Argentina: Random House. 2022. 219 páginas.
En 2013 Julián López escribió la que tal vez sea una de las mejores novelas argentinas en lo que va de siglo, basada en la historia de la represión en la época de la última dictadura y narrada por un niño de siete años (Una muchacha muy bella). Luego escribió una novela erótica, el encuentro amoroso entre dos hombres, una novela lírica, dulce y amarga en partes iguales (La ilusión de los mamíferos, 2018). Y ahora acaba de publicar El bosque infinitesimal, una novela de estilo gótico que gravita sobre el eje de la perversión y lo siniestro, pero narrada en una lengua arcaica y, por si fuera poco, cómica. Evidentemente, López es un escritor a quien le gustan los desafíos.
El bosque infinitesimal es la historia de un joven médico en una ciudad llamada Sbörnika (trasunto de algún país al este de Europa a finales del XIX), quien junto a Blavatsky, médico cómplice y mentor, y su asistente Ávida, mantienen cautivo en un sótano a Gut, un salvaje, un miserable que han encontrado en la calle y con el que pretenden poner en práctica sus novedosas técnicas por el bien de la ciencia y el progreso, por el bien de la humanidad.
El protagonista es un médico que preferiría “abrir cuerpos vivos y no solamente estudiar la fisiología de los muertos”. Un misógino apenas disimulado, un soberbio, un sujeto que se siente llamado por el destino para someter a sus pacientes a toda clase de exámenes e inspecciones, siempre con la vista puesta en el futuro.
“LO MÁS DESTACABLE DEL PROYECTO CREATIVO DE LÓPEZ, DE LA OBRA EN SU CONJUNTO, ES LA VITALIDAD QUE IMPRIME A CADA PIEZA, CÓMO SE ENTREGA DE LLENO A SUS OBSESIONES”
Uno de los mayores logros de la obra es cómo mantiene la tensión alrededor del reo, dejando en suspenso a lo largo de varios capítulos lo que pretenden hacerle. En un momento estudian la posibilidad de llamar a un tatuador mandarín para imprimir en su piel los caracteres de su historial clínico: “Blavatsky proponía una solución final: hacer venir al oriental para que imprimiera su arte sobre la piel del opa y así portara, para siempre, los datos de la investigación médica a la que felizmente se prestaba”. Toda una escena kafkiana.
Además, el componente erótico planea por toda la obra. El médico se ve seducido por Ávida, después por un viejo compañero de cuarto con el que tiene un desopilante encuentro sexual: “los ojitos de Rufus no dejaban de regalarme esa lealtad de amigo arrodillado”. Pero siempre desde una posición de inferioridad, en calidad de sumisos: “La mujer que siempre atiende, que calla, que se esconde, la solícita asistente que guarda su lugar frente a la Humanidad toda y se postra obediente ante la ciencia; ¡Mi Ávida!”.
En las páginas finales es donde creo que la novela pierde por momentos al lector. El relato, que antes reposaba sobre la angustia de no saber a qué barbaridades someterían al reo, empieza una heteróclita suma de elementos de orden onírico y sexual, una serie inconexa de referencias a la dulzura que parecen no ceñirse al tono paródico y perverso que caracterizaba la obra.
Por otra parte, el psicoanálisis sobrevuela la obra sin aterrizar nunca, lo que hace ver ciertas alusiones a Freud, Lacan o Dufourmantelle un tanto desconectadas del resto, aunque ciertamente puede leerse esta clase de intervenciones contemporáneas como parte de la parodia.
El bosque infinitesimal es una novela sobre los abusos cometidos en nombre del saber, en nombre de la ciencia. La relación entre el saber médico y el poder –magníficamente representado en un varón, blanco, europeo– nos deja una sensación de impotencia, de vulnerabilidad, como si las cosas no hubieran cambiado mucho desde entonces. La patologización de la sociedad, la pulsión clasificatoria de las angustias y padecimientos, la medicación como salvación a todos nuestros males, nos recuerdan que aún somos Guts a la espera de un diagnóstico, pues como se dice en la novela: “El mundo quiere ser curado”.
Lo más destacable del proyecto creativo de López, de la obra en su conjunto, es la vitalidad que imprime a cada pieza, cómo se entrega de lleno a sus obsesiones, cómo da forma a su delirio, cómo sigue siendo fiel a su deseo. Y esa vitalidad proviene de la confianza en esas voces, completamente polifónicas, a las que López ha brindado una morada inscribiéndolas en la página en blanco.
Sus obsesiones pertenecen al reino del lenguaje. López se puede dar el lujo de escribir una oración con seis subordinadas en una lengua barroca, como una especie de sinfonía verbal, en una época en la que las pantallas y las redes sociales nos imponen su brevedad y todo parece hecho a imagen y semejanza de lo real.
En estos tiempos de autoficción y de relatos “basados en hechos reales”, la propuesta de El bosque infinitesimal es casi insólita (poco habitual, sin morada). Una comedia de época sobre dos esperpénticos galenos que pasan sus días examinando a un vagabundo en el sótano de su casa.
La obra de López es singularísima. Uno no se engancha a una historia, uno se engancha a un estilo. No importa demasiado lo que se está contando, pues la obra siempre nos pone en un lugar incómodo, nos obliga a cuestionarnos, cosa que se puede decir de un puñado de autores locales (de Aira, de Guerriero, de Kohan, de Cabezón Cámara). López pertenece a ese selecto grupo de incomprendidos (Di Benedetto, Saer, Gallardo), que avanzan con una prosa única y desmesurada por territorios desconocidos, de los que van a contramano de los usos actuales del lenguaje, de los intereses y de las estéticas imperantes.
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