44°40′36.4″N 124°4′45.9″O
Yaquina Head Lighthouse. Torre de ladrillos pintados de blanco, de 28 metros.
Linterna con lente original de Fresnel, visible a 31 km mar adentro.
Fases de dos segundos encendido, dos segundos apagado, dos segundos encendido, catorce segundos apagado.
No conocía los faros, pero ya había soñado con uno cuando era niña; estaba abandonado y lejos de la costa. Debajo tenía un jardín y una casa donde vivía con mi madre y mi padre. En el sueño le preguntaba a mi padre qué había encontrado en su ronda por los cuartos derruidos. Él me respondía que sólo el esqueleto de un murciélago. Yo insistía en aclarar que el animal ya estaba muerto, pero él decía para sí mismo, como en el trailer de una película de terror: “muerto, pero vivo”. Se veía la punta del faro: un ático oscuro en donde el esqueleto de un murciélago batía con sus manos huesudas una pócima en un caldero. La cámara hacía entonces un acercamiento al cráneo, que decía con voz chillona: “estoy preparando venganza para quien me mató”.
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Dice Robert Louis Stevenson que visitar faros es visitar siglos pasados. En su libro Mi familia de ingenieros eso es precisamente lo que hace. Recupera, con la ayuda de cartas y diarios, la historia de su padre, Thomas Stevenson; de su abuelo, Robert Stevenson; y del padrastro de éste, Thomas Smith: ingenieros, inventores todos, pioneros en la creación de faros.
La costa escocesa es de mares en zozobra, cielos tormentosos, promontorios (“cumbres borrascosas”), páramos e islas. Corría el año de 1786 y en todo el litoral alumbraba un punto único: The Isle of May, con una torre de 1635 que encumbraba una fogata de carbón. En 1791 la fogata provocó un incendio en el cual murieron el guardafaros y sus cinco hijos. Sólo sobrevivió una niña a la que encontraron tres días después, transformada para siempre por haber visto el incendio reflejado en el mar.
The Isle of May era la única luz para aquella costa de náufragos y piratas: una sola luz insuficiente. Por eso en aquel año las autoridades decidieron construir cuatro faros más. La tarea necesitaba de ingenieros, que aún no se conocían con ese nombre, encargados de construir las torres, encender las luces, organizar, repensar y reclutar de la nada un nuevo oficio: el de farero. El abuelo Stevenson y su padrastro se unieron entonces a la Board of Northern Lights, para juntos iluminar ciertos puntos estratégicos de aquella costa.
El ingeniero como artista. Stevenson describe la profesión de su abuelo y de su padre como si hablara de poetas románticos. El ingeniero, como un Wordsworth o un Coleridge, proyecta sus obras de cara a la naturaleza. Su materia, sin embargo, no es el lenguaje sino la naturaleza misma. Para ello necesita el “ingenio” y la intuición que Stevenson llama “el sentimiento de las leyes físicas y de la escala de la naturaleza”. Sus sentidos deben captar hasta el más mínimo detalle. Para poder deducir, por ejemplo, la magnitud de las olas, el ingeniero debe considerar la inclinación del suelo, la configuración de la costa, la profundidad del agua en la playa y la clase de hierbas y caracoles del lugar. Su observación y su instinto contrarrestaban la falta de herramientas, que llegarían con la revolución industrial. Dice Stevenson que muchas veces observó a su padre contemplar las olas durante horas seguidas, contándolas, anotando cuándo retrocedían y cuándo rompían. Su tarea era prever lo imprevisible: cómo es que la torre o la presa desviaría la marea, exageraría las olas, contendría el agua de lluvia o atraería los rayos. Y todo esto a la intemperie, surcando mares inhóspitos y embravecidos o, ya en la costa, sin más que una casa de campaña para dormir.
La gente de los pueblos también era una amenaza. Supersticiosos, acostumbrados a que la guerra y la violencia vinieran del mar (por el mar llegaban los vikingos), creían que un hombre rescatado de las aguas sería la ruina de quien lo salvara. En una ocasión, a Thomas Smith lo confundieron con un picto (así se designaba a ciertas tribus escocesas que hablaban picto) y de no ser porque el abuelo Stevenson acudió a su rescate quizás hubiera sido linchado. El propio abuelo Stevenson se convirtió en sospechoso de espionaje cuando en un pueblo se le ocurrió preguntar por las condiciones de un faro: estuvieron a punto de ejecutarlo.
En 1814, sir Walter Scott realizó un viaje a Escocia con una comisión de inspectores de faros en la que se encontraba Robert Stevenson, a bordo de un buque faro llamado Pharos. Scott escribió un diario durante este viaje y ahí cuenta de Bessie Millie, una anciana que vivía en el pueblo de Stromness y que se ganaba la vida vendiéndole vientos favorables a los marineros. Nadie osaba embarcarse sin antes visitar a Bessie Millie, quien pedía en sus rezos que el viento acompañara el trayecto del marinero. Para llegar a su casa, que Scott describe como la morada del mismísimo dios de los vientos, había que transitar por una serie de caminos maltrechos y peligrosos. Bessie tenía cerca de cien años, estaba consumida y marchita como una momia, con un pañuelo atado al cuello, del color de su cuerpo cadavérico. Sus dos ojos azules brillaban de pronto con la luz de la locura. “Su nariz y su barbilla llegaban casi a tocarse y, en conjunto, lograban una expresión de malicia tal, que de pronto tenía el aspecto de Hécate”. (Hécate: la diosa griega de la noche y los fantasmas).
La familia del abuelo Stevenson estaba repleta de mujeres piadosas y niños moribundos, pero ni la pobreza ni la enfermedad menguaron su sed de conocimiento. Durante el invierno, cuando los viajes eran casi imposibles, se refugiaba en la Universidad de Edimburgo, la misma que por esos tiempos daba asilo tras sus gruesos muros de piedra a Charles Darwin y David Hume. El abuelo Stevenson estudiaba allí matemáticas, química, historia natural, agricultura, filosofía moral y lógica.
Fue el primero en construir un faro sobre una roca marina, lejos de la costa. Bell Rock se llamaba aquella enorme piedra oceánica que hizo naufragar a muchos y en la cual, se decía, merodeaba el espíritu de un pirata. Años después, el padre de Stevenson también contribuyó a la evolución de los faros, cuando transformó la lente de Fresnel, combinándola con metal y haciéndola más potente.
“Quizás es por herencia de la sangre”, dice Robert Louis Stevenson, “pero conozco muy poco que inspire tanto como esta locación del faro en un espacio designado de brezo y aire, por el que surcan las aves marinas”.
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No se puede pensar el faro sin el mar. Porque son uno, pero a la vez lo contrario.
El mar se expande hacia el horizonte, el faro apunta en dirección al cielo.
El mar es movimiento perpetuo; el faro es un vigía congelado.
El mar es voluble, “un campo de batalla de emociones”, lo llama Virginia Woolf. El faro es un señor estoico, inamovible.
El mar atrae desde la lejanía, detrás de las dunas, con su sonido. El faro llama con su luz entre la bruma y las mareas.
El mar es la primacía del líquido. El faro es la encarnación del sólido.
El mar, la mar, es femenina por antonomasia biológica y mitológica. El faro es masculino hasta por parecido fonético.
El mar es imperio de la naturaleza. El faro es el artificio que en su digna pequeñez se le opone.
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La palabra bitácora proviene del francés bitacle, una especie de armario fijado a la cubierta del barco, cerca del timón y de la aguja náutica, y que solía incluir un cuaderno donde los navegantes dejaban constancia de los sucesos y de la forma en la que se resolvían los contratiempos en sus viajes. Este cuaderno se guardaba en la bitácora, donde era protegido de las tormentas y otros desastres. Servía, al igual que la caja negra de los aviones, como libro de consulta ante las vicisitudes del viaje, para determinar responsabilidades y prevenir futuros errores. Con el tiempo, la noción de bitácora pasó a asociarse de manera casi exclusiva a la de cuaderno de bitácora.
Igual que la del navegante, la bitácora del faro está organizada cronológicamente y en ella el farero consigna la información técnica y climatológica, los desperfectos y las soluciones. Lo principal es anotar la hora del alumbrado para hacer constar que se encendió.
El abuelo Stevenson escribía un diario de viaje, aunque era más una relatoría de hechos que un compendio de narraciones y opiniones. Tenía, sin embargo, mucha más información personal de la que podría encontrarse en la bitácora de un farero. Su diario estaba escrito en papel rayado y tenía un índice, como si anticipara la consulta de su nieto o fuera consciente de la originalidad de su tarea y quisiera preservar a detalle su historia. Mucho en ese diario “es útil y curioso”, escribió el nieto, “mucho resulta ocioso y mucho sólo puede describirse como un intento por referir aquello que no puede ser puesto en palabras”. Cuando Stevenson hablaba de su trabajo, el niño se aburría: el hombre tardaba horas en explicarle a su hijo cómo medir, cómo saber, cómo prever, cuando en realidad se guiaba por el instinto más que por los instrumentos. Stevenson encontró en el diario de su abuelo, como dice, “la biografía completa de un ingeniero entusiasta”.
Lo ocioso, lo aburrido: la bitácora de un marinero, de un ingeniero, de un farero, es una lista monótona de observaciones y cifras. Pareciera como si todos los días fueran iguales, tormentas más, tormentas menos. Tan repetitivo como el movimiento de la luz del faro. En palabras de Menchu Gutiérrez: “El ritmo monocorde de la luz, de sus destellos y ocultaciones, aplaca la memoria y diluye como tinta en el vaso de la cabeza”. Anestesia en la memoria de los días de faro. Cuando el tiempo es indefinido, el calendario y el reloj se vuelven indispensables para evitar la parálisis. Por eso la bitácora, o el diario, es un referente constante, única herramienta contra el tedio: cada día menos una cruz más sobre el papel. A falta de un interlocutor, en el diario es posible construirse en el tiempo de la narración.
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Hace un par de años visité en el Guggenheim la exposición del escultor de luz James Turrell. La segunda pieza era una columna de luz blanca, una línea que brillaba sobre una pared igual de blanca. Todos los visitantes nos movíamos hacia ella. La luz, dice Turrell, ocupa un espacio, tiene masa y se percibe con la vista pero también con el tacto. Anne Carson dice que la luz no se observa ni se respira, es sólo una presión que se siente. La describe como estar en el mismo cuarto con un hombre al que amas. Ambos coinciden en esa sensación que oprime, que interactúa con la carne. Coincide también John Berger, que dice que la luz es ubicua y se siente, te pone una mano en la espalda y tú “no te vuelves, porque reconoces su tacto desde hace mucho, mucho tiempo”.
Los humanos absorben la luz por la piel, comen luz. Pero aun así persisten en atraparla. La luz podría encontrarse en la raíz de la codicia del oro, la fascinación por el cine y la fotografía. Así van los barcos a los faros, como insectos hacia un farol. Porque un farol, una antorcha, una bengala, una vela, un cerillo, son faros pequeños cuya luz también requiere, convoca y reúne.
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Hay experiencias que se viven en un presente retrospectivo, mientras se evoca su recuerdo, a sabiendas de que éste se recordará en el futuro. Llegar al faro de Yaquina Head, el que veía desde Newport, nos tomó veinte minutos en coche y diez minutos a pie desde el estacionamiento. Yaquina Head antes era llamado Foulweather Lighthouse (el faro del mal clima), y es una torre de 28 metros de altura, blanca y con la punta negra.
El faro va apareciendo entre las colinas cubiertas por colchas de retazos verdes, flores blancas y amarillas, y esos pastos que se mueven con el viento y que Virginia Woolf describe siempre a punto de huir a un país lunar desierto. Crece, se acerca, y mostraba primero la punta, luego su lente con panza de cobre, después la plataforma de observación, la torre, la puerta y la casa bajo el faro. Distante y austero describe Woolf a su faro. ¡Qué importante es la distancia!, dice luego. El faro es a lo lejos un fantasma, más un mito, un símbolo. De cerca es un hermoso edificio. Al estar dentro del faro, éste deja de serlo, porque el faro es dirección y nunca un punto de llegada. Incluso dentro, seguí moviéndome por las escaleras de caracol, por la espiral de fierro que me acercaba a la punta. Allí estaba el lente de Fresnel que llevaba la luz 31 kilómetros mar adentro.
En inglés, lighthouse es la casa de la luz, que, además de albergarla y protegerla, la transforma después en lenguaje. Su luz habla. Avisa de puntos peligrosos, bancos de arena, arrecifes y la cercanía de un puerto, dice además a qué distancia está y de qué faro se trata según su parpadeo. El faro de Yaquina Head parpadea dos segundos sí, dos segundos no, dos segundos sí, catorce segundos no. El faro que ve la señora Ramsay en To the Lighthouse brilla con dos destellos cortos seguidos de uno largo.
Fueron sólo unos minutos en el faro. Al salir nos detuvimos junto a un letrero anclado al suelo que decía: “Desde aquí se pueden ver ballenas”. Y no pasó ni un minuto cuando vimos dos (¿o eran tres, cuatro?) ballenas jorobadas. Gris sobre gris: las ballenas en las olas. Leí que nadie sabe bien a bien por qué saltan y deseo que nadie nunca lo averigüe.
Después bajamos a la playa. Una playa pequeña repleta de piedras negras perfectamente pulidas y trozos de algas verdes. Hay dos fotografías donde estoy sentada en una roca grande de la playa. No se me ve la cara. Estoy viendo hacia un horizonte que tampoco se distingue bien en la foto. Ahora me pregunto qué había ahí. ¿Había nubes, barcos, aves? Creo recordar unos pájaros negros caminando cerca de mí sobre las rocas.
Me acuerdo, eso sí, de voltear a ver el faro y sentirlo ya muy lejano. Como si nunca hubiera estado ahí. Porque incluso llegando a la punta, asomándose al balcón desde donde se domina el mar entero y el horizonte, ya ante la fuente de luz, una nunca llega al faro. Al igual que James, decepcionado porque el faro al que por fin arriba no es como el que imaginó en su infancia. El recuerdo nunca alcanza a la experiencia. El recuerdo de este viaje, mis palabras sobre el recuerdo, siempre serán insuficientes para lo que fue. To the Lighthouse tiene en la preposición del título la historia entera, que siempre se mueve hacia el faro, que ante todo es ideal, recuerdo, promesa: lo inaccesible. Lo que nos mueve.
Fragmento de Cuaderno de faros de Jazmina Barrera