Madrid: Lecturas de arraigo. 2023. 96 páginas.
El último libro de la escritora e investigadora venezolana Raquel Rivas Rojas, quien reside en Escocia, es un conjunto de nueve cuentos que giran en torno a Isa y Eli. Estos dos personajes emigrados representan en buena medida a muchos latinoamericanos y seres del siglo veintiuno: viajeros que se encuentran (y se buscan), observan el mundo como un fascinante espectáculo multicultural y multilingüístico, hacen vida en el tránsito (con su incertidumbre), piensan en sus raíces, en las historias y los recuerdos compartidos. Su trabajo de intérpretes de lenguas indica su condición, entre distintos códigos y culturas.
En su producción novelística y poética Rivas Rojas ha construido una escritura de sello personal. Suele crear a seres viajeros, desarraigados; su prosa es artesanal, de texturas delicadas, usualmente moduladas con un ritmo calmado, ajeno a los quiebres y exaltes. Estación de ruegos se suma a ese universo estilístico y le da consistencia. Para quienes disfrutan las conexiones intertextuales, hay guiños a otros mundos literarios de Rivas Rojas, como El patio del vecino (2013). Asimismo, para ahondar en las experiencias de este libro, la autora le suma una dimensión formal nueva a su trabajo: a los lectores interesados por la combinación de distintos formatos, por apreciar los libros como pieza modelada, les gustarán las ilustraciones de Kevin Torrado. Esa poesía visual, a modo de visiones oníricas, expande la experiencia de los personajes y lectores.
A partir de la materia prima del viaje, estas historias nos conectan con nuestra humanidad y su dimensión social y existencial: ¿quién no se pregunta qué significa ser humano cuando viaja y escucha otras lenguas, cuando se sabe desarraigado, cuando (se) narra historias, cuando se encuentra en una relación de amor fragmentario e imperfecto? Preguntas como éstas esperan a los lectores-viajeros.
Menciono las relaciones amorosas porque constituyen una dinámica un tanto nueva en el universo narrativo de Rivas Rojas, y surge con fuerza: el amor aparece tanto en su esplendor y perseverancia como en sus formas oscuras, con celos, infidelidad, culpa, dolor. Como lectores, viajamos por ciertas paradojas afectivas, por las preguntas sobre la dimensión moral del placer y el amor y por relaciones vitales pero ajenas a las estructuras matrimoniales y tradicionales. Con esos vínculos que se hacen y rehacen, como los mares que recorren los personajes, la autora nos muestra los paralelos entre vivir de forma transitoria y fragmentaria la situación de vida y las relaciones afectivas.
Estos personajes recorren muchos trayectos: desde Sudáfrica hasta Argentina, todo lugar y cultura trae aprendizajes y habla sobre la condición del viajero (léase, del ser humano). Lógicamente los escenarios suelen ser lugares de tránsito. En estaciones de trenes, como la del título del libro, título de uno de sus cuentos, observamos el “espectáculo del mundo” y situaciones afectivas que nos conectan con el otro y con nuestras propias historias. En cafés, durante travesías por pueblitos, vemos mundillos donde ser el otro, el extranjero, casi excluye a los viajeros del estatuto de humano, poniéndolos en una arriesgada posición. No es casualidad que sea en el primer cuento del libro, “Toro negro”, que la autora nos muestre esa dimensión del viaje lamentablemente conocida por muchos: aun en el siglo XXI, ser extranjero expone a los humanos a la intolerancia instintiva y violenta de quienes se aferran a la idea de la nación y al imaginario nacionalista. La autora nos muestra zonas físicas y mentales de las culturas en las que ser extranjero implica una suerte de no ser… y un estar bajo su propio riesgo.
Aunque uno de los retos existenciales de estos personajes es la conciencia de lo efímero de la vida, el libro escrito por Rivas Rojas y su materialidad artística indican que vale la pena narrar esas experiencias de carácter universal.
Aunque he dicho que Rivas Rojas suele modelar su prosa con un ritmo y un tono de calma, cuentos como “Toro negro” prueban que la autora sabe utilizar esos elementos para crear atmósferas de tensión. Como buena viajera, como buena lectora del espectáculo del mundo, la autora sabe que hay creencias y prejuicios invisibles y antiguos en toda cultura y que se manifiestan de maneras variadas. En un cafecito de pueblo dos viajeros pueden terminar enfrentándose a lugareños xenófobos y esas tensiones, con su carga histórica, se viven en miradas, en silencios letales.
Por fortuna, esos problemas no agotan el espectro de experiencias de este libro, que tiene un cierre positivo: Isa busca integrarse en la tierra de acogida a través de un rito de año nuevo, mirando hacia el futuro. El reto principal para estos personajes desarraigados pareciera ser buscar una suerte de arraigo en la relación con alguien y, curiosamente, en la mirada hacia el mundo a través del viaje. Eli e Isa construyen hogar en su reencontrarse en distintas ciudades, en los recursos y categorías que ello provee para aprehender la experiencia, el mundo. El viaje se caracteriza por momentos y relaciones intermitentes pero que, como lo sabemos muchos inmigrantes, pueden ser una forma de construir familia, amor y una nueva identidad o una que conserve algo de aquella vida en el país que fue escenario de arraigo.
Una de las maneras en que este libro establece un paralelo acertado entre el viaje y la lectura es a través de los sentidos: la atención al mundo y al otro agudizan nuestra conciencia. Es la conciencia de que en nuestra lengua materna aprendemos a leer el mundo y transitarlo, de que a veces nos entendemos con nuestros seres amados sin hablar, o de que no siempre entendemos a los demás; es la conciencia del cuerpo, de las percepciones y sus relaciones con la memoria y la identidad.
Para los lectores de este libro se trata de un viaje con dinámicas diversas: recorrer lugares asombrosos, perderse, observar las relaciones humanas y sus funcionamientos, leer las calles y los dramas de una generación, incluyendo las crisis actuales de refugiados; lidiar con los traumas y recuerdos de la vida en la tierra en que nacimos, imaginarse una versión distinta del pasado en esa tierra, debatirse entre creer en el destino o en escoger, entre una relación u otra, entre despojarse de lo material del pasado o conservarlo.
Aunque uno de los retos existenciales de estos personajes es la conciencia de lo efímero de la vida, el libro escrito por Rivas Rojas y su materialidad artística indican que vale la pena narrar esas experiencias de carácter universal. Así, cuando Isa y Eli visitan el Museo de la Inocencia en Estambul, inspirado en la novela de Orhan Pamuk, hablan de convertir la ficción en un espacio concreto. Estación de ruegos parece concretar la operación inversa, pero indicando que el motor sigue siendo la imaginación: con personajes contemporáneos, referencias y descripciones de ciudades, objetos y experiencias culturales, crea historias y un espacio-tiempo literario potente para viajar y acompañar a otros viajeros. Todo esto, y ciertas conexiones entre los relatos del libro, nos recuerdan que somos seres de historias y recuerdos compartidos con otros. Leamos este libro como viajeros que observan “el espectáculo del mundo”.