchachas no les alcanzaba el tiempo repartido entre el trabajo y las diversiones. El único que, por más ocupado que estuviera siempre se hacía un lugar para darle un beso a su “cabecita blanca” —como la llamaba cariñosamente— era Luisito. Y Manolo caía de cuando en cuando con un ramo de flores, más que para halagar a la señora Justina (eso no se le escapaba a ella, ni que fuera tonta) para lucir algún anillo de piedra muy vistosa, un pisacorbata de oro, un par de mancuernas tan payo que decía a gritos que su dueño nunca antes había tenido dinero y que no sabía cómo gastarlo.
Las muchachas se burlaban de él diciéndole que no fuera malo, que no les hiciera la competencia y anunciándole que si alguna vez conseguían novio no iban a presentárselo para no correr el riesgo de que las plantara y se fuera con su rival. Manolo se reía haciendo unos visajes muy chistosos y cuando Carmela, la mayor, le comunicó a su familia que iba a casarse con un compañero de trabajo y organizaron una fiestecita para formalizar las relaciones, Manolo se comprometió a ayudar en la cocina y a servir la mesa. Así se hizo pero Carmela se olvidó de Manolo a la hora de las presentaciones y Manolo entraba y salía de la sala donde todos estaban platicando como si él no existiera o como si fuera un criado.
Cuando los invitados se despidieron Manolo estaba llorando de sentimiento sobre la estufa salpicada de la grasa de los guisos. Entonces entró Carmela palmoteando de gusto porque le había ganado la apuesta. ¿Ya no se acordaba de que quedaron de que si alguna vez tenía novio no se lo iba a presentar a Manolo? Bueno, pues, había mantenido su palabra y ahora exigía que Manolo le cumpliera porque además se lo tenía bien merecido por presuntuoso y coqueto. Manolo lloraba más fuerte y se fue dando un portazo. Pero al día siguiente ya estaba allí, con una caja de chocolates para Carmela, y dispuesto a entrar en la discusión de los detalles del traje de bodas y los adornos de la Iglesia.
¡Pobre Carmela! ¡Con cuánta ilusión hizo sus preparativos! Y desde el día en que regresó de la luna de miel no tuvo sosiego: un embarazo muy difícil, un parto prematuro a los siete meses exactos como que contribuyeron a alejar al marido, ya desobligado de por sí, que acabó por abandonarla y aceptar un empleo como agente viajero en el que nadie supo ya cómo localizarlo.
Carmela se mantenía sola y le pedía a la señora Justina que la ayudara cuidando a los niños. Pero en cuanto estuvieron en edad de ir a la escuela se fueron distanciando cada vez más y no se reunían más que en los cumpleaños de la señora Justina, en las fiestas de Navidad, en el día de las madres.
A la señora Justina le molestaba que Carmela pareciera tan exagerada para arreglarse y para vestirse y que estuviera siempre tan nerviosa. Por más que gritaba los niños no la obedecían y cuando ella los amenazaba con pegarles ellos la amenazaban, a su vez, con contarle a su tío a qué horas había llegado la noche anterior y con quien.
La señora Justina no alcanzaba a entender por qué Carmela temía tanto a Luisito pues en cuanto sus hijos decían “mi tío” ella les permitía hacer lo que les daba la gana. Temer a Luisito, que era una dama y que ahora andaba de viaje por los Estados Unidos con Manolo, era absurdo; pero cuando la señora Justina quiso comentarlo con Lupe no tuvo como respuesta más que una carcajada.
Lupe estaba histérica, como era natural, porque nunca se había casado. Como si casarse fuera la vida perdurable. Pocas tenían la suerte de la señora Justina que se encontró un hombre bueno y responsable. ¿No se miraba en el espejo de su hermana que andaba siempre a la cuarta pregunta? Lupe, en cambio, podía echarse encima todo lo que ganaba: ropa, perfumes, alhajas. Podía gastar en paseos y viajes o en repartir limosna entre los necesitados.
Cuando Lupe escuchó esta última frase estalló en improperios: la necesitada era ella, ella que no tenía a nadie que la hubiera querido nunca. Le salían como espuma por la boca, nombres entremezclados, historias sucias, quejas desaforadas. No se calmó hasta que Luisito —que regresó de muy mal humor de los Estados Unidos donde se le había perdido Manolo— le plantó un par de bofetadas bien dadas.
Lupe lloró y lloró hasta quedarse dormida. Después como si se le hubiera olvidado todo, se quedó tranquila. Pasaba sus horas libres tejiendo y viendo la televisión y no se acostaba sin antes tomar una taza de té a la que añadía el chorrito de una medicina muy buena para… ¿para qué?
¡Qué cabeza! A la señora Justina se le confundía todo y no era como para asombrarse. Estaba vieja, enferma. Le habría gustado que la rodearan los nietos, los hijos, como en las estampas antiguas. Pero eso era como una especie de sueño y la realidad era que nadie la visitaba y que Lupe, que vivía con ella, le avisaba muy seguido que no iba a comer o que se quedaba a dormir en casa de una amiga.
¿Por qué Lupe nunca correspondía a las invitaciones haciendo que sus amigas vinieran a la casa? ¿Por no dar molestias? Pero si no era ninguna molestia, al contrario… Pero Lupe ya no escuchaba el parloteo de su madre, bajando de prisa, de prisa los escalones, abriendo la puerta de la calle.
Cuando Lupe se quedaba, porque no tenía dónde ir, tampoco era posible platicar con ella. Respondía con monosílabos apenas audibles y si la Señora Justina la acorralaba para que hablara adoptaba un tono de tal insolencia que más valía no oírla.
La señora Justina se quejaba con Luisito, que era su paño de lágrimas, esperanzada en que él la rescataría de aquel infierno y la llevaría a su departamento, ahora que Manolo ya no vivía allí y no había sirviente que le durara: ladrones unos, igualados los otros, inconstantes todos, lo mataban a cóleras. Pero Luisito no daba su brazo a torcer ni decidiéndose a casarse (que ya era hora, ya se pasaba de tueste) ni volviendo a casa de su madre (que lo hubiera recibido con los brazos abiertos) ni pidiendo una ayuda que la señora Justina le hubiera dado con tanto gusto.
Porque así como se había desentendido de Carmela y como estaba dispuesta a abandonar a Lupe (eran mujeres, al fin y al cabo, podían arreglárselas solas) así no podía sosegar pensando en Luisito que no tenía quien lo atendiera como se merecía y que, para no molestarla —porque con lo de la diabetes se cansaba muy fácilmente— ya ni siquiera la llevaba a su casa.
En lo que no fallaba, eso sí, era en visitarla a diario, siempre con algún regalito, siempre con una sonrisa. No con esa cara de herrero mal pagado, con esa mirada de basilisco con que Lupe se asomaba a la puerta de la recámara de la señora Justina para darle las buenas noches.