Para Carmen que nuevamente me hizo leer a Octavio Paz.
Para Marcelo, Enoc y Gonzalo cuando entre los pasillos de
la U leíamos por primera vez Libertad bajo palabra.
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Cuesta recordar, pero a fines de los años 80, quienes empezábamos en Chile a tantear la poesía, teníamos ante nosotros un paisaje algo confuso, entre desolador y monótono. Tal vez a semejanza de muchos adolescentes o jóvenes hispanoamericanos perdidos en ciudades provincianas, habiendo cursado la secundaria en colegios provincianos con la única suerte de, quizás, estudiar letras en la única universidad de provincia que quedaba en la capital de esa misma provincia, nuestro destino era tratar de reconstituir una memoria cultural y poética que se veía fragmentaria y enrarecida, en el mejor de los casos, discontinua entre nombres altisonantes y, en verdad, desconocidos. Neruda sonaba monumental y distante con su voz meliflua, Huidobro era un astronauta perdido en una galaxia que no atrevíamos a hacer nuestra, Rojas a punto de entrar en circulación masiva, por esos años era todavía un sigiloso excéntrico cuya música nos cautivaría tiempo después y Parra, con su consumado histrionismo escritural, hábilmente nos hacía sentir en nuestros afanes de poetas aprendices como parte de una cruel y risueña variación de López Velarde: cursis y reaccionarios. Nada de eso cambió radicalmente al inicio de la década de los 90. La universidad chilena, en general, a pesar de estar imbuida aún con la ebria alegría de haber derrotado al Dictador en las urnas hacía apenas un par de años, no era en cualquier caso, un aliciente que prometiera el retorno o instauración de un Parnaso. Era sabido entre pasillos y conversaciones de bar que si te gustaba la literatura y aún más, si te atrevías a cultivar la poesía, el lugar más inhóspito y propicio para perder cualquier interés en ellas, consistía estudiar en el Instituto de Letras de la Universidad Católica de Valparaíso. Entre peñas algo trasnochadas con su melancólica música andina y mamotretos indolentes que constituían los manuales de Latín o Teoría Literaria, varios habían claudicado definitivamente o devenían “poetas” en una noche de feliz juerga. ¿Acaso el fin de todo adolescente iluso era renunciar a la poesía —que apenas le había sido prometida— en pos de un varadero alcohólico o una fiebre desencantada al tratar de leer a los formalistas rusos?
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Liza López Fernández era mi compañera en el viejo Seminario de Teoría Literaria 2: un verdadero vaciadero donde iban a parar los reprobados de seminarios anteriores, los novatos y quienes a los ojos de cualquier ayudante de cátedra, eran unos simples o unos pelmazos. Tal vez yo era todo eso y aún no me había dado cuenta. Sea como fuera, mi compañera, algo excéntrica en su maquillaje, sus sombreros vistosos y emplumados y su vestimenta deslumbrante, sin duda, en secreto deseaba ser la Maga de Rayuela dada la manera de responder con enigmáticos versos ya en francés o en catalán las ocasionales preguntas del profesor o del ayudante de turno. Las carcajadas que sacaba de todos nosotros, solo eran comparables a su inmutable histrionismo para hacer oídos sordos de eso y aún más, para mirarnos con una intensa sonrisa sarcástica de quien se sabe distinto. El Seminario se concentraría en temas de Poética. Sólo un “yahooo” de Liza me sacó algo azorado de mi ensimismamiento. A la clase siguiente, antes de empezar la sesión, arriba de un pupitre, leía en voz alta un texto extraño. Obviamente, mis compañeros no dudaban de reírse burlonamente, pero ella, encarnando con valentía no sé qué papel, seguía incólume su lectura. Al final, enrabiada por nuestra indolencia, salió de la sala, sin antes espetarnos una palabra incomprensible, tal vez en sueco o provenzal. El asunto es que no sé cómo, me encontré conversando con ella en el pasillo. Su eterna sonrisa se había trocado en la más absoluta seriedad: “Son todos unas bestias”. Tímido, le pregunté, arriesgando un golpe, qué era lo que estaba leyendo en voz alta dentro de la sala. “Era Octavio Paz, el párrafo inicial de El arco y la lira”. Le dije que lo encontré muy hermoso. “Sin duda”, me respondió. “Además así es Octavio. Por lo demás entre él y yo, hay un pacto para hacer un zahumerio en estas horrendas clases de Poética donde nadie sabe nada de poesía”. La miré perplejo. “Claro que sí, espetó-, ¿o acaso crees que un verdadero poeta estaría feliz en este sitio tan lóbrego?” Sus respuestas me dejaron más confundido. Pero también lleno de una curiosidad que me hizo ir más de lo acostumbrado a la roñosa biblioteca.
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Después de aquella conversación busqué asiduo el libro de Paz. Al comenzar a leerlo, todo un mundo se me vino encima: era una verdadera revelación. Transcurridos los entusiasmos iniciales y ya con alguna serenidad que otorga el tiempo y la distancia, creo que lo primero que me sorprendió de Paz —o al menos lo que yo recuerdo me sorprendió por aquellos años— era la agilidad de su prosa: una capacidad para hacer danzar las palabras en un ritmo envolvente. Una prosa que si bien es cierto, se vuelve categórica en sus opiniones y a veces en sus conclusiones, sin antes otorgarte como lector, mil posibilidades de discrepancia, ondula entre períodos largos y breves, con escasas interjecciones, con digresiones siempre pertinentes como prueba fiel de todo buen ensayista que no predica la verdad, sino que te allana caminos de comprensión y que te toma de la mano para guiarte hacia tierras amplias, serenas o escabrosas, pero siempre con la confianza de hacerte sentir seguro. Una prosa que no te invita a vacilar, sino a creer en tu propia certeza de lector. Una certeza, en todo caso, que se establece con las certezas que esa misma prosa otorga por los accesos que va sutilmente elaborando. Así, sin darte cuenta, terminas en un primer estadio, literalmente encantado y donde ese encantamiento implica advertir que Paz, como prosista, te ha llevado a su propio territorio de donde cuesta mucho salir. Pero esa es una experiencia posterior. En un primer momento no quieres escapar de su embrujo y deseas ir cada vez más hondo en el país que te va proponiendo: recorrer sus valles, sus alturas, sus precipicios, sus océanos, sus cielos de intensidad y sugestión. Aquello significa que un lector que sabe acoger su invitación desea leer sus libros uno tras otro. Al menos yo lo hice así. Apenas terminé El arco y la lira, seguí con Los hijos del limo. Años después con Poesía y fin de siglo. Por lo demás, cualquiera que haya leído esa “trilogía” de verdadera teoría poética, concluirá que si bien en varios pasajes, Paz es un autor reiterativo, aquella repetición no significa vérselas con un pensamiento que desea mostrarse siempre, una y otra vez, como original. Para nada. Es un pensamiento que no teme volver a plantearse sus propias convicciones, quizás como un gesto de autoconvencimiento de que sus inseguridades no resultan o no se esclarecen. Lo más distante de Paz, es el absolutismo de una opinión obcecada.
Pero también lo que me sorprendió de Paz, en un segundo instante, es la diversidad de su reflexión: pocas cosas quedan fuera de su curiosidad. Eso es algo típico del intelectual hispanoamericano que rehuye la especialización. Todo lo conmueve, azuza y predispone. Desde la pintura y la política (y ahí están Los privilegios de la vista, Tiempo nublado y El ogro filantrópico para aseverarlo), hasta la historia y la crítica de arte (donde Puertas al campo, Convergencias y Sombras de obras son primordiales), desde la geografía y la imaginación (con Vislumbres de la India y La búsqueda del comienzo como piedras de toque), hasta los medios de comunicación de masas y las teorías más abstrusas de la semiótica contemporánea (teniendo a El signo y el garabato y Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo como telón de fondo). La curiosidad de Paz, sin duda, no es gratuita. Hay un interés social, cultural y político por indagar en las cosas, en los discursos y en los gestos, en aras de una respuesta o, al menos, de una clarificación por las eternas preguntas del intelectual hispanoamericano: ¿quiénes somos?, ¿en verdad podemos ser “modernos”? Pero más allá de esos cuestionamientos que van de la mano de una amplia erudición que se camufla de gentil amabilidad retórica con tacto y maestría, esas vastas reflexiones dejan escasos espacios vacíos o temas inacabados por abordar, ya que sólo pueden ser entendidos en mi modesto parecer, si los tomamos como lo que en verdad son: opiniones entusiastas, pero densamente críticas, a veces antojadizas, como en otras ocasiones muy seductoras y convincentes en sus elaborados y precisos argumentos, en lo que es, ciertamente, un complejo proceso emocional y mental, donde tienen cita no sólo una cantidad de datos asombrosos, sino también una especial capacidad de asimilación de esos mismos datos y referencias en torno a una sensibilidad despierta y dispuesta, una sensibilidad moldeada por la imaginación y una persistente perspicacia que desea una y otra vez hacer terciar nuestro parecer hacia el asombro que propone embelesado. Esta “manera” tan característica de Paz, menos que un mecanismo asumido racionalmente, se muestra más bien como un talante peculiarísimo que sólo un poeta como él puede asumir y llevar a cabo de ensayo en ensayo, de texto en texto. Así, de buenas a primeras, una de las cosas que Paz, como autor, deja como marca en sus lectores, es sin duda, la impronta de vérnosla con lo que un poeta puede pensar y decir acerca del mundo. Y eso no es algo para nada menor.
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Siempre escuché entre amigos, colegas y personas doctas que Paz no era un poeta brillante, que no era “espontáneo”, que siempre tenía que ponerse la máscara del “buen salvaje” para ocultar su ostentosa erudición que no le permitía caminar bien por el piso resbaladizo que es la poesía en nuestro idioma. Pero donde tantos han visto debilidad y hasta falta, yo me atrevo a ver virtud. Paz encarna la tragedia del poeta hispanoamericano y moderno, es decir de aquel poeta que siente una añoranza inmensa por la inmediatez de la vida y que todos los versos que escribe van en la dirección de querer esclarecer su propia pasión, su propia ensoñación, su propio deseo. Es una poesía de inteligencia sintiente. Y eso, tal vez lo hace entre nosotros, en nuestro idioma, un poeta heterodoxo. No en vano, su admiración por Darío, Cernuda, Pessoa y Eliot, es la admiración de un poeta que ve su reflejo en aquellos poetas que han intentado hacer del lenguaje una encarnación no sólo de lo emocional e inmediato, sino de la remembranza de una experiencia perdida en lo más recóndito de la modernidad: esa reconciliación de contrarios que rara vez se alcanza y que tiene al cuerpo y a la inteligencia como sus referentes primordiales. Quizás por ello, su defensa y apología extrema del surrealismo, nos parezca a veces tan “demodé” o hasta quizás, un tanto maniquea. No importa: eso está en el centro mismo de su obsesión como poeta por lograr hacer aparecer la presencia en un mundo desencantado de donde Dios ha huido. Para Paz, esa presencia tiene nombre: a veces es la mujer con sus secretos en tanto encarnación de lo radicalmente otro, en otras ocasiones es la utopía de la revolución como signo epocal de una necesidad de convencimiento de que una sociedad mejor es posible, otras veces es la pregunta ante el vacío estelar donde la mirada azorada del poeta pregunta, al igual que Darío, por el enigma de las constelaciones e intenta traducirla en el poema que pretende escribir.
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Como hispanoamericano, Paz, con el correr de los años, también te enseña a no sentirte a la deriva. Buena parte de su magisterio como poeta, lector y ensayista es indicarte referencias, hitos, señales de ruta bajo el ropaje de gustos personales que, a fin de cuentas, son intensos refugios que puedes o no aceptar, pero rara vez desdeñar. Son gestos que son invitaciones para sentirte parte de algo. No sé a ciencia cierta si eso puede ser visto como elaboración de una tradición, un canon o un mapa. No lo sé. Simplemente atino a conjeturar que la recepción de Darío y de los modernistas, de los poetas españoles del 27, de los héroes de la vanguardia —Apollinaire, Huidobro, Bretón, Tzara, Vallejo, pero también Picasso, Ernst y sobre todo Duchamp— o de los contertulios de otras latitudes como Pessoa, Pound, Cage o Ungaretti, sería muy distinta a la que Paz nos ayudó a construir e imaginar: una recepción más dispersa y fragmentada, sin coherencia, sin la felicidad de ver un rostro amplio que te sonríe en cada mirada. Sin duda que esa misma coherencia a muchos ha parecido asfixiante, aplastante y hasta “represiva”. Es más que seguro. Sobre eso, un poeta como yo, ¿puede objetar algo? Pero lo que me llama poderosamente la atención es que sin la lectura de Paz, sin sus generosas indicaciones de nombres, obras y afinidades, pero sobre todo sin esa coherencia que nos otorgó un apasionado orden de sentido que nunca temió la contradicción, sin el allanamiento de aquel camino pedregoso que es escribir poesía en nuestro idioma y en nuestro continente, muchos habríamos demorado tal vez demasiado en encontrarnos a nosotros mismos —si acaso es posible algo así en nuestra época—. Sin la obra de Paz, incluidas sus arbitrariedades, habríamos tenido que recorrer e inventar, por enésima vez, como nuestros bisabuelos modernistas, el sendero perdido del bosque. Ese sendero que desde el siglo XIX y durante el siglo XX, todo poeta hispanoamericano ha tenido que recorrer ya sea hacia París, New York, Extremo Oriente o en las fronteras de un país imaginario sin centro ni bordes. Ese sendero se ha vuelto necesario una y otra vez para ser “absolutamente modernos”, incluso si deseamos oponernos desde cualquier trinchera a esa misma modernidad o a su agonía de zozobra cultural que tanto nos embarga hoy. Sí, intuyo que el sendero habría sido más tortuoso, quizás habríamos descubierto nuevamente la pólvora, quizás el lenguaje no habría estado tan dispuesto para con nuestros tanteos. Por lo demás desde la provincia —esa gigantesca tierra de nadie tan propia de nosotros, tan nuestra en este continente atravesado de contradicciones— donde todo poeta se siente a sus anchas o al borde de la desesperación o ambas cosas simultáneamente, Paz implica una mano de amigo y un espaldarazo en nuestras inseguridades interiores, incluso cuando el glamour de la marginalidad, con su pretendido prestigio alternativo, se vuelve un fastidioso sentir mainstream del que da vértigo hundirnos más y más en él.
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Han pasado los años. Nunca más supe de Liza y su gentil excentricidad. A muy pocos de mis antiguos compañeros de juventud universitaria volví a frecuentar. Algunos abandonaron la poesía. Otros se entregaron a diversos trabajos y oficios. Algunos perseveraron en el mundo académico, otros siguen siendo poetas secretos con una escritura secreta. Yo mismo, soy muy distinto al joven de hace treinta años atrás. Pero sea como sea, los mapas de lecturas que prodigiosamente otorgó Paz y que nos guiaron en nuestra primera juventud y en esa crisis creativa que siempre un poeta adolece entre los 30 o 40 —o más bien, casi toda su vida— siguen ahí. Son mapas para ser borroneados, reescritos y dispuestos en un orden diverso. Son mapas para ser, finalmente, subvertidos, qué duda cabe, ya que no podría ser de otro modo. Pero también son el susurro del viejo amigo de horas entrañables que vuelve una y otra vez para preguntar por ti y tus asuntos, es el amigo que retorna ya sin complejos para indicarte ese nombre que olvidaste, ese verso que leíste hace años o esa imagen que te abrió mundos posibles hace mucho. Pero son también una posibilidad: la posibilidad de hacerte saber que en ese mapa anida la invitación para emprender, otra vez, un viaje que promete sacarte de ti mismo nuevamente. Como cuando tenías 18 años y Rimbaud te precedía en su aventura en Abisinia.
Ismael Gavilán Muñoz
Quilpué, Chile,
Primavera de 2018