La forma de las ruinas, la más reciente novela de Juan Gabriel Vásquez, debe su título a una hermosa frase de Julio César de Shakespeare: “Eres las ruinas del hombre más noble…”. Después de leer las 547 páginas de esta portentosa historia, pienso en otras palabras del mismo Shakespeare que también hubieran servido: “Muertos conozco yo, señor, que hablan más que los vivos”.
La frase se la dice un sepulturero al príncipe Hamlet, poco antes de que este descubra que esa fosa que está siendo cavada es la de Ofelia, su propia hermana, que acaba de suicidarse. Como un lejanísimo pariente de este sepulturero isabelino, Juan Gabriel Vásquez, armado de un cráneo, una vértebra y un recuerdo de García Márquez, ha construido con la minuciosidad de un antropólogo forense una novela que logra con maestría condensar la historia colombiana del siglo XX.
La vértebra pertenece a Jorge Eliécer Gaitán, el líder liberal asesinado el 9 de abril de 1948. Al completar el primer tercio de la novela, el lector pudiera pensar que Vásquez ha decidido enfrentar la bête noire que es para Colombia el Bogotazo. Es decir, descifrar ficcionalmente el asesinato de Gaitán, cuyas terribles consecuencias modificaron para siempre el mapa político, social y cultural de su país. Así lo hace parecer la fascinación oscura que despierta en el narrador de la novela –que también se llama Juan Gabriel Vásquez– el personaje de Carlos Carballo, un cultor de las teorías de la conspiración, que le ha encargado la escritura de un libro.
El libro encargado debía darle cuerpo a una sospecha principal: la de que el verdadero asesino de Gaitán no había sido Juan Roa Sierra, mero percutor del gatillo, sino un hombre de traje gris de tres piezas y modales de duque británico. Las cursivas pertenecen a la propia novela, pues allí se cita un pasaje de las memorias de Gabriel García Márquez donde el Nobel colombiano narra sus recuerdos como testigo de aquel día, otorgándole a los delirios de Carballo un abolengo testimonial y literario considerable.
Para orientarlo en su misión, Carballo le facilita a Vásquez documentos y diversos testimonios que serían las pruebas palpables de una gran conjura. Una conspiración que no se limitaría a lo sucedido aquel 9 de abril, en Bogotá, sino que también proyectaría su sombra hasta el 22 de noviembre de 1963, en Dallas, Texas, cuando asesinaron en parecidas circunstancias –eso, al menos, es lo que piensa Carballo– a John F. Kennedy.
A pesar de la evidente atracción que provoca semejante interpretación de la historia, el enigma del relato se desplaza hacia la figura de este conspirador retrospectivo que sería Carlos Carballo. ¿Quién es? ¿De dónde le viene esta obsesión anacrónica por resolver el asesinato de Gaitán? ¿Qué busca en realidad?
Ante la imposibilidad momentánea de responder esas preguntas, Vásquez, el narrador y personaje, se orienta hacia otros dos meandros de su relato, que desarrolla con gran solvencia. En uno de ellos, de clara orientación autobiográfica, narra las complicaciones médicas del embarazo de su esposa, el nacimiento de sus hijas gemelas, la vida en Europa. Allí da cuenta, a su vez, de la escritura de sus novelas. Entre ellas, la celebrada El ruido de las cosas al caer, lo que le permite incorporar de manera tangencial un elemento indispensable de la historia reciente de Colombia: esa esquirla vengativa llamada Pablo Escobar.
El segundo de estos meandros termina siendo el verdadero correlato de la novela. Se trata de la historia del asesinato, el 15 de octubre de 1914, del líder liberal Rafael Uribe Uribe. A este personaje pertenece el cráneo que, al igual que la vértebra de Gaitán, circulará clandestinamente entre diversas manos y a lo largo de varias décadas como reliquia y como prueba del delito. Desde una perspectiva histórica afín al liberalismo colombiano, en oposición al conservadurismo, el asesinato de Uribe Uribe tiene la condición fundacional, mítica, de un primer crimen. Lo que conduce, inevitablemente, a la concepción bíblica de un primer asesino. Y no otra es la interpretación que hace Carlos Carballo: la raza de Caín, que mató a Uribe Uribe, es la misma que mató a Jorge Eliézer Gaitán y es la misma que, abierta o secretamente, detenta el poder.
Por la amplitud que asume en el curso total de la historia, más que un meandro, el asesinato de Uribe Uribe y el posterior juicio a sus asesinos materiales, es el principal afluente del relato. De las nueves partes en que está dividida la novela, cuatro están dedicadas a este crimen, como si el autor quisiera dejar muy claro que de aquellas lluvias, estos lodos. Sin embargo, más allá de las circunstancias específicas del asesinato, quien (de nuevo) absorbe progresivamente la atención y deviene centro de los acontecimientos, es el personaje encargado de encontrar la verdad. En este caso, el joven inspector de Obras Públicas Marco Tulio Anzola.
Anzola es una especie de ancestro detectivesco del propio Carballo, el fundador de aquella raza de Abel que no sólo es condenada a sufrir la muerte del líder, sino que además es perseguida por la raza de Caín, con la bendición de Dios y de la iglesia católica. Este desmontaje del relato bíblico, cuyas enseñanzas quedan vaciadas por la amoralidad esencial de los hechos mundanos, sitúa a La forma de las ruinas en esa tradición de los vencidos de la que habla Ricardo Piglia, donde la Novela es una bomba que hace estallar –o, al menos, eso intenta– el relato centralizado, único, del Estado.
La intensidad de este conflicto entre la imaginación y el poder fluctúa en la medida en que el narrador pacta o no con la obsesión de Carballo. Este, a veces, es simplemente un loco, un paranoico y un retórico de la conspiración. Otras veces, como Hamlet, es un loco con método, que sabe que hay algo podrido en el reino. Lo cierto es que así como Vásquez se pregunta por las motivaciones de Carballo, uno también hace lo mismo con respecto al propio Vásquez. Pues, a fin de cuentas, ¿qué pueden tener en común dos personajes tan disímiles? La respuesta, por evidente, no es menos compleja: Colombia, el territorio de sus respectivos desvelos.
El regreso de Juan Gabriel Vásquez, tanto el de la ficción como el de la realidad, a su país natal, supone el retorno a las coordenadas y a los misterios del origen. A esos enclaves que, a pesar de todo, permanecen idénticos a sí mismos y que al regresar nos permiten decir que pertenecemos a un lugar y a una historia comunes: esa otra herencia que, inevitable como la genética, los padres transmiten a los hijos. Y donde, en noches de insomnio, ya no podemos distinguir, como un paisaje fundido en negro, lo vivido, lo soñado y lo temido.