Dulzorada Press, 2023. Traducido por Vania Milla. Prólogo de Margarita Saona; introducción de Yaxkin Melchy; epílogo de Silvia Goldman. Ilustraciones de Louise Castillo. 138 páginas.
Cuando el cáncer nace en el cuerpo de un poeta, ¿quién nombra su nacimiento? En Opening Fear (Abro el miedo), el nuevo poema de Teresa Orbegoso que tiene la extensión de un libro, el cáncer habla primero, transubstanciando las palabras en una fuerza de ocupación. La desgarradora llamada y respuesta que siguen luego destrozan el yo en primera persona, y su ruina entra en comunión con el enfermo, con el desechado y el borrado. Desde el despojo, el poema construye una crítica deslumbrante y mordaz a los absurdos, las crueldades y las depredaciones del capitalismo racial, el sistema que “barre lo que ya no sirve (…). Todos los enfermos del mundo”.
La primera parte, “Cirugía”, empieza con el cáncer soberano y dando órdenes. Vencedor de una violenta toma del poder, ocupa la parte superior de la página para narrar su propia historia e invocar sus propios poderes. Este íntimo golpe incorpora la primera persona, singular y plural, con lo que fisura y alteriza la subjetividad de la poeta. La irrupción del miedo en su cuerpo la convierte en objeto del cáncer. Primero aparece ella como un espectáculo aislado encerrado en el hielo, luego es destituida a la segunda y tercera persona, un elemento de un inventario que tabula fríamente los especímenes: “La fría herida detenida existe/con los mechones del cáncer arrancados existe/Teresa Orbegoso existe”. En la parte inferior de la página, la voz de la poeta desplazada anota en cursiva su subyugación, un sotto voce subalterno: “Hay una guerra. Las células buenas pierden. Las células malas colocan su bandera de vencedoras sobre mi pecho”.
Alienada también de su capacidad para nombrar, la poeta dirige parte de su experiencia a Inger Christensen, la poeta danesa cuyas epopeyas exploran los límites y la dinámica de poder del lenguaje. “Inger, algo sigue tomando mis órganos. Algo es. Con mayor tamaño. Con mayor fuerza. Tan absoluto”. Orbegoso reconoce su linaje poético con largos epígrafes de Eso y Alfabeto de Christensen y con una orden de “habla con tu cáncer” del poeta chileno Gonzalo Millán, un crítico del régimen de Pinochet que registró su lucha contra el cáncer de pulmón terminal. A partir de la frase de Christensen “las glaciaciones existen, las glaciaciones existen” en un iceberg, la hablante de Orbegoso traza su rumbo mediante diálogos en los que sur y norte se entrecruzan. Pero la página en blanco no es un espacio neutral. Su eje vertical reproduce la violencia estructural de la colonización, en la que el cáncer “se alimenta de mí para que él pueda existir como un Dios al que odio”.
Al asumir las funciones de una divinidad, “mi cáncer” gobierna la narrativa y predica sus propias bienaventuranzas: “Bienaventurados sean los que se esfuerzan en existir/en lavar los pies del dios de la enfermedad/Contra qué pared hemos caído”. Desde espacios decadentes de hospitales, el poema explora las transformaciones provocadas por las heridas. Santa Rosa de Lima, la primera santa canonizada nacida en América, preside estaciones de mujeres que sangran a medida que el miedo comprime el tiempo en una abreviación abrumadora: “Del cáncer vengo y al cáncer voy: ¿bienaventuranza o enfermedad?”. En este escorzo, el nacimiento y la muerte, el maternar y el ser maternado hacen metástasis entre sí, duplicando y revirtiendo los papeles. El cáncer, tanto bebé monstruoso como madre atrofiada, amamanta y a la vez se alimenta del pecho de la poeta y la declara huérfana. Mientras usurpa el poder y el lenguaje “me lleva al recuerdo desordenado de mi infancia”. Y en su terrible aislamiento, el cáncer la infantiliza y la consuela: “Sostiene mi pulmón. Lo mece con sus brazos incompletos”.
Los nacimientos del cáncer, sin embargo, superan rápidamente los humanos. Recursivos y fractales, multiplican las semejanzas hacia adelante y hacia atrás en el tiempo. Sus metamorfosis rompen la arquitectura del catálogo; la interacción de escala y especificidad ofrece magníficas cascadas de yuxtaposición. Estas congregaciones eclécticas saltan de átomos a galaxias y resuenan con una sorpresa lúcida y tierna. A medida que las depredaciones del cáncer aumentan hasta alcanzar un tamaño planetario, la escala de la transgresión se vuelve transpersonal y comunitaria, sustancia compartida en la que los descartados, desplazados y desposeídos se entremezclan en una comunión de quebrantamiento. “Mi cáncer dice: El capitalismo se rompe como el pan y en un día cualquiera, todos los miedos de la tierra se tocan”.
En lugar de hundirse en la desesperación individual, el poema finalmente se dirige a la desnudez común y compartida del hambre y la sed.
A partir de la destrucción producida por la globalización, el poema denuncia el violento choque mediante el cual el norte global domina, borra y explota “el continente sudamericano/donde solitarios indígenas de sus múltiples culturas/han perdido la memoria/sin que puedan dejar de dibujar imágenes/que ya no entienden o/que han mezclado además con símbolos/de la civilización de la barbarie”. El registro zigzagueante de estas lenguas y mitologías maternas sumergidas, deformadas y desmembradas, presenta un abecedario anticolonial. Crea una música asombrosa, lapidaria y mordaz.
Inger, ¿sabías que los quipus existen?
los quipus existen
son marcas silenciosas
sosteniendo los órganos de una cultura sumergida
(…) si el ají amarillo en Polvos Azules existe el ají Amarillo
sobre todas las cosas existe sobre todas las cosas donde existe el hambre de
los ricos sobre todas las cosas donde existe la justicia
de los indios como paz como rabia como paz molida.
Estas listas omnívoras incorporan a Babel, Borges, Cortázar, Ino Moxo, el fujimorismo, Lispector, Túpac Amaru, Galápagos y todo el Antropoceno agonizante: “Extinción. Dentro del ajedrez de la naturaleza donde todos somos peones de lo mismo”. Sin embargo, a medida que el poema obedece al mandamiento del cáncer –“Escucha lo que existe”–, va más allá del miedo a una inevitable muerte colectiva construida sobre las agonías diarias de la escasez sistemática. La segunda sección, “Herida”, lanza una denuncia contra “la política sonora de la nada” y sus escandalosas inequidades. Letanías que van de un lugar a otro dan un nuevo uso al reportaje para invocar “la triste comunión de los que sobran/y siempre un ejército que arrea pueblos pueblos negros pueblos cobrizos…”.
Uno de los triunfos del poema es que hace que la crítica social sea profundamente placentera. Se alimenta de un exceso de ironías: “guanacos y guano la imagen completa de obreros de Construcción civil/proletarios y villeros de la treinta y uno existen la expresión horrible del capital existe con o sin Trump”. Como un bufón que desinfla la grandiosidad de sus propios lamentos, sus listas curan el absurdo al moverse constantemente entre detalles desafortunados y una parodia generalizada. Esta expansión y contracción de la perspectiva satiriza el proyecto de taxonomía al mutar constantemente en su escala. El efecto es un desconcierto deliciosamente táctil que se abre continuamente como un caleidoscopio:
los khipu kamayuq existen y lianas existen;
las verdades existen, las intensas, las católicas,
las éticas; el acelerador de partículas Ciclotrón existe
y la cucaracha blanca;
y las flores carnívoras existen y el gracioso caminar sobre los ríos del
Amazonas del lagarto Jesucristo donde
los pajareros existen, los pajareros existen
en selvas donde la gente esculpe sirenas sobre la madera
y no conoce la nieve con la que juegan los niños de Alaska.
Detrás de esto, el contrapunto: “El cáncer de la necesidad es un gigante. Aplasta las chozas de los pobres. Aplasta las faldas voladoras de las mujeres. Aplasta. Los ciudadanos no existen”.
En lugar de hundirse en la desesperación individual, el poema finalmente se dirige a la desnudez común y compartida del hambre y la sed. El “yo” inicial congelado en una odisea en solitario se ha fundido en la figura de un manantial de agua. La última sección, “Cicatriz”, se cura a sí misma cosiendo un latido del corazón horizontalmente, de izquierda a derecha, a través del tejido cicatricial blanco de la página. Leído por separado, el lado derecho de la página forma un pulso que repite “la voluntad” y “el corazón”. Es una austeridad arriesgada tras el exceso exuberante de las tres secciones anteriores. Y su claridad cumple. En un lenguaje desnudo y sencillo, el final traspasa las capas de la persona social para alimentar la paradoja: el pecho vacío y lleno de cicatrices se convierte en una fuente que tiene como poder una entrega clara e involuntaria.