Las cosas que perdimos en el fuego. Mariana Enríquez. Barcelona: Anagrama, 2016.
En su último libro de cuentos, Mariana Enríquez presenta una amplitud de personajes y espacios, temas y situaciones: una madre y su hijo, drogadictos y marginales en el barrio de Constitución, que son interpelados por una narradora inquieta; jóvenes que crecen entre drogas, alcohol y rock en la Argentina menemista de los 90; protagonistas “embrujados” por lugares misteriosos como casas, hosterías y patios; el fantasma de un asesino famoso —el Petiso Orejudo—; un triángulo que poco tiene de amoroso dibujado sobre el “gótico mesopotámico”, como llama la autora a ese área geográfica de la Argentina, colindante con Paraguay, Brasil y Uruguay; una escuela habitada por un “chino enano” y una mujer obsesionada por una calavera a la que nombra Vera; un novio consumido en un departamento, habitante de la deep web; mujeres ardientes pululantes en toda la Argentina.
Esa multiplicidad resulta ser un tanto engañosa luego de una lectura que vaya más allá de los argumentos, atrapantes casi siempre. Los comentarios sobre el libro han destacado los vértices de un tejido unitario en las historias que pueblan Las cosas que perdimos en el fuego. Por un lado, aparece la inscripción en el género del terror, que la misma escritora acepta y estimula (Enríquez es nombrada “princesa del terror” en una nota del diario La Nación). A eso se suman las filiaciones con escritores que han transitado esos caminos: Poe, H.P. Lovecraft, Shirley Jackson, Quiroga, Cortázar y Stephen King. Es de notar también un pasaje de lo cotidiano a lo monstruoso sin el filtro obsecuente de ciertos tipos de fantástico (Enríquez aprendió de lo mejor de Cortázar, sin dudas), con un gusto por las mutilaciones, los aparecidos, los cultos populares y crípticos. El estilo de Enríquez se construye mediante frases-dardos —la mujer que “se reía y la luz dejaba ver que le sangraban las encías”, en “El chico sucio”; la muchacha que se baja del colectivo en el Parque Pereira y, dice la narradora, “yo sé que no era hija de nadie esa chica”, en “Los años intoxicados”; la amistad entre tres niños explicada por la narradora, “nos hicimos amigos de ella, mi hermano y yo, porque Adela tenía un solo brazo”, en “La casa de Adela”; la prima que define la ausencia del marido de Natalia en “Tela de araña” del siguiente modo: “No seas tonta. Si se fue, se fue, me dijo”. A estas tres aristas se pueden agregar varias más: la elección uniforme de voces femeninas, niñas y adolescentes, para narrar, siempre desde dentro de relato, con una combinación de sarcasmo, frialdad y precisión; cierto aire juvenil en el ambiente con marcas como el consumo de alcohol y drogas (casi todos los personajes de Enríquez estuvieron o están empastillados o fumados, obvio artificio para subrayar lo normal de esa “anormalidad”); el ahondamiento en los sectores invisibles al discurso oficial argentino (no importa el gobierno de turno) que une la marginalidad de los personajes con la marginalidad de un contexto social siempre asimétrico, a punto de estallar. Y la guerra de géneros, sin cuartel, aspecto en el que hay que profundizar en otra ocasión.
Como decía, esta multiplicidad puede resultar engañosa. Si aceptamos que los escritores que frecuentan el terror le tienen miedo a algo y que en su escritura buscan enfrentarse a él —una clave de lectura que uniría ficción y vida— cabe la pregunta: ¿A qué le tiene miedo Enríquez? Respuesta posible: a la desaparición del cuerpo, núcleo condensador de las preocupaciones formales y temáticas de este libro y, quizá, de la obra narrativa en marcha de esta escritora.
La matriz de la desaparición, en tanto ideología significadora, nutre o aparece en casi todos los relatos. ¿Qué son la muerte o los asesinatos sino cuerpos desaparecidos? La madre y el niño que desaparecen en “El chico sucio”; los hombres que vienen a buscar a los “desaparecidos”, reencarnados en Florencia y Rocío, en “La hostería”; la chica-fantasma de “Los años intoxicados” y el exterminio final del novio punk; Adela, que abre la puerta y entra para siempre a “La casa de Adela”; la espeluznante desaparición sin rastros de Juan Martín en “Tela de araña” (el relato más sutil y por eso uno de los mejores del volumen); la aparición del enano y la ausencia de Marcela de la escuela en “Fin de curso”; el símbolo de la calavera como rastro de un cuerpo en “Nada de carne sobre nosotras”; el gato devorado por el niño, un aparecido, en “El patio del vecino”; el Riachuelo que oculta un ejército de zombies en el jugueteo con el policial de “Bajo el agua negra”; la paulatina desaparición física —hacia la virtualidad— del protagonista en “Verde, rojo, anaranjado”.
Pero la matriz de la desaparición no solamente funciona desde los núcleos temáticos del libro, sino que también se articula casi como un principio compositivo. Es decir, estos cuentos, bien logrados, con atmósferas opresivas, personajes inquietantes y situaciones límite, no terminan de cerrar, como si le hicieran caso a la definición de Borges del hecho estético como la inminencia de una revelación que no se produce. El giro de Enríquez, su distanciamiento del canon, está en que no trabaja suprimiendo zonas del relato, sino más bien superpoblando las historias de detalles que, de cualquier modo, no alcanzan a explicar mucho. Por eso, el cuerpo de la escritura, en su sentido de cierre, también desaparece de algún modo. Como ejemplo, “Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo”, único cuento relatado desde la perspectiva masculina, termina con la imagen de su protagonista —que, ¡oh casualidad! es narrador— “con un clavo entre los dedos” y la tensión no se resuelve ni disuelve; y el relato que cierra y da título al libro —que debería leerse en contrapunto a “Mujeres desesperadas” de Schweblin— propone la autoinmolación femenina como una especie de antídoto ante la violencia de género y en su estructura de fábula moral perpetúa la acción principal, el convertirse en “una verdadera flor de fuego”, hacia un “mundo ideal de hombres y monstruas”.
El cuento que cerraba Los peligros de fumar en la cama (2009), primer libro de cuentos de Enríquez, contaba con un título que condensa lo que le interesa a esta narradora: se llama “Cuando hablábamos con los muertos”. No es novedad que el cuento como género y la muerte se llevan de la mano, dado el énfasis en el final. Pero Enríquez no usa la muerte como recurso técnico de cierre o incluso como método de indagatoria existencial. No. Habla con los muertos y deja que ellos hablen.
Junto con Samanta Schweblin, Pola Olaixarac, Selva Almada y Ariana Harwicz, Enríquez forma parte de la nueva armada (femenina) argentina de la literatura. Es una promoción cuyas integrantes plantean sus estéticas desde diferentes tomas de posición antes los géneros (literarios y sexuales), el tiempo-espacio, la realidad. Sin embargo algo las caracteriza: la fuerza distintiva de lo más importante que puede tener un escritor: su voz. En el caso de Enríquez, y como diría León Gieco: es un monstruo grande y pisa fuerte.
Pablo Brescia
University of South Florida