Retrato de Mäda Primavesi. Sebastián Politi. Buenos Aires: Modesto Rimba. 2019. 276 páginas.
“Me llamo Mäda Primavesi y tengo nueve años.
Dice la chica del cuadro”.
Así empieza la novela Retrato de Mäda Primavesi de Sebastián Politi. Un comienzo verdaderamente perturbador: un cuadro es algo para mirar, pero aquí el orden se invierte. Los ojos de la niña de nueve años, que se llamó Mäda Primavesi y que Gustav Klimt plasmó en la tela, nos miran muy fijamente desde su posición hierática, con la sombra de una sonrisa que es y no es para nosotros; es, porque estamos frente a ella, y no es, porque seguirá sonriendo cuando no estemos en su presencia y aun cuando ya no estemos en el mundo.
Esa mirada, acompañada de esa sonrisa, nos interpela —como una moderna Mona Lisa—, nos desafía. ¿Quién soy? nos pregunta, pero no para que la esclarezcamos, sino para que nos esclarezcamos nosotros, para que veamos si somos capaces de descifrarla. Es la niña mujer: una mezcla de inocencia infantil y de antiguo saber que un poco duda, con ironía, desde su intemporalidad, que podamos responder.
“Era ella. Y al mismo tiempo, obviamente, no lo era. Y esto podría ser dicho en innumerables sentidos, cuya innumerabilidad daba vértigo de sólo empezar a considerarla”.
Ese es el “problema”: el vértigo del sentido. De algún modo, lo que Eco llama la semiosis infinita; los sentidos que se abren innumerables, como en la proverbial sala de espejos, a partir de esa pregunta: ¿Quién soy?
Retrato de Mäda Primavesi es una novela de esas que —como toda buena novela— da qué pensar, nos lleva a pensar. Para correr detrás de los sentidos que se despliegan descaradamente ante nosotros, desafiándonos como nos desafía la niña mujer del cuadro que es y no es Mäda Primavesi, necesitamos bases sólidas, una superficie sobre la que podamos apoyarnos confiadamente. Y Sebastián Politi nos concede eso. La fábula que nos lleva de la mano es una historia de amor suspendida en la juventud, en tiempos de la dictadura militar argentina, que vuelve en el presente histórico —2010— para reclamar su lugar. El protagonista, Joaquín Andrade, un médico de cincuenta años, bien instalado con profesión, propiedad y familia, se encontrará de un modo inesperado con el Retrato en un museo de Nueva York. El mismo retrato que en sus años juveniles lo había impactado por su parecido con Celina Miravalles, la chica de dieciséis años de la que se había enamorado a sus diecisiete.
Y si Mäda Primavesi, la del cuadro, es ya un enigma, Celina también lo será, y de un modo dramático. Parada junto a una reproducción del cuadro de Klimt que nos tiene tan ocupados, Joaquín no tiene mejor idea que rebautizar a la joven como Maida. Así comienzan a multiplicarse las imágenes en la sala de espejos, siempre un poco deformadas respecto del original. A Mäda y la recién aparecida Maida, se suman otros personajes femeninos: Mariana, Mariel, Magdalena. Que la sílaba que se repite sea “ma” es, cuanto menos, inquietante. Y aunque la actual esposa de Joaquín se llame Laura, quedando afuera de ese juego de ecos, también ella entra en las resonancias: ciertos sollozos suyos recuerdan otros sollozos, los de la madre de Joaquín. Porque quizá la historia de Joaquín y Laura —calla el texto— nos cuente también la de los padres de Joaquín: más espejos perturbadores.
¿A quién le habla Mäda Primavesi desde el cuadro? ¿Qué es esa voz?
Esa voz es, en el mejor sentido, pura literatura, tal como la mirada de la niña esfinge es puro arte visual: estamos ante una traducción. Politi se plantea un problema literario: ¿cómo hacer que esa imagen mire en palabras? El señalamiento lingüístico, la descripción de la mirada, no habría sido la mirada misma. Entonces, resuelve Politi, si la imagen visual mira, la imagen lingüística tendrá voz.
Y lo que logra con esa voz es estremecedor, porque nos habla y no nos habla: otra vez el es y no es que atraviesa la novela en distintos planos. Como el del arte, otro de los hilos que cruza el texto: el arte es y no es. Nos habla a nosotros aquí y ahora en un presente, pero también sigue hablando más allá de nosotros en su atemporalidad.
“Pero yo los veo.
Dice la chica del cuadro.
Y dice la verdad: el incesante deambular frente a su mirada cruza sus ojos con los miles de observadores que se detienen un instante atraídos por su aire de familiaridad […].
Pero también dice mentira, porque acotada en su marco dorado y recortada sobre un fondo de aplanada perspectiva, dedica casi todo su tiempo —si de tiempo se puede hablar en esa inmovilidad— a dialogar con las vecinas bailarinas de Degas o a interrumpir los cuchicheos de las chicas de Renoir, a bromear con la modelo de Modigliani […] o, cuando hay disposición para lo insondable, escuchar el solidísimo silencio que fluye desde las salas egipcias […].
Y a veces, solo a veces, la chica del cuadro se ve en verdad atraída por alguna mirada particularmente insistente. En algunas ocasiones, ya a esta altura contadas con los dedos, Mäda Primavesi, la de nueve años, detiene un instante su inevitable alejamiento del tiempo presente y gira su cabeza para volver a coincidir con sus ojos al óleo y fijarse con una helada curiosidad en el observador que los taladra en busca de un interior que responda.
“Yo lo miro, dice la chica del cuadro.
Y esta vez dice la verdad.
Pero una verdad inútil. Porque no es a ella a quien están mirando.”
En estas líneas, que son del principio de la novela, en la página 12, está cifrado todo el enigma de la mirada y la voz de Mäda Primavesi.
En suma, se trata de una novela sobre la identidad que no aporta, no lo pretende, respuestas, sino que —de manera estremecedora— trae preguntas: una espiral de preguntas cuya respuesta está en el fondo inaccesible de unos ojos que van, más allá de nosotros, hacia el único lugar posible e imposible a la vez: el arte. A los lectores nos queda participar de los ecos de Retrato de Mäda Primavesi y disfrutar de las palabras con que nos la acerca Sebastián Politi.
Hugo R. Correa Luna