Sólo una idiota puede creer que siendo latinas se puede correr la suerte de algunas como Jennifer Lo. Por eso cierra la revista y alza la cara para ver la tele. La estación de autobuses es como cualquiera del mundo: locos, pordioseros, bandidos acechando cualquier momento para burlar al distraído, algún coyote que disimulado se sube con sus tres encargos, pasajeros urgidos que antes de subir empacan sandwiches y fritangas.
Elena por fin ha dejado el Eros, por fin, piensa, incrédula aún de que esté ahí, en la terminal, con un boleto marcándole la salida a la Tapo de México, veintiuna horas, asiento veintinueve. De una esquina donde se venden discos piratas, viene la Mariposa traicionera de Maná, la última vez la bailó con ganas porque sabía que estaba sólo a unos cuantos pasos de marcharse. Más de un año en el centro nocturno en una rutina agobiante de desvestirse, coger y emborracharse sin saber por qué. Más de un año apretándose los dientes para no deslumbrarse con créditos que la hicieran adquirir ropa o muebles, por una mensualidad chiquita cuyo precio era en realidad anclarse más a una ciudad en la que se quedó aun cuando Tapachula debía ser de paso.
Su destino era Juárez. Pero quedaba claro que bastante había sido acomodarse en Tapachula y no regresar a su pueblo donde por más turístico que pudiera ser, no acabaría siendo sino una putita más, sin aspiraciones ni glorias. Que la estancia en la frontera sirviera de algo, aunque en realidad no hubieran marcadas diferencias, salvo algunos modismos y formas de actuar. Aprendió, por ejemplo, a reconocer lo apocado de algunas mujeres, hablando quedito como si no les estuviera permitido expresarse, o usando ese ¿si me regala un cuartito de jamón? cuando lo compraban. También la altanería de otras, un poco por el temperamento costeño y su fama de cabronas. El trabajo en cualquier bar o burdel estaba garantizado. En ésta como en la otra frontera siempre las preferirían extranjeras. Mejor si pasaban de los veinte y si ante todo, más que pedir dinero o prenderse con amoríos tontos, no se andaban con rodeos y, con frialdad e indiferencia, se dedicaban a hacer su trabajo.
Elena se para a comprar una coca-cola de vainilla. Saca del monedero cambio pero también un dije de la buena suerte de Malú le regaló antes de despedirse. Mentira que la vaya a alcanzar. Ella no se atrevería. Ya la atrapó el jodido muro que impone la primera caseta migratoria mexicana con su ciudad pequeña que no tiene ni la mitad de lo que las otras ciudades fronterizas poseen.
Saca con su uña color rojo enfermizo, un trozo de chocolate atorado en la muela. Por algo es Leo. Según Cinthia, la bendita mujer con quien acudió desde hace un año para leerle las cartas, a las leonas les sobra obstinación. ¿Cómo es Juárez? Enorme. Como tus sueños, muñe, como tus esperanzas. De Juárez, tiene sólo una postal que Lina le envió, panorámica, ni grande ni pequeña, ¿cómo comparar si lo único que conoce es su pueblo y la ciudad de Tapachula?, y una frase de Lina diciéndole “es divertidísima”. Desde entonces es aficionada a Los Cadetes de Linares.
No más tragos en el Eros. Lleva casi una semana sin beber y hasta parece se está desintoxicando. Viajar a una vida nueva. Ríe. También esas son mentiras. Sabe que en cualquier lugar será como empezar de nuevo. Torcerse de nuevo. Ya qué. Ella no quiere cruzar al otro lado. Al menos no tan rápido. Tanto viaje para que en un ratito te deporten. Desea hacerlo a su modo, pian pianito, calculando aquí y allá para cuando llegue el momento.
Por todos los lados de la terminal escucha gritos y música proveniente de la calle. Es una desgraciada, sólo quiere su dinero, y el muy estúpido no se da cuenta. No sabe Elena si la señora de atrás habla del apuesto moreno con cara de imbécil de la televisión o si se trata de un caso real como para que le diga estúpido al hombre, con tanta cercanía y vehemencia. Escucha la voz nasal anunciar la próxima salida a la Ciudad de México.
Toma la maleta. Hace fila. Muestra su boleto sin que le tiemble el puño. Documenta el equipaje. No me van a bajar, se repite mentalmente hasta que por fin, se acomoda en el asiento veintinueve. Ventanilla. Enciende la luz. Saca su credencial de elector. Ésa sí la pagó al contado. Veintitrés años. De Tapachula. No necesita acordeones para repasar. Es como si haber vivido ahí le hubiera dado derechos, otro nombre. Es más, se lo merece. Ve pasar a dos hombres que por la traza pintan ser mojados. Por un segundo intercambian miradas. Sólo que ella no ve con miedo ni voltea hacia todos lados exhibiendo su torpeza. Se acomodan detrás de ella y eso la pone un poco nerviosa. Seguro vamos a parar en alguna caseta. Mierda. Por unos pagamos todos. Ni siquiera responde a la sonrisa que le lanzan, buscando tal vez su complicidad.
Hojea otra vez la revista. Nada le inspiran esas modelos insípidas y flacas. Prefiere a Salmita, la mexicana brillante que llegó. Por los muslos siente subir el temblor que despliega el motor del autobús en su arranque. No hay fanfarrias pero ella las oye. Alguien tiene que echarle porras, caray. Van dejando la ciudad o quizá la ciudad los deja a ellos, abandonados a la suerte de lo que diga la línea oscura de la carretera.
Ahora sí que va hacia el centro, luego al norte y de verdad, no lo cree. Han puesto una película gringa por la tv. En menos de la hora, el pasillo comienza a oler a tortas de huevo, zapatos, la humedad del aire acondicionado y esa mezcla rara de desinfectante y orines que se cuela por el retrete minúsculo al que se tiene que entrar cuando de plano no hay de otra. Así le pasó cuando viajaba de Santa Rita a Guatemala. Creyó que la vejiga iba a reventarse como los globos de agua que explotan a mitad de la calle en pleno carnaval. Se tomó una coca-cola de vainilla. Ojalá no le den ganas al rato.
Mira su reloj. Han pasado dos horas. Quién sabe dónde estarán ahora pero no debería preocuparse. Nada conoce de México salvo que se ensancha mientras más se sube. Y esta noche, la mitad del país apenas, es sólo una cortina negra que corre a su lado. Ni una gotita caliente sobre los ojos. A llorar al panteón.
Los oye hablar. A los paisanitos de atrás, claro, sí que se les nota. Quisiera pararse y decirles que mejor cierren la jeta. Siempre es un inconveniente lo del acento. Porque por lo demás, el mismo color, la estatura, el rostro de jodidez inconfundible. Esa cantante negra de Cosmopolitan tiene el pelo rubio y no le queda mal. Elena podría hacerse un cambio de estilo, que es sinónimo de ir hacia adelante, de estar en el lugar indicado. Lo primero que le pedirá a Lina es que le ayude a buscar un color de tinte. Vuelve a observar las expresiones sensuales de la cantante, pasa sus dedos por las páginas nacaradas de la revista. Sí, en algo se parecen: ambas tienen ambiciones, distintas, obviamente, pero al fin, ambiciones. A la cantante también debió costarle llegar a donde está.
Cuatro horas, apenas cuatro. No hay prisa, hay un lugar a dónde llegar, así decía siempre la Charis. Dos horas borrando las noches en el Eros, las borracheras que se ponía cuando a veces la vencía la desesperación porque los billetes iban apareciendo de a poco y Juárez estaba lejos todavía, como una mancha, como una sombra. Hay que tener confianza, muñe. Mira la mesa, puros arcanos mayores. Un viaje. Ya casi tienes ese viaje, dictaban los labios arrugados de Cinthia, pero Elena sólo iba y venía del Eros al puesto de brujería para comprar lociones y luego rociarlas en la cartera. Cinthia de mi vida, qué hubiera hecho sin ti.
Le ha dicho Lina que en los últimos años Juárez se ha transformado y está de la chingada: muertas, polvo, cantinas, pero sigue siendo divertidísima. Credencial de elector. Nombre y casi vida nueva. Lugar donde llegar sin pasar penas o pagándole a un coyote que luego la deje tirada a mitad del camino. En cuanto llegue, también le pedirá a Lina la lleve a algún sitio donde vendan la maravillosa loción azul cuya fragancia la acercará sin duda, al éxito.
Todo en esta vida es cuestión de medir bien, hacer cálculos. Antes de cerrar la cortinilla, alza la vista y busca la luna. Recuerda los brazos calientes de Tomás cercar su cuerpo mientras beben en la azotea. Su rostro común y corriente iluminarse por la amarillenta luz. Aquella noche y sus labios repitiendo maldita puta infeliz, cómo me gustas. La luna. Más vale sola que mal acompañada. Ser mexicana ya es un rango mejor al de ser salvadoreña. Duda que un día pueda vivir en alguna ciudad gabacha, prefiere ser realista, es ambiciosa, sí, pero también los sueños tienen sus retenes. Además, ni que vivir en una ciudad gringa hiciera la diferencia. Probablemente sí. Prefiere pensar en Juárez. Lo primero, quizá otra vez el teibol, pero por la mañana puede ser una fábrica, un restaurant, recamarera de un hotel.
La actriz de la tv toma sus maletas y sale de su casa. Es evidente que odia a su madre. La de la película. Ella, por cierto, nunca quiso con fervor a la suya. Siempre fue chantajista. Piensa en su madre, en sus hermanos vagotes y marihuanos, en el barrio. La noche es sólo una línea recta indescifrable hasta que el autobús baja la velocidad y se detiene. No es que no quiera a su madre, es simplemente que no siente esa afección hipócrita de las demás. Siente frío. Apenas comenzaba a dormirse cuando se da cuenta. El afocador corta la oscuridad del pasillo. Veintitrés años. De Tapachula. ¿Quiere saber cómo se llama el presidente municipal? ¿Cómo nos dicen a los tapachultecos? ¿La letra del himno nacional? Me ofende, de veras me ofendería oficial si se acerca y me pide una identificación.
El hombre se dirige hacia los de atrás. Tú, tú, tú también. Elena siente que el aire acondicionado del autobús empieza a ponerla nerviosa. Siempre le da nervios sentir frío de más. Tose con indiferencia. Los ve pasar. Uno de ellos le lanza una mirada suplicante, ella prefiere voltear hacia la ventana. ¿Por qué la miran? Con prisas no se llega a ningún lado, papitos. Hay que planear las cosas. ¿A poco creen que a los mexicanos les vamos a ver la cara de pendejos? Ella no tiene por qué sentir miedo. Para eso trabajó. Qué incómodo. Detenerse por las revisiones.
Elena bosteza. Por la ranura de la cortinilla observa a los cuatro hombres alineados y al oficial haciendo el interrogatorio de rutina.
Ve al oficial subir de nuevo, dirigirse a otro asiento.
No me pueden bajar. Casi soy mexicana.
El hombre señala a dos mujeres más y bajan. El sonsonete grave del motor le pone los nervios de punta. Parece que cada minuto aumenta el olor a sudores agrios. Ahora es a ella a quien le sudan los pies, siente mojadas las calcetas. Pasa las hojas nacaradas de la Cosmopolitan. Putas gringas.
Una voz chillona grita ¡a mí no me va a detener, oficial! ¡Pero qué se está creyendo! ¡No soy extranjera!, dice la mujer y se sienta otra vez, está enfurecida, ridículamente enfurecida: su acento la delata. Se hace un silencio dentro del autobús. El numerito no estaba en la escena. Señores, la noche está fresca, falta un buen tramo y todos queremos irnos, ¿verdad? Mire, no me esté presionando que no voy a bajar. Usted no sabe quién soy yo, señor, no sabe. De nuevo, señores pasajeros, disculpen las molestias ocasionadas pero esta señorita es extranjera, no trae papeles y no nos vamos a mover si no se baja.
Los murmullos crecen. El chofer apaga el motor. Sin aire acondicionado entra un ligero viento caliente. La del asiento doce se acerca, la mujer nerviosa e histérica insiste con la ese arrastrada en no ser extranjera. Oiga, no nos meta en problemas. Nos faltan diez horas de camino. Nosotros también queremos llegar. Pero ella sigue gritando que no va a bajarse y entonces Elena se levanta, se acerca también y pide le enseñe la credencial que trae. El oficial va hasta ellas. Demasiado tarde. Debería sentarse antes de que el hombre llegue. Tarde. El enorme reloj dorado del tipo brilla cuando pasa por sus ojos para alcanzar la credencial de la extranjera. Estúpida. Infeliz estúpida. Mujer que no es precavida es sólo remedo de hembra. La odia. Odia a todas las perras que dan su dinero comprando malas réplicas de credenciales de elector o actas de nacimiento. Se da cuenta de que ahí la estúpida es ella. Debería sentarse y no hablar. Cerrar los ojos y dejar que la mula esa se las arregle con el hombre. Darles la espalda y dirigirse a su asiento. Sólo a ella puede ocurrírsele semejante atrevimiento. Un segundo de imprudencia podría derrumbarlo todo. La voz del oficial es tensa. Algunos balbuceos aislados exigen a la mujer que se baje ya y no se resista.
Es falsa, oficial, la credencial es falsa, suelta por fin Elena, primero con miedo, después con la seguridad de que no ha hecho otra cosa mejor pues nadie podría dudar de ella. Ha dejado salir su voz con furia y agobio. Les da la espalda. El oficial jalonea a la mujer y entre forcejeos ambos descienden de la oscuridad del pasillo a la asfixiante noche. Ha quedado un lugar vacío. Elena podrá cambiarse de asiento. Estirar las piernas y dormirse con esa debilidad que trae en la piel. Se acomoda. Por la ventana observa a los tres hombres y dos mujeres, en fila, aguardan el interrogatorio. Le gustaría liarse a un oficial. Le atrae de ellos su altura. Ya no digamos su placa.
Trae mal cortado el pelo y está un poco pasada de peso pero eso ha sido también pura estrategia. Pero qué guatos, güevones, borregos tan pendejos, dice para sí, dejando escapar su palabrerío de barrio.
Siente paz. Unos se quedan, otros simplemente continúan. Este mundo es de los listos. Y también de los que traen buena estrella. Seguro ha pasado lo más difícil de la noche. Mueve la cabeza. No tendría por qué estar nerviosa. Ya casi es mexicana. Cuatro años más en México y no tendrá que moverse. Ella quiere ir a Juárez, nada más. Otra vez el traqueteo del motor subir, casi lamer sus piernas. El autobús coloca sus luces hacia delante cortando de tajo la noche, rajándola para que aparezca con el sol la vulgaridad de las cosas. A ver qué pasa mañana, piensa, mientras bosteza.