Madrid: Siruela. 2023. 182 páginas.
Al momento de escribir este texto, la Plataforma Regional de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V) registra7.774.494 personas venezolanas repartidas por el mundo. De éstas, 6.590.671 se encuentran en países de América Latina y el Caribe. De acuerdo con la R4V, solo en Brasil la población venezolana asciende hoy a 568.058. La mayoría de estas personas llegaron a ese país por vía terrestre e incluso a pie.Al igual que en otros lugares, el arribo de este contingente ha tenido complejas implicaciones para la sociedad de acogida.A mediados de 2018, por ejemplo, el municipio brasileño de Paracaima, en la frontera con Venezuela, fue escenario de una inaudita violencia animada por la xenofobia. Un nutrido grupo de locales decidió enfrentarse a migrantes que habían acampado a la intemperie en espera de poder continuar su trayecto a las entrañas de Brasil. El tumulto no solo atacó a las personas que, en esas condiciones, ocupaban el espacio público, sino que quemó sus pertenencias, incluyendo las casas de campaña, devenidas hogares temporales para familias enteras.
María Elena Morán escribe desde São Paulo. Ella no estuvo en Paracaima aquella fatídica noche de agosto, pero su protagonista sí. Originaria de Maracaibo, tierra petrolera y caliente, hoy el acento de Morán esta teñido de una entonación extraña, producto de sus varios itinerarios migratorios. En Venezuela, estudió Comunicación Social y, en Cuba, guionismo cinematográfico. En 2012, migró a Brasil y allí cursó una maestría y un doctorado en Escritura Creativa. Ha escrito guiones para cortos y largometrajes. Y, entre sus textos literarios, se incluyen dos novelas. La primera de éstas, Os Continentes de Dentro (Zouk, 2021) o Los continentes del adentro (Ménades, 2021), fue publicada, casi simultáneamente, tanto en portugués como en español. En dicha ficción, Morán se asoma ya a un drama familiar atravesado por la fantasía. Una preocupación que regresa potenciada con Volver a cuándo, su segunda novela, ganadora del Premio Café Gijón 2022, y publicada por la Editorial Siruela en 2023.
Volver a cuándo narra las complicaciones derivadas de la migración, a través de una familia desmembrada que sirve de núcleo inmediato, y pretexto inadvertido, para desentramar la realidad venezolana reciente. La novela abre con el alboroto de aquella violencia que cubrió las calles de Paracaima en agosto de 2018, presentándonos a una Nina rescatando lo que puede de las llamas. Como su autora, Nina es maracucha. Y, en Maracaibo, dejó a su hija adolescente, Elisa, con su “mami”, Graciela. Elisa, a quien la crisis le ha puesto la vida en una especie de pausa, resiente la huida de Nina como un “abandono”, aunque la intención de ésta sea hacerse con ciertas garantías para una posterior reunificación. Graciela, mientras tanto, parece haber renunciado a su vida terrenal, tras la muerte de su esposo, el padre de Nina. Elisa asume entonces la carga de la subsistencia conjunta, fraguando inesperadas solidaridades, hasta que reaparece Camilo, su padre. Pese a la prolongada ausencia de éste (los recuerdos de su relación se remontan a una ya lejana infancia de Elisa), la recepción será tímida, pero esperanzada.
“La figuración de “una pérdida que no sabemos nombrar” emerge en Volver a cuándo como enunciación de una experiencia subjetiva que es también experiencia histórica compartida”
En este marco, más que redundar en la “tragedia humanitaria” venezolana, Volver a cuándo alumbra el contenido de la vivencia subjetiva de sus personajes, recuperando los contornos que le dan sentido y orientación. La ruina del país se encarna, ya no tanto en las colas y en el hambre (aunque son parte del panorama general), sino en la nostalgia inarticulada, en la casa que están impelidas a abandonar (mediante una transacción empañada por la corrupción estatal) y la búsqueda de conexiones trascendentales que se asemejan (en cuanto a interferencias e inestabilidad) a las llamadas que hace Nina desde Brasil a la intemperie. La ruina es la ciudad venida a menos y la escasez, pero también los subterfugios que crea la gente para encontrar alegría en la penumbra (en medio del colapso del sistema eléctrico) y para sobrevivir en comunidad a la debacle, trascendiendo las viejas rencillas entre vecinas y los añejos juicios morales.
Pero, sobre todo, la ruina es la consecuente materialización de un proyecto político fallido, que deja de ser concebido aquí como una operación ajena y desde arriba, para incrustarse en las esperanzas frustradas de Nina y el resto de personajes que habita la novela, para pensarla crisis desde la intimidad copartícipe de la Revolución chavista y su fracaso. Con ello, por un lado, la ficción logra poner en tensión la polarización maniquea de los análisis que hegemonizan el (intento de) entendimiento de esta realidad, al tiempo que, por otro, desanda y exhibe los hilos que conectan la experiencia personalísima con el devenir de una nación. El duelo por la pérdida del padre, se junta así con el arruinamiento material, que es también el duelo por unos ya remotos imaginarios de riqueza, fundados en el petróleo, y refuncionalizados en la era chavista por los ideales grandilocuentes de un “nuevo” socialismo latinoamericano (y la “Venezuela Potencia Energética”).
La ruina es, en fin, el país como “promesa zombie”, a decir de Morán. “Zombie”, un término que refiere a la muerte en vida, parece apropiado para describir un colapso, tan pronto y tan drástico, que dificulta su asimilación. Pero que remite, además, a una corporalidad vaciada de alma y contenido. Aunque resulte impropio (e impertinente) hablar de Venezuela como un cuerpo desalmado (aunque la crisis y la migración hayan arrasado en algunas zonas con buena parte de las señales de vida), lo cierto es que asistimos al vaciamientode una geografía imaginaria, alimentada por aquel siempre renaciente “Estado mágico” venezolano que modeló nuestra identidad y cotidianidad nacional. El país, como “promesa zombie”, es entonces precisamente eso que “dejó de ser lo que era para ser una ruina”, que es y está, pero al mismo tiempo ha dejado de ser y estar. De allí la elocuencia de la evocación, en clave temporal, con la que nos encontramos ya desde el título de la obra.
En síntesis, Volver a cuándo (que no “a dónde”) articula una mirada comprensiva sobre una realidad que inicialmente puede antojársenos mero trasfondo. Con lo cual, Morán construye una vía de acceso a lo que Raymond Williams llamó, en Marxismo y literatura (Península, 2000), “estructuras de sentimiento”. Con este concepto, Williams busca dar cuenta de estados “específicamente afectivos”, cuya sensibilidad emergente y escurridiza escapa, en cuanto tal, a las racionalizaciones y al lenguaje académicos, embebida por las “figuras semánticas” de artefactos literarios y artísticos. Desde este punto de vista, la figuración de “una pérdida que no sabemos nombrar” emerge en Volver a cuándo como enunciación de una experiencia subjetiva que es también experiencia histórica compartida. La “promesa zombie” es la afectación derivada de la imposibilidad de volver al país que “fuimos”, como duelo colectivo, pero también metáfora de la incertidumbre del porvenir de un vacío, a la espera de ser llenado.