The visions of a woman in motion
Are difficult to gauge.
Tom Robbins,
Even the Cowgirls Get the Blues
Respondí al anuncio del periódico a finales de febrero. Apenas dos meses en el nuevo año y ya sabía que con mi forzada dieta de semillas de girasol, pan de centeno y vegetales crudos no sobreviviría el invierno. Alguien había dejado los anuncios clasificados sobre el piso y, ahí, en pequeñísimas letras negras, mitad en español y mitad en inglés, estaba el nombre de mi futuro, o eso pensé cuando bajé a toda prisa las escaleras, abrí la puerta y me dirigí al teléfono público más cercano.
La secretaria me dio una cita para ese mismo día, a la una de la tarde. Y puntual, recién bañada, me presenté a las puertas de un edificio moderno, rodeado de cristales. No tuve que esperar ni un minuto, la dueña de la compañía tenía prisa y quería terminar pronto con la entrevista. Más de quince traductores habían pasado ya por su oficina y el asunto en general le estaba cansando.
–¿Es que nadie en San Antonio habla español como dios manda? –me preguntó en inglés mientras leía sin interés las hojas de mi currículum y yo me tropezaba con los tapetes mexicanos de la entrada.
–Sí, yo –le dije con convicción, pensando en las semillas de girasol que llevaba guardadas dentro de los bolsillos de mi chamarra, saladas todas como mi lengua o como mi suerte de la mañana.
Pensé que me preguntaría acerca de mi experiencia con cosméticos, porque ése era el nombre de su compañía: «Diamantina Beauty Products, Inc.», pero ella parecía interesada en la historia de mi vida. ¿Había, de verdad, nacido en México? ¿Había crecido hablando español y nada más que español durante mi infancia? ¿Sabía chistes, groserías, adivinanzas? Y cuando por toda respuesta le dije el trabalenguas del amor, para qué quiero que me quiera el que no quiero que me quiera si el que quiero que me quiera no me quiere como yo quiero que me quiera, la mujer sonrió satisfecha y me invitó a compartir la comida con ella.
Después de mi magra dieta de vegetales y agua, el olor a las alcachofas y el linguini, el sabor de los calamares y mejillones, casi me marearon. Estábamos a orillas del río, viendo pasar a través de los cristales el lento trotar de los turistas y los reflejos del sol sobre el lomo imperceptible del agua. Aún si no conseguía el trabajo, esta comida me resarcía de dos meses de hambruna vegetariana, y otros más de paseos nómadas y solitarios sobre la pasarela del río sin más de dos centavos en las bolsas.
Entre bocado y bocado, la mujer se entretuvo contando historias de la ciudad, y acuérdate del Álamo, querida y qué bonitos son los corridos mexicanos. Diamantina tenía el mismo rostro moreno y todas las buenas maneras de las damas enriquecidas que me habían mantenido con becas y préstamos escolares hasta el buen día en que recibí mi título y me encontré sin trabajo. Y, como ellas, Diamantina escondía sus apellidos latinos detrás del de su esposo americano.
–La costumbre, ya sabes, querido, y esto de andar en negocios donde los López Ramírez no suenan ni tantito como los Jameson o Smith –me explicó cuando finalmente me dijo su nombre completo: Diamantina Skvorc. Aunque las resonancias croatas y la falta de vocales no habían sido tan atractivas en los 80’s, todo había cambiado después de 1989. Querida.
Yo quería acabar mi comida antes de que empezara a hablar de sus cosméticos porque, definitivamente, en esa área no tenía la más mínima experiencia. Y Diamantina, tan delicada y amable, no mezclaba los negocios con sus gustos personales. Pero ya estábamos en la tarta de mañana y en los martinis dobles, y ella no hacía referencia alguna a polvos, coloretes o lápices labiales. En su lugar, empezó a hablar de novelas rosa y poesías cursis. De los nombres del cielo y el agua. En español.
–Todo es culpa de mi padre – mencionó cuando se dio cuenta de que su manera de hablar mi idioma me provocaba una discreta sonrisa–. Nunca quiso que aprendiéramos español para que creciéramos sin acentos y sin complejos, aquí en San Antonio, hace tantos años, querida. Cuando Diamantina levantó su copa para brindar por eso, yo hice lo mismo. El centro de la mesa se iluminó con sonidos de joyas y risas. Después, sin contratiempos y sin lógica alguna, preguntó:
–¿Te gustan los romances?
No supe a qué se refería exactamente per me descubrí pensando en un viaje en tren que había hecho desde Nueva Orleans hasta San Francisco el verano pasado. Y me descubrí pensando también en Babak Mohamed, el muchacho iraní que me acompañaba porque después de tres libros y otros tantos vasos de agua, Babak, que era moreno y de cabellos negros, casi parecía mexicano. O tal vez porque, después de una dosis inusual de silencio, el español de Babak, resultado de cursos universitarios que había tomado en Teherán, casi parecía el original. Tal vez sólo porque también iba a San Francisco.
–Sí, cómo no, claro que me gustan los romances –dije, convencida, después de un rato.
–¿Y estás dispuesta a mudarte? –preguntó a su vez Diamantina, mordisqueando la aceituna de su tercer martini, mirándome de lado y con media sonrisa–. De inmediato. A Nueva York.
Imaginé la ciudad en invierno y la imagen me disgustó. Pronto, sin embargo, volví a acordarme de mis semillas de girasol.
–Sí –dije, sin asomo de duda en la voz–, aquí no hay nada que me ate.
Había llegado a San Antonio creyendo que sería para siempre, que conseguiría trabajo y viviría en uno de esos barrios llenos de colores, pero en su lugar había acabado desempleada, ocupando un ático en una comuna de exhippies cuya única misión sobre la tierra consistía en luchar por la legalización de la marihuana. Aunque Babak y yo estábamos de acuerdo con su cruzada, no nos quedamos en la comuna por idealismo ni solidaridad, sino porque los exhippies albergaba a trotamundos tercermundistas sin cobrarles la renta.
–Hace poco murió mi abuela Diamantina –dijo la empresaria.
–Lo siento –la interrumpí sin fijarme en realidad, luchando por llamar la atención del mesero para que trajera otra ronda de martinis.
–Y me acabo de enterar de que dejó una herencia para mí, su nieta consentida.
Diamantina parecía gozar con mi desconcierto. No entendía por qué en lugar de hablar sobre mi posible trabajo me contaba cosas personales, por qué en lugar de firmar un contrato me embriagaba con licores exquisitos y acertijos sin control.
–Es una serie de cartas –continuó–. Nueve cartas de amor –guardó silencio, y observó las aguas del río creando expectación a su alrededor–. O eso parecen al menos. Yo no las entiendo, la letra es muy irregular y habla de cosas que no conozco. México. La familia. Secretos. Quiero que las traduzcas para mí. Todas las cartas. En nueve semanas. Después de eso eres libre de irte o de quedarte a trabajar en la compañía si lo prefieres.
Era eso.
Una carta por semana. Cuarto y comida incluidos en una zona céntrica de Manhattan. Y dinero suficiente para no tener que trabajar por otro año.
–De acuerdo –le dije–. ¿Cuándo nos vamos?
Diamantina salía para Nueva York al día siguiente, pero yo tenía dos semanas para vender mis cosas, ¡mis cosas!, arreglar mis asuntos, ¡mis asuntos!, y despedirme de mis amigos, ay mis amigos. Mi boleto estaría listo de cualquier manera en tres días.
Despedirse fue muy fácil. Los ex-hippies organizaron una fiesta el fin de semana y, cuando llegó el momento de decir adiós, todos se encontraban en las tierras más lejanas de su imaginación. Babak, por su parte, salió a correr más temprano de lo acostumbrado para evitar una escena. Yo le dejé una nota cerca de su bolsa de dormir, Nos vemos, Babak, y aunque traté de escribir algunas palabras amables en fahrsi, pronto me rendí ante mi ignorancia y mi prisa. Antes de dejar a la comuna para siempre sólo escudriñé los bolsillos de mi abrigo con mucho cuidado y tiré al aire de San Antonio todos los residuos de mis semillas de girasol.
Llegué a La Guardia una tarde nublada de marzo con mi mochila de explorador como único equipaje. Debido a que nadie me estaba esperando y a que no traía dinero para el taxi, tomé el autobús. Todavía había minucias de nieve sobre las calles y mi abrigo, que calentaba en Texas, nada podía contra el aire gélido de Nueva York. Cuando cruzamos los puentes, el radio anunció el terrible accidente que acababa de ocurrir en el aeropuerto. Todavía no se sabía el número de muertos.
Temblorosa pero inevitablemente pobre caminé bajo la lluvia hasta encontrar el penthouse de siete recámaras donde vivía Diamantina Skvork. Ella personalmente abrió la puerta y de inmediato mandó a la servidumbre a traer toallas y secadoras eléctricas.
–Pero, muchacha –dijo con fingida alarma–, para eso hay teléfonos. Te pude haber mandado a mi chofer. Estos mexicanos –una carcajada interrumpió sus pensamientos mientras Trang, la recamarera vietnamita, hacía esfuerzos sobrehumanos para secarme el cabello.
–Por cierto, te vendría bien un corte, querida –dijo la empresaria mientras viraba hacia el televisor en cuyo centro, para mi sorpresa, se encontraba su cara morena, perfectamente maquillada, junto al rostro pálido de un aspirante a puesto público.
Tanto demócratas como republicanos la llamaban de cuando en cuando para que endosara las candidaturas de unos o de otros y ella, pensando en la propaganda para su negocio, lo hacía dependiendo de los riesgos y las ganancias. Así, desde la virtualidad del televisor, escuché su historia por primera vez: la historia de la niña de barrio pobre en San Antonio que se convirtió, por obra del destino y con el favor de Dios, en la ejecutiva de una empresa próspera. La historia de la joven que supo encontrar el encanto agreste de Bob Skvork, ese inmigrante yugoslavo que había huido de las fábricas de Detroit para convertirse en un marido poco menos que ejemplar, aunque plácido. La historia de una empresaria dedicada a enaltecer la belleza natural de las mujeres hispanas que ahora, gracias a su buena suerte y algunos contactos familiares, planeaba abrir nuevos horizontes con la demanda creada por las europeas venidas del este.
–Todas son muy bellas, muy bellas mujeres –insistió varias veces, más para convencerse a sí misma que al público en cuestión.
Mientras Diamantina se observaba con detenimiento en el televisor, disfrutándose sinceramente, me di cuenta de que nada en su departamento de amplios ventanales parecía tener un toque personal. Había estatuillas de jade y pinturas del siglo XIX, muebles antiguos y alfombras persas, espejos biselados y cortinajes de seda que, en lugar de hacer el lugar acogedor, le daban la apariencia de museo. Diamantina, embebida en sí misma, no parecía cuidar demasiado su entorno.
–Lo que tiene que hacer uno a veces, querida –mencionó, más con socarronería que con remordimiento, cuando la entrevista terminó.
Entonces apagó el televisor y, antes de irse a dormir, me guio hasta mi recámara y colocó sobre el majestuoso escritorio de caoba la caja de madera que contenía las famosas cartas de la abuela.
–Nueve semanas, querida, eso es lo único que tienes –aseveró con un tono dulzón en la voz justo después de darme las buenas noches.
Sin más qué hacer, me tiré sobre la cama y, entonces, me di cuenta de que había un espejo en el techo. El hallazgo me llenó de melancolía.
Esa misma noche leí todas las cartas. Eran cortas y tristes, de esas cosas que se escriben con el alma en un hilo, a escondidas de uno mismo, bajo la luz de una vela. Tan íntimas que daba pena verlas. Sí, Diamantina Skvorc tenía razón, las cartas de su abuela eran de amor, un amor desesperado y sin embargo silencioso, tenue como el olor de los jazmines trasminándose debajo de las puertas, constante, imperecedero. Un amor valiente, dispuesto a cruzar todas las barreras, dispuesto a morir, a renacer, y después, a morir otra vez. Un amor de nubes y agua, a la orilla de drenes florecidos, creciendo poco a poco como las plantas y los animales, sin destino, pero vivos, aferrados de todas maneras al aire y a la luz, a las lunas de abril y al frescor de las cosechas mexicanas. Leyéndolas una tras otra a toda prisa llegué a pensar que, tal vez, Pessoa había estado equivocado: las cartas de amor no eran ridículas.
Esa, mi primera noche en el departamento de Manhattan, lloré por Diamantina, la abuela. Como antes, tras los cristales del tren de camino a San Francisco, había llorad por algo que se ve en el mismo momento de su desaparición. Sin embargo, lloré por algo totalmente distinto. La abuela de Diamantina dejaba correr la tinta violeta como se deja volar un papalote. Las palabras estaban ahí, unidas una a la otra, y a la vez todas despavoridas, como bandadas de pájaros bajo la tormenta. Amor, carne de mi carne, amor de mí, sangre de mi sangre, amor. Una y otra vez, como si nunca se cansara, como si nunca pensara que pudiera llegar a cansarse, la abuela repetía la palabra amor como una letanía. Fuerte como un árbol, inalterable como una raíz y, como la tierra, oscuro, húmedo, listo para dar frutos, su amor era todos los nombres. Este no era un romance con pasiones sentimentales y finales felices. Esta era solamente una voz, una voz solitaria, cantándose a sí misma una canción de cuna. Ay, Diamantina, tan tonta, tan enamorada, tan inútil. Con tus manos finas de no hacer nada, con tus ojos de ver sólo a un hombre. Amor, carne de mi carne, amor de mí. Diamantina, ¿cuándo empezaste a escribir cartas?
A la mañana siguiente me senté ante la computadora. Pensaba traducir la primera misiva para después salir a pasear por la ciudad nublada, pero la otra Diamantina habló antes del mediodía y me pidió que no hiciera planes.
–Hoy se lleva a cabo un festival yugoslavo, bueno, croata, y necesito tu compañía, querida –me avisó sin mucho preámbulo.
Antes de colgar también me informó que había concertado una cita para mí en uno de sus salones de belleza, para que «cambiara de imagen». Sin más, como empujada por mecanismo automáticos, Trang me condujo por pasillos estrechos y escaleras de caracol hasta llegar al estacionamiento subterráneo donde me esperaba un Mercedes Benz color durazno. Dentro de él, medio adormilado detrás del volante, ya se encontraba el chofer salvadoreño que me conduciría hasta el lugar de mi cita, con una sonrisa impaciente dentro de cada ojo minúsculo. El gris deslucido que cubría Nueva York del otro lado de la ventanilla me hizo pensar en Diamantina casi con aprecio. Dentro de la atmósfera tibia del auto, acurrucada en el asiento trasero, sentí por primera vez la mano de la buena suerte tocando mi frente.
En el salón de belleza me trataron con rapidez y esmero. Una muchacha de Eritrea que insistía en referirse a mí como «la sobrina», se encargó de transformar el calor, textura y forma de mi cabello. Otra, me hizo la manicure y pedicure en total silencio. Una más, de falso acento francés, me maquilló en tonos claros y por demás invisibles. Finalmente, la administradora del lugar me condujo hasta un gran vestíbulo donde ella misma escogió la ropa para la ocasión –un vestido de seda de un color rojo muy cálido, cuyas líneas sencillísimas acentuaban la fragilidad de mi esqueleto. Cuando por fin logré verme de cuerpo entero frente a un espejo no pude decir nada pero lo primero que me llegó a la mente fueron las famosas palabras de Rimbaud: «J’est autre». En efecto, sin exageración, yo era otra. Mi cabello corto de novedosos tonos cobrizos me hacía lucir años más joven, mientras que el maquillaje aplicado con delicadeza dejaba ecos de elegancia en el aire. Los toques finales, por los cuales se reconocería que no era una aficionada sino una profesional, fueron el solitario pendiente de rubí que realzaba mi cuello y el aroma ligerísimo de Bulgari que le daba a todo el cuadro un cierto halo de mera casualidad.
–Pero si eres otra –exclamó la muchacha de Eritrea con sincera admiración cuando estuvo a punto de chocar conmigo sin atinar a reconocerme–. A Diamantina le va a gustar –añadió.
Y sí, tuvo razón, a Diamantina le gustó. Cuando abrí la puerta del bar donde se llevaba a cabo el festival croata, la empresaria corrió a encontrarme con visible satisfacción en el rostro.
–Lo sabía –dijo–, no hay nada que un buen cosmético no pueda cambiar.
Yo la miré pensando lo mismo. Diamantina lucía estupenda. El cabello salpicado de rayitos plateados y el maquillaje discreto le daban una dignidad sin nombre, mientras que los diamantes que colgaban de su cuello hablaban por sí mismos, a destellos, de su poder. Su mirada, sin embargo, era más fuerte que todo el conjunto. Directos, sin refugio, sus ojos se posaban sobre los objetos con el peso de su voluntad, combando todo a su paso. Era obvio que Diamantina conocía la competencia, pero no la derrota. Con esa misma actitud triunfante, la empresaria me presentó entre los comensales como su sobrina.
–Su español es perfecto –decía como nota introductoria a quien la quisiera escuchar.
La mujer que, sin consultarme, me había hecho parte de su familia, no sabía nada más de mí en realidad, pero eso no parecía molestarla. Luego de un rato se olvidó de mí y continuó hablando con distintos grupos de negociantes croatas, sin duda tratando de «hacer contactos». Su nueva línea de cosméticos para las recién llegadas de Europa del Este tenía que ser uno más de sus éxitos. Sin dejar de observarla desde lejos, con una especie de asombro y reprobación confundidos, yo me entretuve probando galletas con salmón y bebiendo manhattans en la barra del lugar. Cada trago me hacía recordar que me encontraba, a pesar de mi incesante incredulidad, en el mismo centro de Manhattan; cada cereza me traía la dulzura de la seguridad.
–A ti te quería conocer, prima del alma –dijo una voz un poco ebria sobre mi hombro derecho.
Cuando me volví, me sorprendió encontrar una versión masculina del rostro de Diamantina. Era su hijo. José María Skvork. Su único hijo. Su mata de cabello negro contrastaba con los enigmáticos ojos grises que escondía detrás de unos quevedianos de oro. Su boca de labios generosos, en cambio, embonaba a la perfección con sus manos hedonistas, manos de placer, acostumbradas a no hacer nada.
–Mira nada más, manejar desde Boston para darle una sorpresa a mi madre y, alas, el sorprendido soy yo –mencionó mientras acomodaba un banco para sentarse a mi lado.
Aunque físicamente parecido a su madre, los gestos menudos y modales tímidos de José María lo diferenciaban de ella. El muchacho carecía de la firmeza y el poder de su madre. Sus ojos miraban con una delicadeza del todo ajena al mundo de Diamantina.
–¿Así que tu español es perfecto? –dijo mientras ordenaba un Martini.
–Eso dice tu madre.
–¿Y ella qué sabe de eso? –preguntó con un incrédulo sarcasmo en la voz.
–Muy poco en realidad –dije, sonriéndole.
Él hizo lo mismo antes de brindar conmigo. El ruido del lugar nos ahorró la incomodidad de un silencio largo, lleno de indiferencia y nerviosismo. Tal como su madre, José María pronto se olvidó de su prima del alma y entabló conversación con la muchacha de al lado, una pelirroja de acento británico que había asistido al festival siguiendo las órdenes de su abuela y su propio afán de estar en contacto con sus propias «raíces». Después de un rápido intercambio de información básica y un par de besos tibios, ambos salieron del brazo sin sus raíces en mente, pero en franca actitud de romance.
–De seguro piensan que encontraron el amor –la voz le pertenecía a un hombre de largos cabellos rubios, nariz afilada y hondos ojos azules que seguramente había bebido algunas cervezas de más.
Aunque lo observé con suspicacia, él no se inmutó.
–Todo es resultado de esta maldita alienación –continuó-, se conocen aquí, se desconocen allá. Todo empieza, todo acaba y nada pasa en realidad.
Había sed en su voz, ansias de permanencia, nostalgia de algo real. Algo pasado de moda. Oyendo su soliloquio enardecido no tuve otra alternativa más que volver a pensar en Diamantina, la abuela. Si ella hubiera podido atravesar el tiempo y asistir al festival croata, seguramente se habría sentado a su lado. Ella habría guardado silencio para oírse a sí misma en la voz masculina sin distracción alguna.
–Escúchalo bien, querida –me susurró la mujer marchita desde su lejano aposento.
Y yo lo hice. El hombre en contra de la alienación se llamaba Federico Hoffmann y, tal como lo imaginaba, pertenecía a una organización socialista. Era un hombre frágil, de ideales desmedidos y bolsillos magros; un hombre de esqueleto intacto y palabras anchas, como paracaídas; un hombre de padre alemán y madre croata que vivía en Brooklyn y trabajaba de electricista; un hombre cuya lista de lecturas pronto hacía pensar en otro tiempo, en otro lugar, algo tan pasado de moda como Viena a inicios del siglo o como el Paraíso mismo. Con sus ademanes lentos y su mirada de atravesar miradas, Hoffmann me recordaba al preceptor Alemán que Louise M. Alcott tuvo que inventar para que Josephine March no se quedara sola en algún lugar frío del noreste. Presos del asombro y con la velocidad que da a veces el gusto, Federico me puso al tanto de su vida con el detalle del puntillista, con la paciencia del anticuario y con el candor del hombre de mediana edad a punto de caer enamorado después de tomar algunas cervezas de más en un festival croata. Yo, a mi manera, hice lo mismo. Rápidamente, con los brochazos agrestes del expresionista, con la ansiedad del ladrón que dobla la esquina a toda prisa y con el nerviosismo de mujer con nuevo color de pelo, le conté cosas de mi vida, editando o puliendo sin demasiado rigor años completos, episodios fundamentales. J’est autre.
–Necesito aire –dije, interrumpiendo mi relato casi desde el inicio, huyendo de la ligereza de mi propia historia.
Mientras nos poníamos los abrigos y las bufandas y, entre sonrisas nerviosas, nos preparábamos para entrar en el regazo frío de marzo, busqué otras palabras, otras letras, otros vocablos para poder llegar hasta la humanidad de Federico Hoffmann. Pero no encontré nada. Por un momento, una ráfaga de color blanco me nubló la vista y el terror me invadió. Un segundo después, justo cuando el aire gélido nos recibió con los brazos abiertos sobre la calle, oí su lenguaje, tu lenguaje, abuela Diamantina, y todo cambió. Entonces, prescindimos de las palabras y disfrutamos el paseo de noche. Primero caminamos sin rumbo y, después, nos detuvimos en un McDonalds para tomar un café deslucido entre vagabundos, desempleados y tibias mujeres insomnes. Más tarde, tomamos un taxi que me dejó cerca del penthouse de Diamantina. El momento de la despedida nos llenó de silencio. Ya sobre la banqueta miré hacia la ventanilla del auto y, detrás del vaho de su propia respiración, el rostro de Federico Hoffman anticipaba verbos en futuro perfecto.
Al día siguiente traduje todas las cartas de la abuela Diamantina. Trece horas ahí, enfrente de la pantalla, buscando las palabras exactas para decir mi más querido amor, te extraño con toda mi alma. Trang se entretuvo trayéndome platos de fruta en la mañana y martinis frescos en la tarde mientras yo lloraba en silencio. Ay Diamantina, cómo le haces para que el amor siga creciendo, para que se conserve intacto a pesar del tiempo, a pesar de la falta de respuesta, a pesar de todas, todas estas noches en vela, soñando con los ojos abiertos, esperando con tanta paciencia. Dime, Diamantina querida, cómo se le hace para ir queriendo, para quedarse en un lugar, para acoplarse a las cosas y no dejarse llevar. Cómo, Diamantina, para escribir cartas que nunca se van a enviar y para seguir haciéndolo a pesar de saberlo.
Encontré a Federico días más tarde, en un bar donde tanto él como sus amigos socialistas hacían planes para una jornada de solidaridad con Puerto Rico. Apenas unos minutos después de las presentaciones, con una familiaridad inédita, los socialistas me invitaron a participar en sus mítines semanales, a los que después acudí con un fervor casi religioso. Pero esa noche, cuando me preguntaron acerca de mi trabajo, me dio una pena enorme decirles que traducía cartas de amor para una cosmetóloga capitalista en un penthouse ubicado en el corazón de Manhattan. En su lugar, inventé que cuidaba niños para una matrona irregular de nombre Diamantina Skvork. Así, en medio del desconcierto que me provocó mi propia mentira, acepté la oferta de convertirme en obrera, de ocho a cuatro, en la imprenta de la organización. Y, sí, con badana roja en la cabeza, un abrigo azul de la ex marina soviética y mi par de duras botas de trabajo, estuve ahí puntual, todos los días, de ocho a cuatro.
Los socialistas poseían un edificio enorme a las orillas del río; un edificio que parecía más una oficina ultramoderna que las buhardillas oscuras con las cuales los asociaba.
–Al fin y al cabo esto es Nueva York –me dije mientras observaba el mural de héroes radicales que decoraba una de las paredes laterales del inmueble.
Federico también trabajaba ahí, de electricista, por las mañanas, tratando de remodelar los últimos pisos, y de periodista radical por las tardes, frente a las pantallas verdosas y ordenadas de las computadoras. Fue fácil recibir mi primer ascenso, de la imprenta a las oficinas, para traducir panfletos. Y también fue fácil conocerlo, tomar té de menta después de las jornadas de trabajo, ir en metro hasta Brooklyn y pasar las noches en su minúsculo departamento.
–La alienación también tiene su belleza –mencioné antes de cruzar el umbral de su puerta e internarme en su mundo austero, su mundo sin revés, su mundo de otro siglo.
Distraídos por la velocidad del encuentro, ni él ni yo entendimos lo que una voz lejana pronunció con ayuda de mis labios. En lugar de poner atención, seguimos disfrutando la bienvenida, el inicio.
Fue tan fácil, tan sencillo, querida Diamantina: de la misma manera que me enamoré de tus cartas, así caí dentro del amor de Federico Hoffmann, dentro de sus ojos azules de agua clara, dentro de su cabello dorado. Dentro de sus palabras. Y, Diamantina, lo siento, pero para acercarme yo no tenía más que tus palabras, no tenía más que a ti. Como si tu historia de alguna manera se estuviera absolviendo poco a poco con mi historia, como si tus deseos y tus sueños hubieran esperado estos años, todos estos años, y estos países, todos estos países encrucijadas, para poder aflorar finalmente, ciertos pesados, cantarines en medio de la nieve. Porque sí, fue ahí, en la calle y bajo la última nieve de marzo que Federico se detuvo frente a la iglesia de San Patricio y yo empecé a desgajar este rosario de vocablos, mi amor, carne de mi carne, los copos de nieve cayendo sobre su abrigo, sangre de mi sangre, deshaciéndose sobre sus mejillas blancas, amor mío, entretejiéndose con los besos y los abrazos y las ganas de que esto nunca acabara. Después, corrimos juntos hasta el parque, nos revolcamos sobre la nieve y vimos zarpar con toda su lentitud a los ferries.
–Por ahí llegó mi familia –dijo señalando la isla de San Ellis–, hace muchos años.
Federico y yo éramos solamente dos inmigrantes juntos, pronunciando palabras de amor en nuestro segundo lenguaje.
Miento. En realidad era tuyo, Diamantina, todo ese lenguaje era sólo tuyo. Producto de tus noches en vela, de tu amor sosegado y despavorido, de tu tinta violeta, de tus rezos, protégelo Virgen de los Remedios, bendice esta memoria Virgen de Guadalupe, otórgame este amor, Sagrado Corazón mío. Invocaciones, demandas, apariciones, milagros, Diamantina. Sólo milagros, repentinos como un rayo en tardes sin lluvia y sin viento, bondadosos como el campo, como la hierba que se mece desnuda al compás del aire, amplios como el mar inmaculado donde viajan todos juntos, todos solos, los sueños.
Tus cartas también cambiaron mis ojos, Diamantina. Con todas ellas en mente, empecé a acechar su cuerpo. Lo esperaba desde un punto lejano como tú lo hacías, sólo para tener el placer de rescatar sus formas de entre el marasmo del mundo. Poco a poco, aparecía un brazo, una rodilla, su par de zapatos viejos, las puntas casi blancas de su cabello. ¡Qué placer Diamantina! La respiración me crecía lenta, empañaba los cristales de los cafés donde lo aguardaba deletreando las sílabas de su nombre, tus nombres, todos los míos. Y, después, amarrada a sus sábanas como un nudo, tendida a sus orillas como el agua de ciertos mares, cubriéndole los tobillos con la sal de todas mis nostalgias, el placer llegaba dócil y feliz, como un amigo de la infancia o un perro muy doméstico.
Y, sí, Diamantina, Federico también se fue enamorando. A toda prisa, justo como la mítica bola de nieve que baja a toda velocidad por la ladera, Federico se volvió voraz. Avasallador. Deseaba a veces como los niños, sin reparo y sin consideración. Quería todo, especialmente lo imposible, como todos los enamorados, pero de entre todas las cosas él prefería sobre todo a las palabras. Háblame, me pedía, como si de mi boca se desprendiera un abracadabra perfecto. Cuéntame más. Y yo lo hacía. Así, Diamantina, Federico se fue enamorando a toda prisa, loco, desprevenido, a través del tiempo, de ti.
Y por eso, por ti, querida Diamantina, Federico se presentó una mañana muy temprano a la puerta de esa casa en Manhattan donde se supone que cuidaba niños o hacía el aseo, ya no me acuerdo, y con todas las palabras en un español correcto, me dijo que ese día de abril, antes de la diez, sin otro aviso, tenía que casarse conmigo. Y por ti, por tus palabras violeta, por tu encanto que cruzaba años y lenguajes y ciudades, me lavé la cara, me puse el abrigo, y corrí de su mano directamente a la oficina impersonal donde me convertí legalmente en su esposa. Una mañana de abril, antes de las diez, como el destino en español lo había dicho.
Justo al final de la octava semana, Diamantina Skvork me llamó a su oficina para enterarse del contenido de las cartas de su abuela. Antes de leer las traducciones, me pidió que le diera una sucinta descripción de los hechos.
–Las prisas, ya sabes, querida –dijo mientras revisaba su agenda.
La historia era ésta:
La abuela Diamantina, a la edad de 17 años, se había enamorado perdidamente de Pedro González Martínez, un hombre que trabajaba en el campo y, por toda seña, tenía un caballo. Después de varias citas a escondidas, Diamantina le había abierto su corazón y el cuerpo entero al amparo de la sombra oscura de un mezquite. Consciente de su posición y, tal vez, también consciente de su amor, Pedro había cruzado la frontera con la esperanza de labrarse un porvenir y con la promesa de regresar en cuanto pudiera. Por todo recuerdo le dejó a Diamantina una imagen de la Virgen de los Remedios, con un corazón mal dibujado en la parte posterior y sus dos nombres encerrados, juntos. Así: Diamantina y Pedro.
–Las cartas son el testimonio de la espera de su abuela –dije–, y testimonio también de su amor inquebrantable.
No debería haberme sorprendido, pero las lágrimas silenciosas de Diamantina Skvork me sorprendieron el alma. Entonces, ¿también esta historia tenía un final infeliz? Tan entretenida andaba entre el amor de la abuela y el amor de Federico que nunca, ni por un momento, en mis gloriosas ocho semanas en Nueva York, me detuve a preguntarme por el final de esta historia. ¿Qué había pasado fuera de estas cartas? ¿Había un más allá al final de todas las palabras? Me quedé callada, esperé todo el tiempo necesario para que la empresaria se limpiara los ojos y ensayara la sonrisa de siempre, la que yo le conocía. Pero ella sólo se limpió los ojos.
–Mi abuela –dijo–, mi querida abuela. Ella también dejó Coahuila por San Antonio –me informó con una voz mansa, una voz desconocida–, venía para casarse, pero no con Pedro González Marínez, sino con Ignacio López Castro, un licenciado de la región.
Después guardó silencio y se asomó por los ventanales, como si del otro lado se encontrara el Paraíso. Yo me acurruqué dentro de la silla de piel, como si acabara de ser herida y la observé, igual que si fuera una aparición. Vaya, vaya, me dije, todo sea por la sarta de amores inquebrantables. Demasiados romances.
–Y qué –atiné a preguntar después, mucho después–, ¿al menos vivieron felices para siempre?
Dijo que no. Como si fuera la gran noticia. Después de tener a su única hija, la abuela Diamantina se convirtió en una de las primeras mujeres divorciadas de Texas. Ella demandó a Ignacio López Castro por malos tratos y adulterio, pero cuando el divorcio le fue negado, alegó entonces que se demandaba a sí misma por las mismas causas. Como prueba ofreció estas cartas. Así obtuvo su libertad y se quedó como quería, sin casarse y sola. En San Antonio de Béxar, Texas.
–Pero anda –me conminó la empresaria–, lee esas cartas en voz alta para que escuche las palabras de la abuela.
Lo hice. Las palabras sonaban huecas, es cierto, pero conservaban el mismo ritmo, el mismo fervor, la misma arrebatada sensualidad. Una vez fuera de mi boca, las palabras caían redondas y amplias sobre las madejas de aire y se balanceaban con la cadencia de las caderas femeninas. ¡A qué la abuela Diamantina! Lluvia de diamantes, parvada de papelitos brillosos. Tan seductora y tan mentirosa. Tan cambiando de rumbo conforme a su cambio de planes. Sin casarse y sola, como ella quería, toda la libertad para ella solita en San Antonio Texas. La imaginé haciendo visitas a deshoras, caminando en las calles como Pedro por su casa, ay pobre Pedro, cosechando amigas para el chisme y amantes para la noche. Sin nadie que la parara. De una persona a otra, sin ningún lazo de sangre, flotando ligera de aquí a allá, sin respetar fronteras. Oyendo historias en la iglesia, historias en la calle, historias en el salón de belleza del que se convirtió en dueña. Ay, Federico, la voz tenía razón: la alienación tiene su belleza. Y la belleza tiene la misma consistencia del aire. Todo aquí, desvelado al momento, sin profundidades oscuras o infiernos ancestrales. La apariencia como un rostro que muestra el rostro: no busques más, no hay nada detrás. Sólo esto, la libertad incauta de una mochila de explorador y un salario con el que podré seguir viajando por el resto del año.
En mi último día en Nueva York me levanté temprano. Todavía no salía el sol cuando, pluma en mano, me preparé para redactar una carta dirigida a Federico Hoffmann, mi esposo. J’est autre. No pude. Bajo la lámpara encendida, mis manos dejaban sombras asimétricas sobre la fina caoba del escritorio. Las sombras me distrajeron y algo dentro de mi cabeza me obligó a incorporarme. A través del ventanal, la ciudad parecía un cachorro ovillado sobre sí mismo. Dormía en paz. Fui a la cocina a prepararme un café y ahí la familiaridad de mi viejo rostro me sorprendió sobre la superficie brillante de la estufa. Tenía la piel seca y ojeras profundas alrededor de los ojos. El corte de pelo que me había hecho parecer sofisticada en una reunión croata se había desvanecido con el paso del tiempo y, emergiendo entre los tirantes de unos overoles descoloridos, mi cabeza viraba de un lado para otro como si esperara algo más. Conocía esa actitud, es cierto: era la ansiedad de quien entra en movimiento. Entonces salí del departamento y me dirigí a toda velocidad hacia el edificio de los compañeros socialistas. Pedí un pedazo de papel, una pluma y un sobre, sin poder contener la respiración. Escribí el nombre de Federico y, aunque lo pensé por largo rato, las palabras no llegaron. No había explicación alguna. No había justificación. Entonces opté por colocar la nota en blanco dentro del sobre y, justo antes de darle la espalda a todo ello, me quité el anillo y también lo puse dentro. Todavía brillaba como si estuviera nuevo.