Estábamos en este bar, domingo por la tarde, metidos en un rincón. Una hora confusa. Yo llevaba dos meses y medio en el país. Mi amiga Elis me había hospedado en su casa, un apartamento de dos cuartos en una isla al norte de Miami Beach.
Entré por el sur y durante tres días recorri en ómnibus Louisiana, Mississippi y parte de Alabama, antes de hundirme en el embudo de la Florida. Vi los cielos enfermos. Vi las calles y los puestos de comida rápida y las gasolineras profundas de América. Si miras el mapa, te vas desplazando por tierra continental, de oeste a este, y de repente caes en este hueco.
Elis me esperó en Tampa, vinimos en su Toyota blanco. Era mi vecina de la infancia y ahí estamos los dos encerrados en un auto, unidos por una vida anterior. Veinte años después ella había decidido ser fiel a eso.
—Puedes quedarte conmigo todo lo que haga falta —dijo.
Bebía su café a sorbos y luego lo ponía en un portavasos justo entre los asientos delanteros del auto. Vestía de negro y tenía ojeras profundas y usaba un reloj Swatch igualmente negro.
Teníamos el aire acondicionado en cero y las ventanillas bajas.
—No quiero molestar —dije—. En cuanto me encamine busco una renta.
Elis me miró con suspicacia, como si alguien de mi estirpe no pudiera encaminarse o como si no existiera tal cosa. En realidad, ¿qué quería decir con eso?
—Desde luego —dijo—, pero por ahora puedes quedarte en casa. Mis compañeros de cuarto te van a encantar.
Su amabilidad la volvía aún más extraña para mí. Quiero decir, no era una persona que yo conociera para nada. Nos vimos hace veinte años, en la primaria, en el barrio, nuestros padres debían haber hecho algún favor mutuo, no más.
Me sentí incómodo en aquel asiento, lejos de todos. Me sentí en la silla eléctrica, con una esponja chorreando agua sobre mi cabeza antes de que la corriente me calcinara hasta el último músculo. El viento me daba en la cara, decidí enfocarme en eso. Voy a cerrar los ojos, voy a salir en busca del sueño, recé.
Elis con una mano en el timón, la otra en el vaso de café. Manejaba con soltura. Se lo dije, y no dije nada más por un rato.
—Es lo que más hago — respondió—: manejar.
La carretera partía en dos la línea del horizonte. El carro avanzaba como una tijera, cortando la tela de la superficie.
Elis me despertó ya en los bajos de su edificio. Subimos en ascensor hasta su apartamento en el tercer piso a mitad de un pasillo de paredes blancas y escalera de evacuación al fondo. La cocina en la entrada, a la derecha. Un tipo joven como nosotros cortaba unas verduras sobre una tabla de madera, cerca del fregadero. Avanzo cuchillo en mano. Pensé que iba a saludarme pero se detuvo en el refrigerador. Llevaba el pelo recogido en un moño apretado. Un pelo negro y tupido y viscoso con algunas hebras sueltas y ya salpicado de canas. Elis nos presentó y salió corriendo al baño.
—¿Y qué? —dijo Eduardo.
—Ahí.
—Ponte cómodo, hermano.
Luego se limpió las manos en el delantal y se sopló la nariz en el fregadero.
Pase a la sala. Puse mi mochila en el suelo y me senté en la esquina de un sofá-cama que ocupaba el largo de la pared. Ahí iba a dormir y ahí sigo durmiendo todavía.
En el balcón había otro tipo, de pie frente a una pared, cortado contra la luz naranja de las tardes de Miami. Miraba algo.
Elis vino hacia mí, subiéndose el zipper del jeans. Me llevó al balcón y me presentó a Juan. Lo que Juan miraba, absorto, era un mapa de Estados Unidos colgado de un clavo.
Aun así, se volteó por un segundo y me abrazó. Su cuerpo rígido, como si una barrena lo atravesara y no pudiera girar con soltura. Era alto y potente, de movimientos torpes. Pensé que iba a crujir entre sus brazos. Tenía unos dedos así de gordos, como tornillos, y los ojos disolutos, el iris cubierto en los bordes por una nata blanca. Bienvenido, me dijo. Un nuevo amigo, siempre es bueno un nuevo amigo. Sonrió con cortesía y volvió a lo suyo.
Algo no estaba bien en él. Nada está bien en nadie, cierto, pero en él las cosas parecían estar mucho peor. Es autista, me dijo Elis un rato después, en su cuarto. Ella estaba tirada a lo largo de su cama. Vestía un short, camiseta holgada y medias cortas. Yo seguía de pie, llevaba ya más de una hora de pie, a pesar de que Elis me había dicho que, si quería, me acostara también.
Los conoció a ambos hace unos meses. Una amiga que trabaja con ella los presentó. Todos necesitaban una ayuda extra para completar la renta de un apartamento en la playa. Los precios habían seguido subiendo después de la última oleada de inmigrantes y nadie quería irse a un barrio menos divertido.
Juan y Eduardo también habían venido del sur. Sus padres los trajeron a Miami desde muy niños, y ambos empezaron a dar tumbos desde la adolescencia. Eduardo tenía ahora un grillete electrónico en el tobillo, la policía lo monitoreaba. Era un punto rojo latiendo en el computador de un oficial. No podía salirse de determinado radio de acción. Tampoco creo que se hubiera salido. Con grillete o sin grillete, siempre había vivido en la playa, al igual que Juan. Se hicieron amigos en los fumaderos de Normandy Island.
En la playa se podía caminar, en la playa había aceras, había sol. Sin embargo, a mí el sol de aquel día me parecía enfermo. Y todos los días de veranos que iban a venir, vendrían también con sus respectivos soles enfermos. Le pregunté a Elis si sus amigos habían puesto reparos para que yo me quedara allí. Dijo que no. Ambos eran buenos tipos. Ella les contó mi situación y ellos asintieron. Pero si no les hubiera contado nada, también habrían aceptado, dijo.
En ese momento, nada me parecía más raro en el mundo que ella. Estaba echada en su habitación, la luz del día se la estaba tragando, envuelta en el efecto de un cigarro mitad marihuana mitad tabaco, y yo estaba presenciando aquello. Ya no le veía los contornos, no podía definir dónde empezaba o terminaba mi amiga.
Me preguntó si me había molestado que les contara a sus amigos. Le dije que no. Me preguntó si estaba triste, si quería hablar o recordar algo, y me dijo que no tenía que contestar ahora. Podía hablarlo cuando quisiera. Si no quería hablarlo, también estaba bien.
¿Cómo es el autismo?, dije, cuéntame más de eso. ¿No sabes?, dijo Elis. Sí, bueno, he oído muchas cosas, pero cómo es Juan. No es violento, pero se exalta. Ya no bebe. No bebe nada, está limpio como una monja, y puede pasarse días haciendo lo mismo, sin moverse de lugar.
Eso lo pude comprobar a la mañana siguiente. Desperté en mi sofá y Juan seguía frente al mapa de Estados Unidos en el balcón. Fui hasta él.
—¿Y qué, amigo? —dijo.
—Ahí vamos.
—Haremos todo para que te sientas bien, amigo. Seremos buenos compañeros.
Creí entender que hablaba por él y por Eduardo.
—¿Qué haces aquí? —dije.
—¿Dónde?
—Frente al mapa, llevas horas.
—Busco el tesoro, amigo. Algo se me ha perdido en este país, pero no logro encontrar en qué ciudad está.
—A todos se nos ha perdido algo —dije—. Agradezco haber llegado, después de todo.
—Oh, sí, amigo, eres afortunado —dijo—. Sé que aquel terremoto destruyó tu casa, pero hay otros miles también sin un techo, apiñados en la frontera.
Juan hablaba sin mirarme, con la vista fija en el mapa. Yo estiraba los músculos y desentumecía los huesos con pequeños movimientos. Mis rodillas traquearon. Me apoyé en la baranda de hierro del balcón.
—¿Sabes más o menos dónde puede estar tu tesoro?
—Se mueve de lugar, amigo. A veces se va al norte, a veces al oeste, así. Ahora puede encontrarse por Arkansas o Wyoming.
—¿Qué hace allí?
—Ni la menor idea. Se fue un día, sin más. Montó en un carro, amigo, llevaba gafas puestas, y se largó. Era hermosa, amigo, muy hermosa. No verás a nadie parecido en tu vida.
—¿Saldrás a buscarla?
—¿A quién?
—A tu tesoro —dije.
Juan se tomó dos segundo para voltearse. Es un robot, me dije.
—No se puede, amigo. Nadie puede salir de la Florida.
—Yo quiero moverme después de un tiempo.
—Eso dicen todos, pero de la Florida no se puede escapar. Estás en un pozo, amigo. Nadie te va a tirar una cuerda desde arriba. De Jacksonville no podrás pasar.
—¿Quieres ir a beber algo? —dije—. Me aseo y salimos.
—Estoy limpio, amigo. No bebo hace siete años.
—Cierto, perdona. Elis me ha dicho.
—Le gusta decir muchas cosas a Elis.
—¿Es tu amiga?
—Sí, es una buena chica. No puedo vivir con alguien que no sea mi amigo. Somos amigos nosotros, ¿cierto?
—Sí, lo somos.
Juan volvió a tenderme la mano.
—No querrás irte de Miami, ya verás. Olvida esa idea. Esta es la mejor ciudad que vas a encontrar, amigo.
Asentí.
—Voy a ducharme —dije.
—De acuerdo. Hay cosas de comer en el refrigerador. Haz lo que quieras.
—Gracias.
—No tienes que apurarte por buscar dinero. Ya nos ayudarás —dijo.
Volví a agradecer. Abrí la puerta de corredera y entré a la sala. Juan parecía dispuesto a seguir otro rato delante del mapa.
Yo no tenía idea de dónde quedaba Arkansas o Wyoming. Su mapa delineaba los estados, pero no traía los nombres.
Estados Unidos era un territorio vasto y anónimo que se desplegaba ante los ojos de un autista. Un óleo sin nombre en la mirada de un desquiciado.
—Otra cosa, amigo —dijo.
—Sí —dije.
—Búscate un nuevo tesoro. Sé que es difícil, pero puedes encontrarlo.
—¿Tú crees?
—Desde luego, amigo. Lo vas a reconocer cuando lo veas. En este país hay un tesoro para todos.
Salí a buscar trabajo en los días siguientes. Juan era el único en el apartamento que no salía a ningún lugar, el gobierno le daba una pensión. Aunque en las tardes sí salía con Eduardo, una o dos tardes en la semana. Llegaban en la noche, soltaban sus mochilas. Comían ensaladas, muchos vegetales. Acelgas, tomates y rábanos con aceite de oliva y queso.
—No puedes seguir haciendo eso –le decía Eduardo a Juan.
Eduardo era una de esas personas que ya venía drogada de nacimiento.
—No tienes que decirme tú lo que tengo que hacer. ¿Estamos de acuerdo en eso?
Encontré varias cosas. Fregué carros en el South West, pero el hombre me pagó siete dólares el día. Pude haberle dado con un hierro que tenía a mano. Pude haberlo hecho. Sentí que nada me separaba de romperle la cabeza. El hierro estaba en la cajuela de un Ford pick up y yo lo miraba de reojo, mientras el dueño del negocio me daba un billete de cinco y dos de uno. Pensé que había cosas peores.
No puedes matar a alguien porque te pague siete dólares el día aun cuando hayas fregado sesenta carros. En una lista de los sucesos nefastos todo el mundo va a clasificar el asunto como una ridiculez. No te desgracies por esto, me dije. Van a decir que no lo merecía.
El hombre me deseó buena suerte. Incluso me dijo que me esperaba de nuevo. Volví caminando a la playa, muchos kilómetros, bordeando las express way. Creo que nadie había caminado por ahí jamás, el desierto en el corazón de la vía pública. Una de esas carreteras bordeaba todo el este y llegaba a Nueva York y si seguías también llegabas a Michigan o a Ohio.
Siete dólares en el bolsillo. Los tocaba con la punta de mis dedos. Algo tenía que hacer con la ira. Esos momentos no pueden quedársete adentro. Son como un león que adoptas de cachorro. El olor de la gasolina, el pus de los soles enfermos goteando sobre la boca de la ciudad. No podía comprar nada con esos billetes, simplemente no podía.
Tenía que volver a arrancar. Hay días que son ensayos, me dije. Días de entrenamiento que vives a estadio vacío. Llegué a uno de los puentes de entrada a Miami Beach y me acodé en la baranda. El cuerpo cansado, mi espíritu deslizándose sobre las aguas de la bahía, entre los yates de medio pelo de veinticinco pies. Así estuve hasta que un barco más grande se acercó y me di cuenta de que estaba en un puente levadizo. Un policía me mandó correrme.
No seas más un hombre molesto, me dije. Sé un hombre normal. Pero yo era un hombre triste, un hombre genuinamente devastado. El terremoto había destruido mi edificio. Todas mis cosas habían quedado sepultadas bajo los escombros. Las ropas, los platos, los cuadros de la pared, mi juventud también, de alguna manera. Y mi novia. Iba a casarme.
Yo logré abrir el portón del edificio y juro que seguía escuchando su voz y sintiendo su cuerpo detrás de mí. En la calle, la escuchaba todavía y la veía a mi lado y seguí hablándole por un rato más en medio del escándalo y la histeria. Aunque creo que no hablé, sino que ella me habló a mí. Hasta que dijo que se había quedado adentro. Me he quedado en casa, me voy a quedar aquí, dijo.
No puedo decir con exactitud hace cuánto tiempo atrás sucedió. Llevábamos tres años de noviazgo. Era una buena muchacha. Siempre estaba intentando encontrar algún motivo para pintarse la cara o bailar en la sala del apartamento o preparar un nuevo plato para la cena. No quería venir a los Estados Unidos, entrar en este mapa. Ese país no, decía. Ni Nueva York ni nada.
Yo la llamaba por su nombre y ella acostumbraba a olerme y yo le decía mi amor. Tenía la piel blanca y era solo uno o dos centímetros más baja que yo. No se dejaba las uñas largas. Tenía una argolla de plata en la aleta derecha de la nariz y unos ojos raros de niña de ocho o nueve meses de nacida.
Quería llenarse los brazos de tatuajes. Iba a hacerse el primero la semana después del terremoto. Un alebrije, un dragón de muchos colores. Cualquiera diría que hubiese llegado a hacérselo. Era ágil. No pesaba más de 120 libras. Hubiera podido escapar de casi cualquier cosa. Y jamás se drogaba. Tenía unas depresiones tan duras que no le hacía falta nada más que su inteligencia.
Seguí caminando hasta el apartamento con las manos en los bolsillos. Me deshice de dos de los billetes y me quedé con uno de los dólares. Pensaba llevarlo siempre conmigo. A partir de ahí todo fue más ligero.
Recorrí la playa esa semana. Encontré un puesto en la cocina de un restaurante peruano, en la esquina de Collins y la 73. Doce horas diarias y unos cuantos buenos dólares. No demasiados, pero sí los suficientes para un recién llegado.
Cuando salía del restaurante, a las diez o a las once, no sabía exactamente qué hacer. O sea, tenía un cuerpo y no tenía la menor idea de en qué sitio debía ponerlo para que ese cuerpo se acomodara un poco y descansara un rato, como si la realidad fuese un asiento de avión y yo estuviera moviéndome en ese espacio reducido sin posibilidad ninguna de sosiego.
No quería drogarme. No quería volver al apartamento. Intenté conversar un poco con otra chica de la cocina, una ecuatoriana, pero aquello no pareció creíble. Terminé varias noches en un gogó dos cuadras más abajo. Cambiaba los billetes de diez y de veinte y me iba con fajos gordos de a uno. Tocaba algunos culos y algunas tetas y metía los billetes en el hilo dental y eso era suficiente para mí.
A veces un robot gigante de dibujos animados salía desde el fondo del local y caminaba entre los distintos escenarios disparando con una pistola láser o echando espuma y haciendo un ruido como de fin del mundo. No entendí qué tenía que ver eso con tantas mujeres en cueros bailando alrededor de un tubo, pero el robot captaba mi atención.
Hubo una que me gustó. Nunca hubiese podido llegar a ella y no lo forcé. No esperaba encontrar mi tesoro en un gogó, después de todo.
Me echaron de la cocina a los diez días. La policía había estado haciendo preguntas. Me faltaban los papeles para trabajar. La legalización iba a demorar entre tres y cuatro meses y yo no podía echar ese tiempo por el caño como si estuviera en casa de mis padres y no en el apartamento de una drogadicta, un autista y un tipo que andaba con un autista.
Eduardo trabajaba en una clínica veterinaria. Me dijo que era imposible encontrar un puesto. El jefe, un republicano cascarrabias, no quería nada con los migrantes del post-terremoto.
Ahí consultan, atienden y les recetan medicinas a las mascotas. Las sacrifican si están enfermas terminales. La rareza de Eduardo viene de alguien que siente más afecto por los animales que por las personas. Creo que a Juan también lo ve un poco como un animal.
Elis logró finalmente colarme en el snack-bar de su hotel. Ella trabaja como capitán de salón del bufet. Yo ahora tengo que preparar algunos tragos de verano y llevarlos a la piscina. El hotel está lleno de sudamericanos, especialmente argentinos y chilenos, aunque también hay franceses e italianos. Todos tienen una casa a la que volver.
Sobre las cinco de la tarde el ritmo empieza a disminuir. Preparo un mojito. Me echo en una tumbona y cuando llega la noche meto los pies en la piscina y me dejo llevar. El agua es tibia. Ella no quería venir a Estados Unidos, pero la piscina y el mojito le habrían gustado.
Cuando pienso un poco la traigo aquí conmigo, la saco de los escombros y le preparo su trago. Hago que se bañe y que en mi pensamiento pueda ir de una punta a otra de la piscina. Y pueda zambullirse en el agua, si quiere. O salir y secarse. O ponerse de pie y mirar en dirección a la playa, pero cuando voy a sacarla del hotel, y llevarla conmigo al apartamento, ya el pensamiento no me da.
Ella se esfuma. Temo que mis roommates no la acepten. Temo que me digan que ella se tiene que quedar en la calle y que yo tenga entonces que elegir y que no elija correctamente. Que elija quedarme en casa y dejarla a ella, sola, pernoctando en las calles fantasmales de Miami Beach. Entonces parece que no quiero exponerme a eso y que llego hasta la piscina y que ahí corto o interrumpo o hago algo, y ese algo es lo que me permite seguir.
A veces Eduardo y Juan se han dejado caer por aquí. Tienen amigos entre los trabajadores. Conversan y agendan y ocurren cosas a mis espaldas en las que todavía no participo. Sé cómo es. Elis también participa.
A veces suben a alguna habitación y bajan muy tarde las escaleras y yo desde la piscina escucho sus voces. A veces sus sombras se dibujan detrás de los cristales del snack-bar y distingo a Juan, que va de último en el grupo, más lento, más rígido, como un tejido necrosado.
El hotel se llama Casa Blanca, es bastante cutre, bastante ochentero. Su fachada es blanca. El cartel con el nombre es rojo, unas enrevesadas letras cursivas de metal encima del techo del lobby. Parece que estamos en un set de película de serie B.
Hasta que por fin llega esta semana y Elis me invita al club de jazz el domingo. Vamos camino al Wallgreens, a comprar pastillas y un par de máquinas de afeitar. No sé si decir que sí.
—Vas a divertirte —dice Elis—. A menos que prefieras seguir escondiéndote en las noches.
—Voy a pensarlo —digo—. Tengo hasta el domingo.
Finalmente acepto. Juan está eufórico. Eduardo no habla. Vamos en el Toyota blanco hasta Brickell. No había vuelto a salir de la playa desde que regresé caminando del South West, arrastrado sobre el asfalto.
Tengo mi dólar en el bolsillo. Juan tiene un mapa pequeño en su cartera. Elis lleva su reloj Swatch, su paquete de marihuana debajo del asiento y su vaso de café de Starbucks a un lado. Yo me he afeitado el cuerpo, pero no la cara.
Eduardo usa una camiseta blanca con unas letras negras que dicen This is Miami y en el brazo derecho carga con uno de esos tatuajes oscuros que de lejos no logras distinguir bien. Pero yo voy a su lado en el asiento trasero. Es un descampado yermo, que se hunde en el horizonte, como si el tatuaje viajara hacia adentro, más allá de su piel, como si se metiera en sus músculos, y en el medio han levantado el esqueleto de una nave de hierro, una construcción ladeada, en los puros huesos.
Arriba las nubes de la tormenta parecen viajar a la velocidad de un crucero.
—¿Qué es? —digo.
Eduardo me mira con benevolencia.
—Es hoy.
Echo mi cabeza hacia atrás. Juan va adelante, al lado de Elis, y veo cómo una parte de su cara se mete en el espejo retrovisor. El láser de su mirada rebota y va directo a clavarse en mí.
—Lo es, amigo, estamos en ese tatuaje.
—Le cambia —dice Elis—. Hay días que tiene otra cosa y hay días que no tiene nada.
Ahora no sé si Eduardo existe o si es una construcción de Juan y Elis.
En el club de jazz pido una cerveza. Varias personas siguen llegando. Nos ubicamos alrededor de una mesa grande. Antes de que me dé cuenta ya somos más de diez en el grupo. Tengo que pensar cómo voy a comportarme. Salgo a un patio que hay detrás de nosotros. Los músicos están fumando antes de subir a escena y me brindan una pipa. Fumo un rato con ellos.
—¿Vienes mucho aquí? —me dice el líder, un hombre alto, mulato, con una camisa negra de flores rosadas y espejuelos cuadrados de pasta.
Tiene una voz clara y agradable.
—Primera vez —digo.
—Primera vez que nos presentamos nosotros también —responde, entusiasta.
—Esperamos hacerlo bien para quedarnos —dice un gordo que lo acompaña.
También hay una mujer con ellos y otros dos muchachos más jóvenes. Ella se ha adueñado de la pipa. Están muy nerviosos. Tienen que aprovechar esta oportunidad. Si algo sale mal, mañana pueden volver a lavar carros o a trabajar sin permiso en cocinas de restaurantes peruanos.
Me marcho, no quiero ser parte de su desgracia o su éxito. La mujer me dice que al menos agradezca la yerba. Creo que está al borde de la histeria.
En la mesa, Eduardo explica que lleva meses filmando junto a Juan un documental sobre los barrabravas sudamericanos de fútbol que se caen a golpes y a gritos cuando juegan equipos como Boca Juniors o River Plate o Peñarol o Nacional de Medellín.
—¿Por qué filman una cosa así? —pregunto.
—Juan fue barrabrava —dice Elis.
—¿De qué equipo?
—Un equipo viejo, amigo. No lo conoces.
—Uno muy viejo —dice Eduardo.
—Él y yo hinchábamos por la misma camiseta, amigo —me dice Juan.
—Una camiseta deshilachada.
—Todos tenemos nuestros muertos, amigo.
—Pero hay que dejarlos ir —dice Eduardo.
—Deja ir los tuyos, amigo. No lo has hecho del todo, sabemos que siguen ahí.
Una muchacha viene del baño y se sienta junto a Elis. Me saluda.
—Gloria —dice Eduardo—, explícale a Juan, tú que sabes algunas cosas.
Gloria sonríe. No es alta, el pelo por los hombros, los ojos negros y grandes. Lleva un short por la cintura, una blusa por dentro del short y un par de tenis pegados al suelo.
—No seas imbécil —dice Juan.
—¿Qué cosas? —dice Gloria.
Los jazzistas rompen a tocar. El resto del grupo que nos acompaña, unas cinco o seis personas que no conozco, siguen en lo suyo.
—Dile que cuando estemos entrevistando a alguien no puede meterle la mano en el plato de papa fritas.
—No seas un cochino imbécil —grita Juan.
—Yo sé que puede tener hambre, pero tiene que esperar. Se lo he dicho.
—Jamás he hecho eso, hijo de puta.
—Y que no puede meterse en cámara siempre. Aparece en todos los planos —sigue Eduardo, calmado. Bebe de su jarra de cerveza.
—Por eso tienes un grillete.
—Y que no puede estar abrazando a todos los barrabravas que se encuentre.
Gloria estira una mano y acaricia a Juan. Luego se lleva esa misma mano a la cabeza. No se afeita. Veo el musgo negro de sus axilas. Le sale por encima de las mangas de la blusa.
No quiero mirar. Va al baño, demora unos minutos, vuelve. Parece una mujer que de repente ha sobrevivido a un bombardeo, esa mujer que aparece entre las ruinas antes de que corran los créditos de la película.
—¿Tú quién eres? —me pregunta.
—Es mi amigo del terremoto –dice Elis.
—Ah, he escuchado mucho de ti —me dice Gloria.
—Yo también de ti —digo.
La realidad desembarcando en mí durante un rato hasta que lo vivo y lo doloroso se aburra y se vaya de nuevo a otro lugar.
Todos empezamos a movernos al ritmo del jazz, incluso Juan.
—Está bien la música —dice Gloria.
—Son mis amigos —digo, señalando a la banda.
Sus axilas intermitentes. Se esconden y aparecen en medio de la atmósfera del club. Luego ella se queda quieta. Yo solo quiero que siga subiendo sus brazos y se contonee. El vocalista, el hombre de la camisa negra con flores rosadas y verdes me señala entre todos. Vamos a seguir bebiendo un rato más. Juan, Elis y Eduardo se abrazan.
Nuestros cuerpos se deslizan por el lugar pero el cuerpo de Gloria se desliza más que ninguno. No parece quedarse quieta en la mirada de nadie, se escurre de un sitio a otro, nadie logra fijarla en un punto.
Si fuese una presa o una víctima, y te hubiesen pagado para aniquilarla, habrías fallado el disparo o habrías ido hasta donde ella y le habrías dicho que huyera, que la querían matar, que te habían contratado a ti para que te encargaras pero que has decidido perdonarla. Que corra, desaparezca y no vuelva nunca más.
Se suceden una serie de movimientos. Me parece que no es nada. Hay vértigo. Se agolpan, alguien alza la voz. Me pongo nervioso ¿Qué podría ser? Raspo mis dientes unos con otros, el calcio me empieza a caer en la boca como un polvo.
Juan agarra a Gloria por el hombro, el cerrojo de su mano. Veo sus dedos. No creo que ahora mismo haya nada que pueda abrir esos dedos, hacerlos ceder. Intentan apartarlo. Entiendo a Juan. La mueve con fuerza. Cuidado, le dicen. Actúan como si Juan fuese una bestia salvaje y Gloria hubiese caído en su foso. Quédate quieta, le dicen a ella.
Juan ni siquiera escucha a Eduardo. Emite algún sonido pero la música se lleva sus palabras y las ahoga. Quiero meterme en el fondo de la música para sacar de ahí lo que Juan está diciendo, siento que ha empezado a asfixiarse por debajo de la línea de la melodía.
El jazz lo está dejando sin oxígeno. Hasta que el puño de alguien cae en su mentón y Juan empieza a desmoronarse y en esa caída arrastra a Gloria con él. Justo no sé si vamos a seguir o si todo va a quedarse así, detenido. Se llevan a Juan a un banco del patio, lo reaniman.
Elis le moja el cuello y le rocía la cara. El color vuelve a sus mejillas gradualmente. Eduardo lo acaricia. Pide disculpas, hace un gesto con la mano para que sigamos.
—Quiero algo —le digo a Gloria.
Parece no oírme. Tiene una boca salvaje y viva en una cara civilizada. Me agarra del brazo y me lleva al baño. Sus dedos muy blancos. Prepara dos líneas sobre la tapa de la taza. Se sienten pasos afuera, algunas voces.
Ha ladeado la cabeza. Me mira y tiene en la boca una mueca que parece un alarde. La coca se va acabando, el hueco de su nariz se traga la línea de droga como un agujero negro.
—Gracias por lo que hiciste —dice.
Cree que fui yo quien le dio el puñetazo a Juan. Me temo eso. Pero no fui yo, no es cierto.
—No te afeitas —digo.
—Ya ves.
—Me gusta.
Siento cómo mi alma cruje y se cuartea. La huelo, tiene un olor natural.
—Las mujeres antiguas no se depilaban —dice.
¿Antiguas? ¿Antiguas de cuándo? ¿Antiguas de hace mil años? ¿Antiguas de hace dos siglos?
Tiene marcas en el antebrazo. Es probable que sigamos aquí toda la vida, pienso. Hay una posibilidad entre un millón, pero puede darse el caso. Sin avanzar ni retroceder.
—¿Tú eres antigua? —pregunto.
Esnifa. Demora en responder.
—De algún modo, sí. Lo soy.
Las voces, la música, Miami de la puerta para afuera. Un rastro de coca le embarra la nariz, sangre blanca.
—Vamos a salir de esta —me dice.
No sé a qué se refiere. Igual hago como si entendiera. Hay un momento donde no queda otra que actuar como si pasara algo más de lo que está pasando. Se va a ir, pienso.
—¿No te da miedo?
—¿Qué?
—No afeitarte.
—No, ya no.
—Qué bien.
—Es un riesgo, pero vale la pena. Te olvidas del asunto y lo dejas crecer.
Ruedo por la pared, me siento, cierro los ojos. Sus muslos y su piel fría. Los dos en un rincón, los dos juntos, deformes.
—¿Tienes auto? —pregunto.
—Sí, tengo. Un Audi plateado —dice.
Respiro aliviado.
—Te llevo si quieres.
Vamos a demorarnos mucho tiempo.
—Llévame a casa —le pido luego.
—Te llevo a casa.
—¿Me vas a llevar a casa?
—Te voy a llevar a casa —dice, generosa.
El resto ya se ha ido. Mi amiga Elis, mis amigos Eduardo y Juan. Me enfermaría tener que caminar la ciudad ahora, dar un paso.
Quiero decirle que la amo, pero no puedes decirle eso a una mujer que acabas de conocer porque después de todo tampoco es verdad. Sentí que estaban dibujados en un papel al que le habían prendido fuego por una esquina.