Esencial 1982-2014. Andrés Morales. Santiago de Chile: RIL Editores. 2015. 154 páginas.
(Des)venturas de la profecía
Publicado en junio de 2015 como volumen inaugural de la serie Selección Personal con que Revista AErea, junto a RIL editores, abren una nueva apuesta editorial y de difusión para la poesía hispanoamericana –con el fin de que los autores se encuentren a sí mismos en su propia obra–, Esencial 1982-2014 viene a ser la quinta entrega de carácter antológico que el poeta chileno Andrés Morales efectúa de su extensa obra poética, en un recorrido que abarca más de treinta años de escritura. Pero tal vez en estricto rigor, es la tercera, dado que Poemas/Pjesme (2011) y oemas escogidos/ Poezii Alese (2014) son muestras bilingües –al croata y al rumano, respectivamente– que poseen un afán divulgativo, apostando por un corpus relativamente pequeño de poemas canónicos de la obra de Morales y que la crítica más perspicaz ha resaltado varias veces. Si eso es así, para buscar un referente de fuste al volumen que comentamos, tendríamos que remitirnos sin duda a la amplia y generosa Antología personal. Poesía 1982-2001 que bajo el patrocinio de la Universidad Diego Portales de Santiago y RIL Editores, vio la luz hace ya más de quince años y que sin duda fue un hito primordial en la escritura de Morales. En el intertanto, la Antología breve publicada por Mago Editores en 2011, es una antesala muy reducida que apenas deja entrever lo más característico del actual libro en comento.
Ciertamente en el proceso escritural de cualquier autor, la antología es un género que se presta a múltiples usos y diversas justificaciones: ejercicio de autocrítica donde el autor se desdobla en lector para seleccionar lo más granado de lo que haya hecho, síntesis de un periodo, un estilo o una serie temática con que se despliega un cierre de posibilidades, pero también apertura de nuevos recorridos, posibilidad de hacer balance en la caracterización de la voz más personal que la escritura va descubriendo, evaluación de lo hasta ahora escrito. La antología, como género, tiene sin duda varios usos y si es articulada por el autor mismo, adquiere rasgos personales que colindan con ser objeto de crítica y de lectura simultáneamente, como a su vez, reflexión acerca de lo que significa experienciar en el tiempo, el transcurrir mismo: cómo un poema que creíamos valedero o que creíamos justificado adquiere en el ejercicio antológico otra densidad, otro espacio y, a veces, hasta un incómodo silenciamiento. Como ejercicio de relectura bajo parámetros de un ordenamiento que no obedece necesariamente a la particularidad de los libros individuales que cita o requiere, la antología es un hito representativo en el desarrollo de una escritura: es su toma de pulso y también su nueva toma de aliento.
Creo que estas reflexiones son válidas a la hora de abordar Esencial, válidas en lo que implica tener ante nuestra mirada, un conjunto de poemas que urden una trama que se vuelve significativa en la lectura que los aborda, pero sin cercarlos en limitaciones explicativas u ordenamientos unilaterales. Sin duda, el volumen se ordena de modo cronológico –cualquier lector de la poesía de Morales notaría aquello–, pero sin la presión de estampar señas o indicaciones temporales o bibliográficas que nos remitieran a su inmanencia editorial o a su circunstancia de escritura. El continuo resultante de ello es impresionante: una tensión de vasto aliento donde se deja entrever una persistencia tonal y temática que va de poema en poema articulando una visión en el más amplio sentido del término, es decir, como una aparición indispensable de pensamiento, emoción, placer y arquitectura lingüística como pocas veces ha existido en la poesía chilena de los últimos lustros.
Un continuo que no deja lugar para lo superfluo, lo anecdótico o lo meramente testimonial: aquí el poeta desaparece tras el poema, sus indicios biográficos se convierten en escasa referencia y la voz que emerge desde el texto nos reitera una y otra vez que tanto el silencio como la experiencia son intercambiables como la necesidad extrema de un decir que no se queda rezagado en la contingencia cotidiana ni tampoco prisionero de lo inesperado. Más aún, lo que hay acá es una intensificación de las obsesiones que la poesía de Morales ha ido plasmando en más de 30 años: un afán de asir la belleza más allá de la maldición de su evanescencia; la reflexión a veces serena, otras amarga, del paso del tiempo; la incertidumbre de las cosas y objetos que nos rodean y que nos hieren con su maravilla; el dolor y perplejidad ante la, en apariencia, irrefutable violencia de la Historia; los fragmentos irruptivos que constituyen las imágenes de infancia; la densa urdimbre reflexiva que se pregunta sobre el quehacer poético mismo y que no encuentra respuestas satisfactorias si acaso existieran.
Pero esta veloz enumeración “temática” de los poemas de Morales, si bien pueden ayudar a comprenderlos como trama, como discursos que hacen de su masa verbal, hábito significativo, no agotan ni mucho menos explican su radical apuesta que se enraiza en un temple, en un animus decidor y para nada circunstancial: la tensión entre desencanto y trascendencia como opuestos que en vez de cauterizar la herida de lo real, la abren más y más, haciendo de buena parte de esta poesía un acto verbal e imaginario que se descubre así mismo en la frontera de la posibilidad misma de su decir. Eso posee un nombre, una feliz y a la vez trágica denominación: la desventura de la profecía. Porque la poesía de Morales, desde sus inicios y los poemas aquí reunidos lo aseveran una y otra vez, comulga con la videncia, con la necesidad inmemorial de ver más allá, de anunciar y referir, de presagiar y advertir. Pero como Casandra, su voz –el poema- no es oído, incluso su propia aseveración es puesta en entredicho, en primer término por el lenguaje mismo que invoca en una paradoja de cruel modernidad. En segundo lugar por la inutilidad misma del gesto ante un escenario vacío de significaciones y que entre nosotros es el rostro inhumano de los fragmentos de Historia que nos atacan e hieren a diario. El sinsentido ha hecho que la poesía se vuelque sobre su propio regazo, preguntando sobre su propia vaciedad. Así ha devenido un mensaje que anuncia nada a nadie, transformándose en una agónica incertidumbre ante los requerimientos casi absolutos del desencanto.
La poesía de Morales, al menos aquella que me parece más significativa o relevante, se vuelve así un tour de force de la imaginación mítica, plasmando en vez de una imagen plena y segura, un resto fragmentado de sentido que la violencia epocal difumina entre los recovecos humeantes de nuestras ciudades herrumbradas donde padecemos el olvido de la epifanía. En poemas como “Las visiones de Tiresias”, “Lázaro siempre llora”, “Escrito en el vacío”, “Los elegidos”, “Oráculo”, “Los videntes”, “El canto de la Sibila” , entre unos cuantos más, se plasma el duelo verbal que ello significa, donde el lenguaje, llevado al límite de su eufonía y de la prestancia habilidosa de su sintaxis versicular, se niega una y otra vez a caer en lo in-significante, en la ruina total que ya no dice palabras. Así, la belleza que se desprende de la arquitectura lingüística de la poesía de Morales nos muestra esta sugestiva paradoja: una poesía que no puede, ni quiere renunciar a su gesto de profunda necesidad mítica, ni aun en la precariedad de su contexto o de su asfixiante indiferencia, ni tampoco a la lucidez que implica saberse anunciando ese “algo” que el desencanto mira desde el rabillo del ojo.
Ismael Gavilán