El gran farsante. Luis Carlos Azuaje. Málaga. 2017.
El gran farsante lleva a la ficción un caso de la delirante realidad nacional venezolana. En abril de 2013, el joven Yendrick Sánchez, un chico con trastorno bipolar y esquizofrenia, subió al estrado de la Asamblea Nacional mientras Nicolás Maduro tomaba posesión de la presidencia. Su único delito fue interrumpir el acto, tomar el micrófono y decir: “Nicolás, me llamo Yendrick, ayúdame, por favor”. Tras el incidente, el joven enfrentó cargos por terrorismo, delincuencia organizada, asociación para delinquir y ofensa agravada al jefe de gobierno, y pasó un año y medio en una cárcel en Coro, estado Falcón. Más recientemente, el pasado mes de agosto, la meteórica y delirante vida de este espontáneo joven terminó en tragedia: fue asesinado por unos sujetos que confesaron haber incurrido en un “episodio de extravagancia sexual”.
La novela de Luis Carlos fue escrita y publicada antes de este siniestro desenlace y da dimensión ficcional a Yendrick (a través de Junior Mata), muy lejos de un tono trágico, desde una perspectiva abiertamente bufonesca y excesiva.
Desde el punto de vista de su género, El gran farsante, es una farsa. Es decir, está escrita en esa forma dramática, tan cara al teatro, en la que los personajes se desenvuelven de manera caricaturesca, en medio de una aglomeración de situaciones exageradas, acciones estrambóticas y conductas estrafalarias, cuyas escenas, abundantes en imaginación, se encuentran muy cerca del teatro del absurdo. Ubuesco, fue el adjetivo que inventó Foucault (a partir de Ubu Rey, de Alfred Jarry) para referirse al carácter grotesco del discurso de la pericia psiquiátrica. Es un adjetivo que calza perfectamente con esta novela, cuyo personaje principal, además de su carnavalización delirante, está clínicamente diagnosticado.
El gran farsante es una novela que contiene varias novelas.
Es una novela sobre la amistad. Junto a Junior están Miguel, Winkel, José y Atítaa, especie de club de los cinco, patrulla de jóvenes sin norte que ven en la fama y en la trampa del protagonismo mediático la ocasión para salir del anonimato y la mediocridad. Al estilo de un Stranger Things, en su versión caribe, veinteañera y conspirativa, estos cinco mosqueteros, irán tras el espejismo mediático bajo la convicción de estar realizando acciones transgresoras y/o revolucionarias.
El grupo se autodenomina La máquina de hacer churros y perpetran sus alocadas intervenciones públicas en una Venezuela ya herida severamente por la crisis. Hay una película argentina del 2003, llamada Buena Vida Delivery que recrea la crisis social y económica argentina del 2001 en la que una familia precarizada instala una máquina de hacer churros para enfrentar las severas dificultades económicas de aquel entonces. Abro un paréntesis: los primeros churros que se conocen en la historia de la gastronomía se hicieron en Murcia y la Mancha, cuyos habitantes son llamados Xurros, con X, en Valencia, que quiere decir groseros. De ser cierta esta etimología, la máquina de hacer churros de Junior, Miguel, Winkel, José y Atítaa puede verse como un artefacto creado para producir groserías, o más bien insolencias e insensateces en la escena pública nacional.
El gran farsante es también una novela de denuncia, en la que sus personajes son víctimas y herederos de un patrón de conducta del poder y un manejo del aparato de modelación política que se encargó de construir y fortalecer una y otra vez el personalismo y proyectó la imagen de un líder como el de una mega estrella pop. Ese carismático liderazgo seduce a Junior Mata, encarnando en él su patética parodia.
Es también una novela presidiaria, carcelaria, todo un género en la literatura venezolana. Pensemos en Guasina, de José Vicente Abreu, Memorias de un venezolano de la decadencia, de José Rafael Pocaterra o Los topos, de Eduardo Liendo, por solo mencionar tres ejemplos que corresponden a las dictaduras de Gómez y Pérez Jiménez, y a los movimientos armados de los años sesenta.
Narrada en primera persona desde la cárcel de Coro, donde Junior se encuentra recluido, no falta ni un motín ni la figura emblemática del Pran, líder indiscutido de toda cárcel venezolana, y tampoco se echa en falta la presencia de cierta ministra de asuntos penitenciarios conocida por todos.
El tema de la guerrilla tiene una curiosa presencia en la novela. Hay varios personajes secundarios que participaron de la lucha armada e incluso en la primera página se hace referencia a la muerte trágica de tres famosos venezolanos vinculados a ella: Fabricio Ojeda, Alberto Lovera y Donato Carmona. La conspiración, la violencia de los aparatos de represión del estado y el ambiente carcelario integran el menú de esta novela en forma de memoria social, no sin pasar por el filtro del desparpajo y el humor sardónico que nos empuja a reír de tristeza.
La referencia a la lucha armada viene a ser como un espejo deformante en el que se ven reflejadas las descabelladas conspiraciones planeadas y emprendidas por Junior y su pandilla, y este paralelismo es una crítica, entre otras cosas, a la desproporcionada acción punitiva por parte del estado contra un enfermo psiquiátrico. La lucha armada aparece, pues, con su transversalidad, como un intento de dar justificación histórica a la realidad actual igualmente plagada de injusticias, violencias y traiciones.
Es también una novela sobre la televisión. Un homenaje y al mismo tiempo una feroz diatriba contra la caja boba: “estaba la tele siempre en primer lugar –dice Junior–. Mi delirio era ver Venevisión en las mañanas, Radio Caracas en las tardes y Televen en las noches… Y por supuesto el Miss Venezuela”. Y por último es una novela dentro de otra novela, pues el protagonista acuerda con un extravagante e invisible agente literario escribir la novela que tenemos en nuestras manos.
El gran farsante explora las posibilidades de llevar a la ficción hechos puntuales de la compleja, espinosa e inaprensible actualidad venezolana. Es tan vertiginoso el carrusel de eventos delirantes y noticias descabelladas a los que estamos a diario acostumbrados a recibir de ese país, que no resulta nada fácil establecer la necesaria distancia temporal a la que nos obliga la escritura de ficción. Este esfuerzo, sin duda complejo y arriesgado que ha hecho Luis Carlos Azuaje con su divertida novela, demuestra que sí es posible, y que al menos existe una manera para entender nuestra tragedia actual a partir de un recurso dramático intrínseco a ella: la farsa.
Gustavo Valle