Cortes de escena. Jorge Polanco. Barcelona: Isofónica. 2019. 81 páginas.
La búsqueda de la imagen justa, relatos mínimos, condensados, que abren/surcan una nostalgia del instante perdido como una mancha que ya es imposible sacar. Jorge Polanco, en Cortes de escena (Isofónica, 2019) intenta reconstruir una belleza desde los márgenes, como si el sentido se albergara en un escape o retorno desde y hacia la escritura.
El autor se encuentra con recuerdos y los difumina en historias y pequeñas sentencias, da retazos de un lugar imposible, al que no se le puede dar asedio. Las perspectivas y cambios de foco para dar con la significación de la imagen; revuelven su memoria, la oscuridad y la herida que conlleva retratarla.
El libro comienza con un gesto delicado y directo, un epígrafe de Godard: “No una imagen justa, sino justamente una imagen”. De esta manera se va conformando un corpus de 66 microrrelatos sin división, ni apartados, salvo por sus títulos que logran delimitar y “cortar” una situación/emoción de otra. Se podría insinuar que Cortes de escena contendría tres formas latentes: la fotografía del instante sin juicios aparentes, la pertenencia al pasado histórico y la reflexión sobre las imágenes en sí.
El desafío que retoma el autor en esta obra es moldear un itinerario que transmita la intermitencia de lo indecible; ese tejido del recuerdo que ciertamente se construye desde los hechos y las intuiciones, y que se distinguen en los relatos por una voluntad de poetizar la crónica, tal como una fotografía que en el camino comienza a densificarse, cristalizando en imágenes más conscientes de su estado. En “Café subterráneo” hay versos que intuyen bellamente esta pérdida del registro: “Alguna vez me dijo que la memoria se repite en ella como a codazos en la oscuridad”, o cuando afirma más adelante: “Es un rito que conservo como una forma de alimentar el desierto que crece, poco a poco”. La narración que deviene en lírica, prosas que perciben retornos como rumores de soledad y que irán tiñendo todo el viaje del narrador.
Cortes de escena como sentido de indeterminación, lo que se va a perder o ya se está perdiendo y el desafío por dar con esa mirada desde una “escena” o “espacio” fijo y externo al que observa. El autor ya lo sugiere en “Crepuscule with Nellie”: “Viaja con el anonimato de una herida y la luz discontinua en las palabras”; ¿son estos los espejismos que buscan delimitar la indeterminación de la imagen?, ¿lo narrado brota desde la nostalgia por volver a las formas primigenias? Así se distingue en una de las protagonistas de “Gabriela”, relato que recuerda a la Mistral: “Ella cifraba nuestro encuentro en un lugar inexistente, describía un parque rodeado de muros y criptas; se detenía especialmente en un viaje en que nos encontrábamos y me leía con detenimiento cada vocal, solamente vocales, dejando pasar las consonantes como un río que se desborda”. Es clave aquí la intención del autor por traspasar esa búsqueda al lector(a); el lugar de la creación, la escritura de esa primera y desconocida pulsión que inevitablemente se une a una concepción filosófica de la realidad. Desde los versos implícitos de estos relatos, aparecen conceptos ligados al silencio o lo inefable y a su vez, lo que se recontextualiza a sí mismo: “¿Cómo es posible estar en un sitio. Y en otro también?”, sentencia el autor recordando a Carver, es decir, ¿cómo esbozar en la escritura, la distancia que no se puede acortar, que deja una huella como leve superficie que retrata una realidad más compleja, subterránea a ratos y que asimismo, insinúa y plantea dudas sin dar juicios, ni cierres? Uno de los cuentos lo subraya, “Tal vez exista una edad para dejar de bailar como de escribir” y pienso, ¿dónde reside la negación/contradicción de escribir o ser escritor?, ¿es natural esa constante distancia? El lenguaje concebido como una valla que experimenta su profundidad, no su instrumento o su belleza, diría Barthes. Por lo tanto, el escritor tendría la intención y pretensión de cristalizarse en ese fin, de dar con la imagen justa, escindiéndose de su forma y convirtiéndose en lenguaje.
Todas estas ideas que implícitamente nos propone Jorge Polanco; brotan, quedan suspendidas, se diluyen y regresan con fuerza a múltiples historias que representadas desde su espesura, dictan brevemente su parte más esencial. Tal como Roger Caillois en su libro Piedras demuestra que en el interior de ellas y en el modo en que dan con su forma, habría una especie de reducción, de miniaturización de todas las cosas que existen en el mundo. Así, los relatos finales de Cortes de escena se irán transformando en secretos como piedras arrulladas por una mano que las escribe. En “Dedicatoria” se lee: “La amistad, como la literatura, fue entre nosotras sentirse bien en un lugar imposible”. Hay una belleza en la nostalgia que te deja una imagen, eso que se revuelve dentro y luego te pide cuentas. En este libro, el autor logra retornar para reconocerse, se permite tener miedo al regreso, al refugio que implica volver a la casa de los padres, a la zona de relectura, a la destrucción necesaria para poder crear el olvido. ¿Quién mide y delimita todas estas superficies? Me quedo con una imagen, la estela de un vagón que olvida a la escritura; la subraya, la guarda, la quema como un Ulises o un Ícaro que por ambición, libertad o rebeldía intentaron volar hacia ese fuego inevitable.
María José Cabezas Corcione
Universidad Austral de Chile