Madrid: Alfaguara. 2023. 303 páginas.
En la que ha anunciado como su última novela, Le dedico mi silencio, regresa Mario Vargas Llosa a un territorio que no solo le es familiar sino querido, o más bien, imposible de abandonar: el Perú, y en concreto a la capital del país sudamericano. Una Lima que ha cartografiado desde sus primeras incursiones narrativas y que se ha constituido, en el imaginario de cientos de miles de lectores de todo el mundo, en un emplazamiento literario casi independiente –emancipado, diría el Nobel– de su modelo original. Esa Lima que contempla con desamor Zavalita en Conversación en La Catedral (1969); la que atestigua el estreno periodístico y sentimental de Varguitas en La tía Julia y el escribidor (1977), donde al socaire de la mente enfebrecida de este último es también transitada por un bullicioso y balzaciano enjambre de personajes surgidos de su prosa truculenta; la Lima triste y distópica del revolucionario fallido Mayta; la Lima universitaria de El hablador (1987); y, en fin, la de Rolando Garro y demás oscuros personajes de Cinco esquinas (2016), entre otros.
Si Lima vuelve a ser el espacio elegido en esta última novela, también lo es el tiempo particular en que se desarrolla: la década de los cincuenta, sesenta y los años noventa, estremecidos estos últimos por el furor mesiánico de Sendero Luminoso que el tío de Ricardo Somocurcio, en Travesuras de la niña mala (2006), intuyó antes que nadie con escalofriante precisión. Es pues un paisaje familiar, que transita entre lo edénico y lo pavoroso; que va desde lo añorado, como solo puede serlo el escenario de la juventud, hasta el desencanto y el derrumbe que experimenta una sociedad en su trayectoria hacia la decadencia, cuando el país entero se tambaleaba acosado por el terrorismo, la inflación y el populismo, como bien describió el autor en sus memorias El pez en el agua (1993). Allí ofrece clara cuenta de su aventura política, cuando fue el candidato presidencial derrotado por Alberto Fujimori, esa carga explosiva que horadó los cimientos de la vida democrática en el Perú, tal como se consigna en la novela Cinco esquinas.
En Le dedico mi silencio, Toño Azpilcueta, un inquisitivo y desafortunado escritor de ignoradas crónicas sobre la música criolla, se deslumbra una noche al escuchar al que a partir de ese momento considerará el mejor guitarrista del mundo, Lalo Molfino. Convocado por la indicación certera del profesor José Durand, Azpilcueta acude a una jarana para escuchar al genial guitarrista, venciendo sus suspicacias. A partir de ese momento, el conspicuo musicólogo tiene una “misión” vital a la que dedicará su esfuerzo más empinado y costoso, donde parece que inmolará los últimos años de su vigor creativo: decide escribir la biografía del enigmático guitarrista de quien nadie sabe nada y que, para ahondar en el misterio, ha muerto joven, tuberculoso y en la miseria, poco después de deslumbrar a Azpilcueta. Sus indagaciones lo llevan al norte del país, concretamente a Puerto Eten, donde rastrea los débiles mimbres de una vida especialmente ominosa: siendo un bebé, Molfino fue rescatado de un basural hirviente de ratas y cucarachas por el cura italiano que lo adopta y le da su apellido. El niño crece, entre burlas y crueldades de sus compañeros de colegio, sin mayores apegos y con una única obsesión, una guitarra vieja a la que dedica su vida y gracias a la cual se convierte en un virtuoso sin parangón. Pero también se vuelve un ser obsesivo, vanidoso –acaso sabedor de su talento– incapaz de relacionarse con nadie, mal querido por sus compañeros músicos y condenado a ser un genio y un paria. Solo una muchacha (a quien Azpilcueta llega a conocer y entrevistar cuando esta es poco menos que una mendiga) pareció amarlo, aunque sin correspondencia, pues Molfino es incapaz de pasar con ella más allá de unas castas caricias.
Con su ya habitual técnica de contrapunto, Vargas Llosa da cuenta de la historia de Toño Azpilcueta e intercala con esta lo que al principio parecen sus croniquillas musicales, pero que luego vamos entendiendo que componen el propio libro del cronista.
Pronto, Toño Azpilcueta cree atisbar en la biografía del guitarrista rasgos que reverberan en la suya propia, pues él también es hijo de un italiano; pese al apellido vasco, tiene un pavor extremo a las ratas y más en el fondo, también se sabe un incomprendido, derrotado, sin un céntimo, pese a ser un verdadero erudito de la música criolla. Y un detalle no menos importante, por frustrado. Lalo Molfino estuvo siempre enamorado de la cantante Cecilia Barraza, amiga y confidente de las cuitas de Toño Azpilcueta y amor imposible de este. Fue precisamente a Barraza a quien Molfino le dice, antes de abandonar el conjunto musical de la cantante, la enigmática frase que da título a la novela: “Le dedico mi silencio”. Barraza tuvo que despedirlo porque el guitarrista era un quebradero de cabeza y provocador de discordias entre los demás músicos, le confiesa Cecilia a Azpilcueta mientras desayunan en el Bransa, otro lugar muy frecuentado en las obras de Vargas Llosa.
Allí mismo Azpilcueta conversa con quien será el editor de un libro que crece y crece y parece más bien un work in progress alucinado –¿acaso todo el Romanticismo no lo es?– interminable, donde el autor nos explica primero la historia de la música criolla; luego la vida de Molfino y, finalmente, una historia del Perú que, en la tesis ya enloquecida de Toño Azpilcueta, solo se redimirá de sus males, de sus prejuicios de clase y étnicos gracias a los valsecitos, esa música huachafa –una variante muy peruana de lo cursi– que vincula a las clases altas, medias y bajas; a los cholos, negros y blancos; a los habitantes de la costa, la sierra y la selva del país, comunidades tan distintas y suspicaces unas de otras y que, en voz de Azpilcueta, reproducen todos los males de la nación.
En contra de lo previsto, la primera edición del libro se vende muy bien. El editor apura a Azpilcueta a sacar una segunda edición y que los “agregados” del ya quisquilloso autor no sean tantos, por favor. Pero este sigue escribiendo y engordando un libro que se convierte en un mamotreto indescifrable, ambicioso hasta la desmesura, desplomado en el extravío de una tesis totalizante y omnívora sobre el Perú que conduce al fracaso económico del desventurado editor y al colapso emocional del cronista, quien se nos revela así como un típico “iluminado” vargasllosiano, igual que lo son Pedro Camacho, Mayta, Pantaleón, Antonio Consejero, Casement, Mascarita… obsesivos, frenéticos, incomprendidos y con una sola misión en la vida.
Con su ya habitual técnica de contrapunto, Vargas Llosa da cuenta de la historia de Toño Azpilcueta e intercala con esta lo que al principio parecen sus croniquillas musicales, pero que luego vamos entendiendo que componen el propio libro del cronista. Aquí aparecen viejas y conocidas reflexiones del Nobel peruano: los valcesitos peruanos –esos que detestaba Zavalita–, la política y sus corrupciones, la tauromaquia, la huachafería, la sublimación de una inexistente Lima señorial por obra y gracia de la música criolla, y finalmente el infortunio de un país sin conexión social ni emocional. Y qué mejor que ponerlo en palabras de una suerte de versión de Pedro Camacho, un escribidor que se inmola por su pasión, en este caso musical, y termina siendo víctima de sus obsesiones. Un verdadero canto de cisne a un Perú incapaz de resolver sus conflictos más profundos.