Madrid: Pre-Textos, 2025. 74 páginas.
Para quienes nacimos en los 80, mirar una década hacia atrás significaba el empeño de encontrar, en el mejor de los casos, a nuestros hermanos mayores. Y esos hermanos mayores, en términos literarios, eran aquellos poetas que nacieron en los 70 y que publicaron sus primeros libros a mediados de los 90. Nacer con una década de diferencia daba una doble ventaja: la relativa cercanía generacional para entablar conversaciones horizontales, y la de cierta lejanía, para detallar las diferencias que hicieran posible un contraste necesario y nutricio; también la posibilidad de discrepar y contradecir.
Siguiendo este razonamiento generacional, casi siempre que mirábamos hacia atrás aparecía Luis Enrique Belmonte (Caracas, 1971). Tomé conciencia de esto cuando, en 2011, el poeta Víctor Manuel Pinto y yo preparamos aquella antología de poetas jóvenes venezolanos para el número 153 de la revista POESÍA (Universidad de Carabobo), y que, precisamente, iniciaba con el poema “Laborterapia” de Belmonte. Si bien es cierto que en esa misma antología se encontraban otros poetas nacidos en los 70 (incluso uno de 1969), no sé por qué justamente Belmonte iniciaba la muestra. ¿Algún criterio estético sobreentendido? ¿Cierto tremendismo de los compiladores? Víctor Manuel tenía 29 años y yo 26. La edad puede pesar, pero no tanto: en 2015 Diosce Martínez y yo también lo incluimos en Tiempos grotescos (Revista Ritmo #28, UNAM), una antología de poetas venezolanos nacidos en los 70, 80 y 90. Lo que había visto en él en 2011 lo seguí notando en 2015, hasta reafirmarse en las lecturas subsiguientes, diez años después, en este 2025.
En la segunda mitad de los años 90, Belmonte ya había publicado tres libros y había recibido tres importantes galardones, entre ellos, el Premio Adonais de España (1998) por su libro Inútil registro. Lo que nos llamaba la atención en ese momento era su autonomía formal, su atrevimiento, su matiz irónico, dislocado y flexible. Es decir, sentíamos que Belmonte podía decir cualquier cosa y darle un rango estético. En esos libros leíamos varias voces con manifiesto acento oral, que empujaban hacia unos temas poco usuales entre nosotros. Se trataba de un tipo de riesgo que echaba mano de todo lo que pudiera citarse y encontrarse, sin importar el linaje lírico o la legitimación de algunos recursos. Parecía que todo, en él, era posible. Incluso ir a contracorriente del intimismo, el claroscuro de las metáforas y la intelectualización del verso. Allí también podía entrar el desparpajo, el desaseo y la enumeración de elementos fútiles o instrumentales. En ese tiempo, e incluso ahora, la poesía de Belmonte ha tenido ese raro espectro de los autores que ejercen distintas profesiones y aficiones, pero que se interesan por una literatura con otras jerarquías. Por eso al leer su más reciente poemario, Botadero (Pre-Textos, 2025), ratificamos que el autor sigue fiel a esos postulados que tempranamente vimos en su primer libro, Cuando me da por caracol (1997).
Si se mira la obra de Luis Enrique Belmonte desde el palco de la poesía hispanoamericana de principios del XXI, ya tenía presencia visible, por ejemplo (y siendo el único poeta venezolano), en El canon abierto. Última poesía en español (1970-1985), publicada en Visor (2015). Y cinco años antes, Gustavo Guerrero ya lo incluía en Cuerpo plural. Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea (Pre-Textos). Dentro de su país, es pasajero frecuente de casi todas las antologías de poesía venezolana. Belmonte es médico psiquiatra y violinista y actualmente está radicado en España; además de sus poemarios, cuenta con una novela, Salvar a los elefantes, publicada en 2006.
“Pensar en la palabra Botadero ya implica una declaración y una provocación: si desconociéramos la poética de Belmonte, miraríamos este título con prejuicio.”
Al leer cualquier poema de Belmonte, antes y durante la lectura de Botadero, detallamos la reinvención o el reciclaje de sus propios temas y la reincorporación de sus influencias; establece una realidad que no distingue entre lo alto y lo bajo, entre los temas de prestigio y los desprestigiados, entre lo legítimo y lo prescindible. En ese trance, nosotros, sus lectores, buscamos descifrar cómo fue escrito este libro y no necesariamente el resultado en sí mismo. Esto genera un inconveniente porque lo que se desea no es la degustación del poema escrito, sino “conocer” la posibilidad del poema, lo que no se ha escrito, lo que está en las potencialidades de la escritura de Belmonte. Es decir, deseamos saber algo que no está explícitamente en el libro sino en lo que quiso decir Belmonte al escribir el poema, y para ello tendríamos que ir a una instancia previa a la escritura de Botadero, es decir, a la posibilidad. Queremos obtener algo que no está en el libro o que sólo está parcialmente en el tejido intertextual. Belmonte va enlazando versos con retazos de títulos ajenos y reconocibles para un lector medianamente atento (“el sonido y la furia”, “el jardín de los senderos que se bifurcan”), incluso pasa por el canibalismo de sus propios títulos (“cuerpo bajo lámpara”, “compañero paciente”). Esto va de tomar títulos de libros hasta los vocablos de los intercambios verbales del día a día. Lo primero que notamos es una continuidad que unifica lo diverso, lo que, en apariencia, no se puede asociar.
Pensar en la palabra Botadero ya implica una declaración y una provocación: si desconociéramos la poética de Belmonte, miraríamos este título con prejuicio. Pero es precisamente allí donde se acumulan o se agrupan las constantes, los hilos ya conocidos. Si utilizamos la nomenclatura de antipoético, no estaríamos abarcando lo suficiente. Algunas veces, los prefijos no logran dar en el “blanco”; y en el caso del poeta, ese blanco puede tomar otros colores, puede mancharse (u oscurecerse) y proclamar esas manchas como legítimos invitados al poema:
Al salir del hospicio, antes del alba
caminas por un sendero
señalado con el color
de un cielo que balbucea
con qué gratitud teñido de magenta.
Entonces recuerdas
que tú también vienes
de promesas efímeras.
Más que botadero, encontramos un vertedero: verter en el poema los más contradictorios elementos y hacerlos funcionar. Al hablar de la poesía de Belmonte hay que hablar de una poesía residual. Los objetos, residuos, escombros, fragmentos, es decir, todo lo nombrado y enumerado por el poeta, pasan por un proceso de acumulación y de posterior ordenamiento; cuando el autor asedia un tema, por ejemplo, un “Kilómetro cero”, nos acerca a la forma de mirar que no es la forma que nos enseñan los manuales ni las guías: “El kilómetro cero no está / en ninguna parte; como la carta de El Loco, se regodea / en movimientos concéntricos, dejándonos la ilusión óptica / de un punto inmóvil”.
Botadero va a contracorriente de las demostraciones afectivas; de hecho, pareciera que el poeta tiene como finalidad esquivar cualquier alusión de los afectos. Este es un libro de emociones contenidas, tamizadas con una mordacidad que aparece sin altavoces.