Chile: Seix Barral, 2024. 144 páginas.
Hay algo inefable en la reciente tragedia venezolana. Algo aún indigesto, incomprendido, que se resiste a la simplificación y al relato. Y en un presente de tuits y búsquedas en Google, pocos tienen la paciencia de escuchar un relato largo e intrincado, repleto de matices y contradicciones, que no se presta a una cómoda lectura ideológica. Quienes la presenciamos, en distintas etapas de su devenir, estamos siempre en dificultades a la hora de explicar qué es lo que ocurre, cómo es que ocurre y si las cosas son realmente como se dice que son. En parte ello se debe a que no siempre recordamos lo ocurrido, ni comprendemos lo que recordamos, ni logramos transmitir lo que la experiencia directa fraguó en nuestro entendimiento.
Semejantes dificultades, desde luego, no son exclusivas de nuestro gentilicio, ni siquiera de nuestra generación, sino que son propias de la dinámica del trauma. Primo Levi, italiano sobreviviente al Holocausto y uno de sus principales pensadores, distingue en su “Apéndice de 1976” de Se questo è un uomo dos categorías fundamentales de sobrevivientes, a juzgar por su actitud hacia lo vivido: los que intentan desesperadamente olvidar, que no hablan nunca del tema y procuran seguir con su vida, y los que muy por el contrario viven sólo para recordar y, especialmente, para impedir que el mundo olvide su tragedia. Estos últimos, según Levi, son quienes le hallaron un sentido a su tránsito por el Lager, lo comprendieron como algo ajeno a las arbitrariedades del azar y, por eso mismo, como algo que puede y debe ser comunicado.
Un gesto similar inspira el primer libro de Arianna de Sousa-García (1988), periodista venezolana radicada en Chile, titulado Atrás queda la tierra (Seix Barral, 2024). Se trata de un texto a caballo entre la elaboración literaria y el rigor periodístico, que a ratos guiña un ojo a Truman Capote y el New journalism estadounidense. Con los proféticos versos de Mi padre, el inmigrante de Vicente Gerbasi como inspiración, en sus páginas se hace frente a la construcción de un relato familiar y de país que responda a las inquietudes de un hijo nacido en Venezuela, pero criado en Chile.
Esto supone una exploración del recuerdo y, al mismo tiempo, un arqueo de las fuentes periodísticas ofrecidas al final del libro, es decir, una articulación entre lo íntimo y lo público, a través de un método sinuoso que obedece al fragmento, a lo en apariencia inconexo, sorteando así la tentación de los relatos maniqueos y las explicaciones totales. Se trata más bien de “la historia íntima de las naciones”, que según Balzac era propósito de toda novela. Más que una crónica del periplo que representa dejar un país en ruinas para reasentarse al otro lado del continente, Atrás queda la tierra es un intento por organizar el pasado, por dar en él con respuestas útiles a los retos del presente. Un intento, podría decirse, por comprender quién se es y de dónde se viene.
“En un contexto mediático internacional en el que el relato venezolano es combustible para las más excéntricas narrativas políticas y electorales, este libro insiste en la pertinencia de lo humano.”
Lo interesante es que el libro, al mismo tiempo, no duda en explorar los límites de su propio racconto, es decir, los límites de lo que puede relatarse. Y lo hace, además, de un modo ajeno al victimismo, que saca provecho al mandato de la crónica periodística según Juan Villoro, esto es, darle voz a los demás: las víctimas del hambre, a los progenitores chavistas, a los migrantes que sufren su país de acogida, incluso al hijo que no tiene ya recuerdos de Venezuela, pero tampoco logra sentirse chileno. Un collage de experiencias en que se trasluce la dificultad del decir, de ordenar y transmitir la experiencia vivida y por lo tanto también de discernir, de perdonar, de rearmar el rompecabezas de nuestra cultura.
En un contexto mediático internacional en el que el relato venezolano es combustible para las más excéntricas narrativas políticas y electorales, este libro insiste en la pertinencia de lo humano, vale decir, en las contradicciones del afecto y los recovecos de la memoria, en los fervores mesiánicos y el silencioso arrepentimiento, y sobre todo en la muerte, ajena por ahora, de quienes simplemente corrieron con peor suerte. Allí radica la irrenunciable responsabilidad del testimonio: la de ofrecerle a las generaciones venideras un relato honesto del dolor. Y como lo asoma la autora en una entrevista reciente, “lo que hagan ellos con eso, preservarla o trabajarla o no hacer nada en absoluto, es su decisión”.