Desde sus inicios, el ensayo se ha caracterizado por su enfática conversión de la subjetividad en tema de preocupación. “Al lector” de Michel de Montaigne fue claro, aunque desafiante, sobre el tema:
Lector, aquí tienes un libro honesto; te advierte desde el principio que, al idear lo mismo, no me he propuesto otra cosa que un fin doméstico y privado […]. Si yo hubiera vivido entre esas naciones, que (dicen) todavía habitan bajo la dulce libertad de las leyes primitivas de la naturaleza, te aseguro que de buena gana me habría pintado completamente y completamente desnudo. Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro.
Trasplantado a Hispanoamérica, el género no siempre ha conservado la intimidad conversacional de su génesis. De hecho, David Lagmanovich, uno de sus estudiosos más perspicaces, indicó que a lo largo del siglo XIX, y residualmente en el XX, la subjetividad montaigniana dio paso a un “ensayo de nosotros” en el que la escritura se presenta como un testamento de testamentos en los que el escritor hace de intérprete: pensemos en “Nuestra América” de José Martí o “Nuestros indios” de Manuel González Prada. El plural remite a una comunidad que medita sobre angustias políticas inmediatas, continentales o nacionales a través del intelectual-portavoz. El ensayista del Nuevo Mundo, podríamos añadir, se ha adaptado a circunstancias poscoloniales desconocidas en la época de los Ensayos .
En la Venezuela del siglo XX, este “ensayo de nosotros” mantuvo su fuerza hasta principios de los años sesenta, coincidiendo con la consagración de figuras como Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri y Luis Beltrán Guerrero, para quienes la patria y la historia eran indispensables. principios Junto con la colectividad, estos ensayistas de la tierra tendieron a exaltar el humanismo. No solo su visión del mundo era antropocéntrica; su retórica también lo era. Basta echar un vistazo a algunos títulos para darse cuenta: Hora y Deshora: Temas humanísticos (1963) de Picón Salas, Valores humanos (1953) de Uslar Pietri, y Variaciones sobre el humanismo[Variaciones sobre el humanismo] (1952) de Beltrán Guerrero sirven como buenos ejemplos. En su “Interpretación del Bello humanista”, este último resume el prototipo del “hombre-pueblo” que será “padre, maestro, guía” y tendrá como referentes el catolicismo, el proselitismo y la romanidad. “ideas madres”, lo que implica, como él nos dice, “universalidad”, “selección” y “jerarquía”. La condición relacionada de estas “ideas madres” y los grands récitsde la que habla Jean-François Lyotard es indiscutible. Es fácil percibir una centralización ontológica que une teocentrismo y antropocentrismo, patriarcado y nacionalismo. Picón Salas, Uslar Pietri y Beltrán Guerrero, según la periodización continental de Lagmanovich, debieron coincidir con lo que él llama “vanguardismo-existencialismo”, pero si consideramos que en este período se incluyen ensayistas como Borges, Paz, Murena y Cabrera Infante, deconstructores de las supersticiones conservadoras, el ensayo venezolano de la primera mitad del siglo XX se vería obligado a asimilarse a lo que estaba ocurriendo antes en otras partes del mundo hispánico, como si el siglo XIX venezolano se hubiera alargado desmesuradamente.
Cuando Eugenio Montejo (Caracas, 1938 – Valencia, Venezuela, 2008) empezó a cultivar el género, se estaban produciendo importantes rupturas con patrones tan arcaizantes. Cerca de los años sesenta, lo más visible de estas rupturas fue el hecho de que los avatares nacionales dejaron de ser el eje obsesivo de todo acto de reflexión. Hubo cambios igualmente drásticos en la visión del mundo. En la época, como ha observado Óscar Rodríguez Ortiz, se volvió común problematizar “el lugar del hombre en el ombligo del mundo”. Patria, Dios, historia y humanismo no forman toda la columna vertebral de este discurso, aunque persisten a veces en la obra de ciertos autores. Montejo, en El taller blanco[El taller blanco] (1983), tiene en cuenta este fructífero desarraigo: “sabemos que hemos llegado no sólo después de los dioses, como se ha repetido, sino también después de las ciudades”. Léase “ciudad” como la concreción del espacio social y podrá vislumbrar la distancia entre el nacionalismo omnipotente de los escritores telúricos y esta búsqueda del mundo perdido del lenguaje. “Poesía en un tiempo sin poesía”, tituló Montejo su breve pieza: en sus páginas plantea la lírica —no la patria ni la religión— como instrumento para relevar los cimientos de la existencia.
Los inicios de una poética posttelurista no sólo se verifican en el citado volumen; también aparecen en La ventana oblicua [La ventana oblicua] (1974) y en El cuaderno de Blas Coll[El cuaderno de Blas Coll] (varias ediciones ampliadas entre 1981 y 2007). En esta trilogía, que recopila el ensayismo más logrado de Montejo, hay que destacar, sobre todo, un redescubrimiento de las tácticas montaignianas de creación. No es que el ensayo de la tierra ignorara a Montaigne: lo citan Picón Salas y Uslar Pietri. A pesar de ello, sus referencias tienden a enfatizar mensajes morales: nos instruye el autor francés. Si, en el telurismo, la primera persona del singular repudia o se anexiona a una entidad plural que lo abarca todo, el hablante básico posterior se representa solo con sus obsesiones; cuando se refiere al “nosotros”, lo hace para delinear una alianza de escritores o lectores más que un ser venezolano o estadounidense desproporcionado. Lo que se debate es tanto el conocimiento compartido como la trayectoria de las ideas dentro del individuo. el intenta, en consecuencia, una síntesis menos demagógica que la dicotomía entre extrospección e introspección. EnLa ventana oblicua, es elocuente la evolución enunciativa que se manifiesta desde el texto introductorio hasta las conclusiones. En la introducción, el “nosotros” literario es dominante y tanto el locutor como el interlocutor son concebidos como lectores o críticos con un punto de vista contemporáneo común desde el cual reexaminar el pasado literario—esto sucede, por ejemplo, cuando él habla de Novalis y de “nuestra” necesaria vuelta a sus páginas. Esta forma de captar la subjetividad, cercana a la casi ausencia científica del sujeto pensante, irá desapareciendo paulatinamente: en “Tornillos viejos en la máquina del poema”, el “nosotros” oscila entre la impersonalidad y su biografiado. como poeta contemporáneo. La distancia entre objeto y sujeto se borrará inmediatamente: en “La fortaleza fulminada” [La fortaleza derribada], el autor cuyos textos se analizan, César Dávila Andrade, se llama simplemente “César”, y el ensayista termina admitiendo ser su amigo personal. En los dos ensayos finales del libro, el estatus del hablante como protagonista es evidente; incluso comunica sus “miedos” más fantásticos en un lúdico homenaje a Kafka —“Los terrores de caer en K”— y, poco después, en “Un recuerdo de Jean Cassou” [Un recuerdo de Jean Cassou], recuerdos de viajes pasados:
En un cuaderno que perdí, escribí que París es la ciudad donde la tierra gira más lentamente. Es ahí en ese ángulo que mi memoria superpone algún trazo de Vermeer, donde he vivido esa impresión. Escucho fluir lechoso el Sena de cada una de estas voces. Sus pausas y sus curvas, su lentitud, rebotan allí de boca en boca como bajo los arcos de los puentes. Lento como una meditación, como un susurro de agua eterna.
El ensayo, imbuido de intimidad, modula precisamente a la poesía, en un movimiento no muy diferente de los desplegados por Montaigne en muchas ocasiones.
Estos movimientos hacia lo poético o lo emotivo pueden parecer caprichosos, pero la conciencia de la forma del ensayo que encontramos en Montejo apunta a algo diferente. Ya en la introducción a La ventana oblicua nos había advertido del “asistematismo” y la falta de “fronteras eruditas” desplegadas contra el “bizantinismo” de la erudición profesional. Cabría preguntarse, en este punto, por la función de la imagen central de la “ventana”. En realidad, este tema ha estado presente en la tradición ensayística venezolana desde que fue utilizado en el célebre Camino de perfección (1910) de Manuel Díaz Rodríguez:
Hay hombres que tienen una sola ventana en su espíritu [no los envidio]. Antes que vivir desaliñado en un reino ya conquistado, prefiero conquistar mi reino […]. Y así, a los espíritus de una sola ventana, prefiero los que son como una casa de muchos pisos que, en cada piso, tiene ventanas abiertas a los cuatro vientos, o mejor aún, porque una casa puede ser obstruida por las casas vecinas. ―como un castillo señorial en medio de una vasta pradera, y con balcones en cada piso que dominan los cuatro puntos cardinales.
Díaz Rodríguez, el mayor de los modernistas venezolanos, había recurrido a esta analogía para formular, frente a las rigideces congeladas del positivismo —contra su mente cerrada— , una apertura individual a las ideas, una aceptación de la indeterminación y la flexibilidad. Tales ideas confluyen con las de Montejo, pues “la soledad de lo observado”, la fatalidad “perspectivista”, y lo comprendido “limitadamente”, según él, conforman nuestra oblicuidad, nuestra imposibilidad de alcanzar una visión directa, objetiva. Una “imposibilidad”, pero también un don: hay que recordar con Ernst Robert Curtius, como en La ventana oblicua, que “toda crítica es [en el fondo] irracional” y que, muchas veces, su razonamiento es “sentimental”. La ciencia desaparece para el ensayista como un imperativo. El autor y la obra deben ser leídos como un conjunto, en “comunión fraterna”: ¿no es esa comunión la que se prueba entre el sujeto analítico y el objeto analizado a lo largo de estos ensayos? El estudio del individuo como fuerza contribuyente a la escritura se presenta en paralelo a la individuación del hablante. El fundamento de ambas prácticas es el destierro de los excesos de impersonalidad y objetividad: así se confirma, en las meditaciones de Montejo sobre el I Ching, por el cerco embelesado de la noción junguiana de “sincronicidad” como subversión de la “forma occidental, científico-causal de considerar el mundo”, o en sus observaciones, en otra ocasión, de la “vitalidad” de Carlos Drummond de Andrade : “al indagar en la técnica de su lengua, encontramos al hombre que la sustenta y viceversa”.
El taller blancodesarrollará aún más este modo de pensamiento. En el ensayo que da título al volumen, la fe en el individuo se complementa con la soledad como única fuente de verdadera creación, al menos desde la mirada del yo que, para ser coherente con su vitalismo, se caracteriza autobiográficamente: la voz pensante sabe poesía desde el interior. La negación del racionalismo es llevada al extremo en esta colección, y “Fragmentario” es, en ese sentido, un texto clave, que pone de relieve las urgencias del hombre al final del milenio. Nuestra conducta —como escritores y como seres humanos— no puede ignorar la necesidad de “aprender a sentir”; antes de llegar a ser buenos intelectuales, debemos llegar a ser buenos hombres, ya que “lo demás se seguirá de esto claramente”; el arte intelectual es “masculino” y si se separa de la “música” y de lo “femenino”, conduce al “virtuosismo mental”, es decir, el “cliché”—el vocabulario montejiano aquí se conecta nuevamente con la psicología de CG Jung, aunque no se menciona aquí. Sostiene, además, que “El sentimiento es fecundo porque sólo el sentimiento nos ilumina profundamente. El ingenio distrae, agrava, refina: llega al cerebro, pero no al alma.” Contenido-forma, masculino-femenino, ingenio-sentimiento: un equilibrio de supuestos opuestos. ¿Por qué ha elegido el fragmento como forma de presentar estas convicciones? La discontinuidad discursiva impide una racionalización límpida de sus proposiciones, una concatenación ordenada de causas y efectos, tesis y pruebas –recuérdese Montaigne, cuyo juicio andaba “a tientas, tambaleándose y tropezando a cada paso”. que “El sentir es fecundo porque sólo el sentir nos ilumina profundamente. El ingenio distrae, agrava, refina: llega al cerebro, pero no al alma.” Contenido-forma, masculino-femenino, ingenio-sentimiento: un equilibrio de supuestos opuestos. ¿Por qué ha elegido el fragmento como forma de presentar estas convicciones? La discontinuidad discursiva impide una racionalización límpida de sus proposiciones, una concatenación ordenada de causas y efectos, tesis y pruebas –recuérdese Montaigne, cuyo juicio andaba “a tientas, tambaleándose y tropezando a cada paso”. que “El sentir es fecundo porque sólo el sentir nos ilumina profundamente. El ingenio distrae, agrava, refina: llega al cerebro, pero no al alma.” Contenido-forma, masculino-femenino, ingenio-sentimiento: un equilibrio de supuestos opuestos. ¿Por qué ha elegido el fragmento como forma de presentar estas convicciones? La discontinuidad discursiva impide una racionalización límpida de sus proposiciones, una concatenación ordenada de causas y efectos, tesis y pruebas –recuérdese Montaigne, cuyo juicio andaba “a tientas, tambaleándose y tropezando a cada paso”. ¿Por qué ha elegido el fragmento como forma de presentar estas convicciones? La discontinuidad discursiva impide una racionalización límpida de sus proposiciones, una concatenación ordenada de causas y efectos, tesis y pruebas –recuérdese Montaigne, cuyo juicio andaba “a tientas, tambaleándose y tropezando a cada paso”. ¿Por qué ha elegido el fragmento como forma de presentar estas convicciones? La discontinuidad discursiva impide una racionalización límpida de sus proposiciones, una concatenación ordenada de causas y efectos, tesis y pruebas –recuérdese Montaigne, cuyo juicio andaba “a tientas, tambaleándose y tropezando a cada paso”.
No es arbitrario que El cuaderno de Blas Coll esté formado por fragmentos. Entre los heterónimos creados por Montejo, Coll asume el rol de maestro; la vida y labores de sus “ colígrafos ” se organizan en torno a él. Si estas figuras son poetas, esto se expresa a través de una prosa reflexiva con tintes de lirismo, como la de los ensayos aquí mencionados y escritos bajo su propio nombre. El cuaderno constituye, efectivamente, un ensayo, aunque se le atribuye un semi-personaje, lo que no debe sorprender a nadie que haya pasado por las páginas de los Essays of Elia (1823) de Charles Lamb, el Also sprach Zarathustra (1883) de Friedrich Nietzsche, o el Ariel(1900) de José Enrique Rodó, entre otros muchos ejemplos que podrían añadirse a la lista. Cabe señalar que en el citado Camino de perfección de Díaz Rodríguez, el escritor también se sirve de un semipersonaje, Don Perfecto, aunque sólo sea para encarnar el academicismo y el positivismo satirizados por el ensayista. Coll, el copista de Puerto Malo –como dice en el prólogo, Montejo es el “editor” de sus fragmentos– era quizás un canario llegado a América, conocido por su extraño comportamiento y sus excéntricas tesis sobre la lengua española y sobre el lenguaje en general. Dichas ideas, enigmáticas, absurdas, cautivadoras en su empeño por restar familiaridad a nuestra relación con los signos, conforman el corpus publicado. El cuadernoes una escritura “oblicua” –como la escritura descrita por Montejo en su libro de ensayos tanto en 1974 como en 1983– cuyo antepasado podríamos encontrar en igual medida en los heterónimos de Fernando Pessoa o en el Juan de Mairena de Antonio Machado. La responsabilidad del ensayista-editor respecto de las ideas del copista es ambigua, pero existe, y se nota en la mirada gozosa y burlona que Coll proyecta sobre la cuestión de la lingüística. El copista no sólo se abstiene de ser científico, también opta por convertirse en anticientífico en preceptos como “El bilingüismo conduce consciente o inconscientemente al ateísmo”, “Toda frase debe reproducir en su construcción, en la medida de lo posible, la forma en que las estrellas que conocemos gravitan. El sujeto debe girar como el sol”, o “El infierno debe ser nombrado por un proparoxitono. Hasta el paraíso, para que así sea, requiere un monosílabo.” Vemos como su postura es, más que intelectiva, de intuición insaciable y humorística. No debemos tomarnos a Coll en serio porque si lo hiciéramos tendríamos que lidiar con su creador, Eugenio Montejo: poco importa si lo que sostiene la voz ensayística es lingüísticamente incorrecto; lo que importa es su pasión por las palabras y su capacidad de expresión. Sobre su apego afectivo descansa una imagen del universo.
La irracionalidad, en definitiva, tiene sus precipicios: la locura como destino poético y trágico de Coll es consecuencia de su exagerado rechazo a la razón, así como una advertencia de los límites que el hombre no debe traspasar. Montejo es claramente responsable de esta demencia o de esta advertencia; no debemos pasar por alto lo que sugiere en “Fragmentario” de El taller blanco : el equilibrio de los opuestos es algo precioso. Si “el otro” está constelado en Coll, debe llegar el momento de que sea “el mismo”. Por eso, dice en el prólogo del editor, “quizás El cuaderno de Blas Coll constituya un ilusorio intento de ars poetica. Pero no me atrevería a negar su existencia, como tampoco me atrevería a afirmar categóricamente la mía. Él es, por decir lo menos, un relámpago bienvenido en la entrada de mi caverna”. Coll constituye una sutil fábula de la necesaria búsqueda del encuentro de los opuestos, el equilibrio que nos sitúa en los umbrales éticos.
Es significativo el hecho de que la estética de Montejo se haya gestado en los años setenta y ochenta, cuando ya era el poeta central del canon de su país. No sólo porque su obra lírica, alimentada por el mito, la naturaleza y la memoria, parece contradecir a la Venezuela “saudí” en la que se formó el autor, sino porque a su ensayismo se suma la minuciosa formulación de una concepción de la subjetividad que niega la idolatría de lo moderno. La Venezuela de ese período presentaba una imagen de progresismo triunfalista potenciado por la opulencia financiera de la industria petrolera y la adicción al crecimiento vertiginoso de los estilos de vida urbanos. Si bien todo esto se traducía en un optimismo político casi “mágico” —no aludo en vano a la tesis de Fernando Coronil enEl estado mágico: naturaleza, dinero y modernidad en Venezuela ―Los poemarios de Montejo, como Élegos (1967), Muerte y memoria (1972), Algunas palabras (1977), Terredad [Earthness] (1978), y Trópico absoluto [Absolute tropic] (1982), pintaron un cuadro, en cambio, de un mundo en el que la nostalgia llena el espacio de las antiguas ciudades desaparecidas; un mundo en el que el hablante, además de una naturaleza no regida por el tiempo lineal, evoca dioses ocultos, la melancólica presencia de los muertos, y leyendas fundacionales como la de Manoa, la ciudad dorada de los conquistadoresnunca encontrado. Nos encontramos ante lo que Raymond Williams llamó “lo residual”: un pasado que se emplea combativamente. Si este retrato no fuera suficiente para vislumbrar la voluntad contraria en el proyecto montejiano, conviene tener en cuenta su particular rebelión contra el sujeto cartesiano moderno: es decir, una concepción escindida de la identidad en la que, en términos patriarcales, el intelecto prevalece sobre la emoción. , el espíritu sobre el cuerpo, lo masculino sobre lo femenino, la cultura sobre la naturaleza. La voz lírica de Montejo rechaza los esquemas dualistas con una intersubjetividad en la que las rivalidades y jerarquías se disuelven en francas comuniones. Y algo parecido podría decirse de su voz ensayística, como hemos visto aquí, rendida a la memoria, hábil en lo íntimo y lo menor, y, sobre todo, declamando escisiones hasta el amargo final.
La concepción de la visión del universo de Montejo como “menor”, en el sentido mencionado por Gilles Deleuze y Félix Guattari, se confirma por la precedencia del afecto sobre cualquier otro punto de referencia: recordemos que, en los maniqueísmos del patriarcado, con su cartesianismo implícito, los sentimientos tienden a agruparse con los condenados y vencidos: la naturaleza, lo irracional, el cuerpo, lo “femenino”. El citado ensayo “Fragmentario” sugiere que la redención de lo afectivo no ocurre por casualidad:
No sentir el mundo, no sentir la vida en su múltiple misterio y en la sencillez con que se manifiesta implica en verdad una grave mutilación […]. Aprender a sentir: este solo intento […] formaría mejor al joven poeta que el aprendizaje perseguido a través del conocimiento literario.
Esto es corroborado por el tenor político de este escrito. Hay pocos autores, de hecho, tan opuestos a la “disminución del afecto” destacada por Fredric Jameson en el arte “posmoderno” del capitalismo tardío. La enunciación en los textos montejianos que coloca al yo en una posición de igualdad, de cercanía amorosa con otros seres, impide sin embargo una resurrección de lo que Jameson llamaría el “ego monádico burgués”. Esta opción inteligente, en una crítica velada a un ethos ahora “global”, evita volverse reaccionaria así como evita la tentación de seguir las modas y el mercado literario.
miguel gomes
Traducido por Arthur Dixon