I
Desde hace décadas Mario Vargas Llosa es un icono para los escritores que escriben en español. Muchos hemos sido los que nos hemos detenido —mejor dicho, zambullido— en sus novelas y en sus libros de ensayo para dilucidar el secreto que lo ha llevado a lo más alto en la vida de un escritor —el premio Nobel, la fidelidad de cientos de miles de lectores y el respeto de los especialistas—; y creo que la respuesta para todos es la misma: trabajo. Parecería una tontería declarar esto como un descubrimiento relevante, pero en realidad no es tan simple: en este caso hay que revisitar la noción. Cuando uso la palabra trabajo para describir la fórmula que lleva a una persona a convertirse en un escritor digno de ser emulado, en realidad utilizo un vocablo que no cubre completamente el significado que pretendo transmitir. El trabajo de un escritor no solo es sentarse todos los días en frente de su instrumento para escribir (una computadora, un cuaderno) y concatenar frases, formar párrafos y darle forma a un texto literario, no; el trabajo de un escritor comienza mucho antes de que se siente a teclear o rasgar el papel con el bolígrafo o la pluma; mucho antes de que decida que va a escribir tal o cual historia, que querrá hablar de un tema político o moral, religioso o puramente literario; y continuará hasta mucho, mucho después de que el libro sea ya un ente independiente de él y vaya de mano en mano, de lector en lector ayudando a crear en sus cabezas un universo que ya bullía en forma de sensaciones e ideas en el cerebro del autor. Por eso cuando uso la palabra trabajo para describir el secreto de lo que hace de Vargas Llosa un escritor digno de imitar, estoy pensando en esa persona que desde hace décadas tomó la decisión de que su vida estaría dedicada, tuviera éxito o no, a escribir libros para exorcizar sus demonios.
“Dios hizo el mundo en siete días, y se nota”, tituló con aguda eutrapelia el humorista español Luis Piedrahíta uno de sus libros; puede que el hipotético creador del Universo haya dejado demasiados flecos que no comprendemos y soluciones cósmicas que no están claras del todo y que podríamos considerar fallos de diseño y ensayos fallidos; pero sin duda hemos de aceptar, al leer Conversación en La Catedral (1969), y de la que celebramos su cincuentenario, que dieron mucho más de siete días de trabajo (en realidad varios años) al autor para escribirla. El autor –cualquier autor–, que es creador de su universo de papel, es poderoso y es el trasunto de dios en la ficción; pero no tanto como para crear a su misma velocidad. Vargas Llosa mismo ha declarado que es la novela que más trabajo le ha dado, y que si tuviera que escoger su favorita sería esta la novela escogida. Quizá porque sabe que en ella, como en ninguna otra, está desarrollado el concepto de novela total que tanto le gusta.
Hay una metáfora que el propio Vargas Llosa utiliza para hablar de su oficio, para explicar qué significa escribir una novela y que me parece muy útil por lo didáctica:
Escribir una novela es una ceremonia parecida al strip-tease. Como la muchacha que, bajo impúdicos reflectores, se libera de sus ropas y muestra, uno a uno, sus encantos secretos, el novelista desnuda también su intimidad en público a través de sus novelas. Pero, claro, hay diferencias. Lo que el novelista exhibe de sí mismo no son sus encantos secretos, como la desenvuelta muchacha, sino demonios que lo atormentan y obsesionan, la parte más fea de sí mismo: sus nostalgias, sus culpas, sus rencores. Otra diferencia es que en un strip-tease la muchacha está al principio vestida y al final desnuda. La trayectoria es inversa en el caso de la novela: al comienzo el novelista está desnudo y al final vestido. (Historia secreta de una novela)
Es raro que un autor como Vargas Llosa, que es tan nítido a la hora de exponer sus ideas sobre el mundo y sus cosas, conciba la novela como un acto de desnudez. Pero si iluminamos esta enigmática comparación (¿por qué en su strip-tease el escritor termina con la ropa puesta?) con el pensamiento siempre incisivo de un filósofo, tal vez podamos empezar a dilucidar una interpretación y quizá podamos acercarnos a lo que el autor ha querido decir, aquello que pulula por el universo de sus ideas. En esta oportunidad nos serán útiles las reflexiones de Giorgio Agamben sobre la desnudez:
La desnudez, en nuestra cultura, es inseparable de una signatura teológica. Todos conocen el relato del Génesis, según el cual Adán y Eva, después del pecado, se percatan por primera vez de que están desnudos: Entonces se abrieron los ojos de ambos y vieron que se hallaban desnudos (Gén 3, 7). Según los teólogos, esto no ocurre por una simple, precedente inconsciencia que el pecado borró. Antes de la caída, ellos, aun sin estar cubiertos por vestido humano alguno, no estaban desnudos: estaban cubiertos por un vestido de gracia que se adhería a ellos como un hábito glorioso. (Desnudez)
Así, pues, el autor de novelas cuando se refiere a la desnudez que lleva a cabo al escribir, en realidad estaría refiriéndose a un proceso de “cubrimiento” de su esencia original, que ha sido arrancada cuando la consciencia literaria (o la consciencia del lenguaje) ha convertido en palabras la intuición narrativa. El autor –¿y sus personajes? – son conscientes, en el momento de escribir y de ser escritos, respectivamente, que han sido presentados tal cual son: entonces se ven forzados a recurrir al vestido supremo del arte de la palabra: la retórica. Es como si al mismo tiempo que el escritor crea su libro, lo va cubriendo de su propio arte narrativo para no dejarlo en la desnudez absoluta, que sería insoportable tanto para él como para el lector.
Pero Agamben puede seguir siéndonos útil: “Una desnudez plena se da, tal vez, sólo en el Infierno, en el cuerpo de los condenados, irremisiblemente ofrecido a los eternos tormentos de la justicia divina. No existe, en este sentido, en el cristianismo, una teología de la desnudez, sino sólo una teología del vestido”. De modo que, leída a la luz de esta reflexión del filósofo italiano, la frase de Vargas Llosa (“al comienzo el novelista está desnudo y al final vestido”) dice mucho más de su arte de lo que pensábamos, y no se trata solamente de una ingeniosa imagen para atraer nuestra atención. El escritor pretende exponer el cuerpo de la novela y, haciéndolo, la recubre de sí mismo, de sus palabras. Las palabras del autor, para seguir con la analogía celeste, son sus serafines, los “seres incandescentes” (como los define Isidoro en Etimologías, VII, 5, 24) que evitan que el lector se enfrente a la verdadera materia del verbo: “estos velan el rostro y los pies de quien se encuentra sentado en el trono de Dios”, escribe Isidoro con bella prosa y roza la esencia de la escritura, intermediaria entre el que interpreta y aquello que ha de interpretarse. De otra forma, podría pensarse cuando Vargas Llosa expresa que el escritor es aquel que hace el strip-tease del cubrimiento, leer sería una actividad intolerable y el texto estaría irremisiblemente condenado al infierno. ¿A cuál infierno? El infierno de la incomprensión y la locura; el círculo maldito de lo que carece de sentido, de la sinrazón. Y como la novela es uno de los supremos actos de la razón —por más romántico que nos parezca, no es posible hacer literatura irracional—, requiere de un hacedor consciente que sepa poner orden sin que se note; de hecho, ha de poner desorden sin que se note. Sí; quizá dios hizo el mundo en siete días, por su poder o porque tenía prisa, quién sabe, pero sin duda un verdadero novelista debe dedicarle mucho más tiempo a su universo si quiere que trascienda.
II
Hace poco he visto el documental sobre el proceso que llevó a Vargas Llosa hacia su primera novela, La ciudad y los perros; los comienzos de un escritor siempre son muy emocionantes y casi siempre duros; de Vargas Llosa lo sabemos casi todo y casi todos tienen una opinión de él, lo hayan leído o no, lo hayan conocido o no, lo hayan estudiado o no. Por encima de todas estas consideraciones, mientras veía este documental un pensamiento persistía en mi cabeza: el verdadero legado de un escritor son sus libros; es la huella, la contribución, su militancia y su aporte a que seamos mejores o peores. Absolutamente todo lo demás son tonterías. La literatura: allí está la revolución para un escritor. Tal vez por eso Carlos le dice a Santiago Zavala: “Debiste dedicarte a la literatura y no a la revolución, Zavalita”, porque sabe (sabe el autor) que su guerrilla está en las páginas y su victoria allí siempre será más grande que en el campo de batalla donde son las balas, y no las palabras, las que imponen su razón. Como ha escrito hace poco Luis Enrique Pérez-Oramas, “sabemos que el arte no cambia nunca el mundo, pero fija inexorable y para siempre sus verdades”. Ese es el verdadero triunfo de un novelista.
En Conversación en La Catedral Vargas Llosa logra una de las proezas más difíciles de la literatura: condensa el universo en un pequeño espacio, lo fija y le da una explicación (aunque esta explicación sea difusa y porosa: así es mejor); y puede que sea una boutade, pero creo que la novela es demasiado breve para el cosmos que contiene. Si partimos de la obviedad de que una novela total ha de contener la totalidad, sopesar la extensión carece de sentido o nos lleva a la locura, como aquella historia que cuenta Borges según la cual el emperador quiso un mapa tan exacto de su reino que ese mapa terminó teniendo el tamaño del reino. Una novela total bien podría tener una página, como es el caso de En la ciudad he perdido una novela del ecuatoriano Humberto Salvador; o poco más de un centenar, como hace con maestría Jorge Zalamea en El gran Burundún Burundá ha muerto; o ser un río casi inabarcable como Del tiempo y del río, de Thomas Wolfe, Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal o Casa de hojas, de Mark Danielewski. La de Vargas Llosa podría colocarse entre el grupo de las novelas totales “normales”, o “cortas”, como La montaña mágica, Rayuela o La marcha Radetzsky. Pero ya sabemos que “corto” o “normal” son adjetivos inútiles para describir una novela total, pues su totalidad depende de la destreza del autor al condensar en un mismo territorio verbal múltiples elementos del universo que quiere comprimir, como si se tratara de trasladar a un formato de compresión (.zip) un archivo informático. El colmo de esta compresión, pero no hablamos ya de una novela, lo hallaríamos en los brevísimos relatos “El diente roto”, de Pedro Emilio Coll, y “Continuidad de los parques”, de Julio Cortázar, ejemplos perfectos del anillo de Moebius que es el universo.
Vargas Llosa, relatando los años de la dictadura de Odría y sus abyecciones; contando esa especie de bildungsroman que es el descubrimiento de los golpes de la vida por parte de Santiago Zavala y su encuentro al mismo tiempo con el sexo, el amor, la imagen deforme (o multiforme) del padre, la bohemia y los conflictos ideológicos; contando la descomposición moral y la hipocresía de Fermín Zavala; mostrando la sociedad racista y clasista en la que se mueven los personajes; y tejiendo todos esos elementos usando técnicas narrativas que acercan la prosa, por un lado, al cubismo en su pretensión de exponer la más amplia imagen de la realidad, de mostrar todos sus lados y sus aristas; y, por el otro, a un serialismo aparentemente azaroso que va colocando los elementos de la narración de tal manera que el entramado final parece confuso aunque en realidad obedece a un ritmo que solo se percibe cuando el lector accede a colocarse en la “tonalidad” de la novela. El espíritu musical del texto —de una musicalidad de vanguardia, se entiende— se evidencia en el insistente uso del leitmotiv, ya célebre, y cuya primera aparición se representa en ocho palabras “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Es significativo —pero lo más probable inconsciente— que sean justamente ocho palabras que tienen lejano parentesco con la escala diatónica occidental: la frase es una octava: ¿es así como el orden “normal” se superpone o se funde con un orden alterno, un orden otro, misterioso? La explosión metafórica aquí puede llevar a muchas fructíferas reflexiones. En todo caso, la reiteración de esta idea —cómo a causa de que el país “esté jodido” lo están todos los personajes, Santiago Zavala el primero, que anda buscando cuándo y cómo le ocurrió a él su desgraciado estado— sirve de hilo conductor y como una de las vigas maestras de la estructura de la novela. Sin esa frase, parte del sentido de la novela se derrumbaría sin remedio. Aun habría que acercarse a la novela de Vargas Llosa para verificar hasta qué punto toda la obra en un gran poema sinfónico enhebrado de ritmos verbales para poner en escena la visión acerca de su país. Más allá de la técnica con que está estructurada la novela (es famosa la alternancia de los diálogos para dar la sensación de simultaneidad, para crear un “presente durativo”), a mí me interesa más el sentido último que busca el autor en su libro, aquello que trató de tocar y que quizá, porque siempre el escritor termina vestido de su obra, no logró completar del todo. ¿No estaría aquí una de las claves para comprender la función profunda de los recursos y técnicas narrativos de que echa mano en la novela?
Pues el éxito supremo de la escritura es tocar por un breve instante lo sublime.
Una novela total como Conversación en La Catedral es muchas cosas al mismo tiempo; pesimista y segura del futuro; reflexiva y pasional; solemne y sorprendentemente humorística; llena de secreciones y espiritual: porque es como el mundo y como el mundo ha de ser. Y sus personajes, como los perros que en la novela son atrapados por los funcionarios de la perrera sin discriminar los domésticos de los callejeros, valen un sol cada uno y el que tenga suerte como el Batuque de Zavala sobrevive: los demás están condenados a morir a palos. Porque están jodidos como el Perú; y, total, siempre se ha tratado de esto al escribir una novela, ¿no?
El Escorial, 1 de julio de 2019
Leído en el curso de verano “50 años de Conversación en La Catedral”, Universidad Complutense – Cátedra Vargas Llosa