“Somos una sociedad que ha aprendido a reírse de sus desgracias, sea el fútbol, la política o la economía, y eso merece estar representado en la literatura. Ni reírse es de bobos, ni la seriedad es de inteligentes”
Es curioso, cuando se piensa en literatura peruana suele venirse a la mente novelas en las que el humor es un elemento ausente, mínimo o intrascendente. Pensemos en Redoble por Rancas, por ejemplo, un libro que hace alusión a las luchas indígenas en la región de Pasco. En Conversación en La Catedral, en el que se narra la historia de represión de la dictadura de Odría. En los ríos profundos, en que se cuenta la historia de las injusticias que enfrenta un muchacho andino de catorce años. Ni hablar de La violencia del tiempo, una obra cuya monumentalidad la vuelve indescifrable para la gran mayoría de lectores y que se ha convertido, ahora último, en la nueva “joya oculta” de la literatura peruana según algunos académicos, escritores y críticos que escriben con la mano izquierda. Resulta extraña la aureola de solemnidad con la que se ha envuelto la literatura. Parece ser que la obra literaria, mientras más descarnada, dura y desconsoladora (y hasta política), es mejor. Pareciese que el pobre escritor peruano está condenado a escribir sus textos como si fueran trabajos sociológicos, académicos o periodísticos. Está condenado a escribir sobre masacres, golpes de estado, luchas, marginación o racismo. La alegría, según algunos, resulta frívola en un país como el nuestro.
Pero no es así, a pesar de que la famélica crítica nacional nos empuje a pensar lo contrario. Existe, aunque nadie hable de esto, una vía del humor en nuestra literatura. ¡Cómo no va a ser! Si nuestra sociedad ha aprendido a reírse de sus problemas (algunos sin solución), de sí misma, de la maravillosa bendición y maldición de ser peruano. Y vaya que es difícil definir lo que es ser un peruano en los tiempos de la República memera del Perú. Nuestra jocosidad (hasta, incluso, cojudez), aquella que nos permite crear memes hasta de los golpes de estado, no ha sido explorada ampliamente en la literatura nacional. Entonces, es importante, mejor dicho, es un deber explorar y limpiar el camino del humor en la literatura peruana apartando de este las ramas caídas, las hojas secas y, por supuesto, las telarañas.
Nuestro flamante Premio Alfaguara 2023, Gustavo Rodríguez, se hizo de aquel galardón con la novela Cien cuyes, que trata principalmente sobre el deterioro y la vejez. El crítico Javier Agreda menciona con asertividad que partes de la novela están escritas en clave de humor. Ahora bien, si hablamos de comicidad, entre Rodríguez y Roncagliolo (Premio Alfaguara 2006 por Abril rojo) existe una mejoría. Aunque claro, esto no tiene nada que ver con la calidad literaria. Jaime Bayly, también este año, ha publicado la novela Los genios, que trata la historia del puñetazo de Mario Vargas Llosa a Gabriel García Márquez, dos de los pesos pesados de la literatura latinoamericana. Si hablamos de humor, Jaimito ha tenido un éxito rotundo (si hablamos de ventas, también). Pues el humor, como herramienta literaria, permite tener un amplio espacio para dejar florecer lo monstruoso y los vicios de los personajes. Dudo que Gabo haya sido tan marihuanero como el de la novela y también dudo que Marito haya tenido la vocación de boxeador que propone el autor, ni que tampoco tome tantos vasos de leche como en la novela. A pesar de ello, no pongo en duda de que existe cierta verdad en el texto y que esta nos permite conocer a estas dos personalidades icónicas. La habilidad de Bayly es haber construido una novela entretenida, que colinda entre la realidad y la ficción, y hace reír a carcajadas al lector. El humor no es una novedad en nuestro enfant terrible de cincuenta y ocho años, aparece siempre en las columnas que publica en diversos diarios y plataformas internacionales y, también, en su libro de cuentos Yo soy una señora.
El escritor Fernando Iwasaki publicó en 1994 la novela Inquisiciones peruanas, un libro que a tono de humor muestra los pecadillos y la jocoseria de una sociedad que aparenta ser sacra, ceremoniosa y con olor a sacristía. Y, aunque este libro trate de los tiempos del oscurantismo y la inquisición, bien se podrían trasladar los pecados y las tentaciones a los barrios urbanos de la Lima actual. ¿O, acaso, la envidia, el deseo y la lujuria, no siguen siendo prendas de lavado en las misas dominicales? El humor es un arma letal que desnuda a cualquier sacerdote, por más rostro de pater noster que tenga (disculpen que se me salió el latinazgo). Julio Ramón Ribeyro, cigarrillo en mano, exploró una comicidad púdica en Dichos de Luder, un libro aforístico en el que el personaje principal opina sobre ciertas cosas de manera lúdica, irónica y juguetona: “Nunca he sido insultado, ni perseguido, ni agredido, ni encarcelado, ni desterrado –dice Luder–. Debo en consecuencia ser un miserable”. Vamos ahora a los cuarteles, Pantaleón Pantoja decide abrir un servicio de visitadoras para calmar los ímpetus lujuriosos de la tropa en Pantaleón y las visitadoras, que está escrita en un tono ajeno a lo que Mario Vargas Llosa ha acostumbrado a lo largo de su exitosa y brillante carrera literaria. Hay que decirlo, el humor no es el fuerte de nuestro novelista más universal. Inclusive, en sus conferencias, hasta la risa, parece haber sido ensayada. Nuestro Premio Nobel, quien hace poco ha anunciado su retiro con la publicación de su última novela Le dedico mi silencio, hizo uso del humor en su novela publicada en 1973 para poder hablar descarnadamente de la corrupción en el ejército peruano. Entre risa y risa, entre burla y burla, empieza a asomarse una verdad monstruosa: el ejército necesita contratar prostitutas para no violar a las mujeres del pueblo. Hubiera sido imposible hacer esa denuncia con un tono diferente, especialmente porque en aquel tiempo se vivía en el Perú la dictadura militar de Velasco Alvarado.
“La primera novela moderna de la historia de la humanidad fue un texto cargado de humor, ironía y parodia, no fue una novela sociológica de corte “serio” y solemne (por eso nadie conoce a Mateo Alemán)”
Volvamos a los temas sacros…una monjita era la encargada de inyectarle en el trasero a Martín Romaña medicina para las hemorroides o lo que el mismo personaje tituló “su viacrucis rectal”. Claro está, que Alfredo Bryce Echenique es uno de los maestros de la comedia peruana. Y ninguno de esos académicos y críticos que condenan el humor, por más cara de paper que tengan, puede negar la calidad literaria de nuestro aristocrático que viajó a París para aprender a ser escritor, aunque las acusaciones de plagio de sus textos periodísticos mermaron su carrera. Se ha dicho mucho, especialmente en las presentaciones de sus libros y en entrevistas, que el estilo de Bryce, con gin and tonic incluido, es una rara avis (disculpen de nuevo), que antes de él no existía el humor en la literatura peruana. Eso para la publicidad está bien, pero no es verdad. El autor de Un mundo para Julius toma su estilo de dos antecedentes que, a mi parecer, son directos.
Permítanme ahora descender a los infiernos literarios, a los socavones de nuestra tradición. Déjenme pasar la escoba sobre las hojas secas. El primer antecedente directo del estilo de Bryce Echenique es Duque, la novela de José Diez Canseco publicada en 1934, considerada la segunda novela queer del Perú después de Confesiones de Dorish Dam de la escritora Delia Colmenares (1929). No viene al caso hablar sobre lo queer porque no es el tema de estas líneas. Duque está escrita en tono de humor desde el inicio, cuando el señorito de veinticinco años, Teddy Cronwchield, tiene el dilema de elegir una corbata entre las ciento catorce que tiene en el closet, hasta el final, cuando explota el escándalo en la pacata ciudad de Lima. Los personajes de aquella novela transitan entre los elegantes cafés del centro de la ciudad hasta los principales prostíbulos y fumaderos de opio. No es una coincidencia, Bryce tiene que haber leído esta novela porque los recursos narrativos son, en algunos casos, los mismos, especialmente el uso de los idénticos anglicismos, como es el caso del famoso “darling” de Susan en Un mundo para Julius.
El otro antecedente, aunque pueda parecer extraño, viene de Ricardo Palma (sí, Ricardo Palma) que, a diferencia del semblante de misa de sus hijos Clemente y Angélica, hizo alarde de su sentido del humor en Tradiciones en salsa verde. Nuestro bibliotecario mendigo se vuelve lenguaraz y, hasta soez, ajeno a su pose solemne con los bigotes peinados e inmóviles. Se burla, con desparpajo, de personajes históricos y serios, de cuyas figuras se han hecho bustos de bronce (cagados siempre por alguna rara avis). No se salvan de su pluma ácida Antonio José de Sucre, Simón Bolívar (con sus veinte mil nombres) ni tampoco Ramón Castilla con sus desvaríos amorosos. Abunda la prosa y el verso malicioso, el doble sentido y el tono de chisme: “Un día dijo a un mozo/A la sombra de una higuera/ En no metiéndome a monja/ Méteme lo que tú quieras”.
Este libro no fue publicado sino hasta el último tercio del siglo XX. Está claro que Palma padre no publicó este libro porque el bronce, los galardones y el título de prócer deben defenderse, pero no está claro por qué los Palma hijos no publicaron el manuscrito. Aunque no imagino a Clementito publicando un libro como este, ni mucho menos a Angélica que estaba tan obsesionada en cómo debían comportarse las damas de su tiempo. Fuera como fuese, Tradiciones en salsa verde es un libro que termina por humanizar a nuestro tradicionalista, cuya obra canónica tampoco está exenta del humor, aunque este sea mucho más costumbrista y recatado. La habilidad de reírse de lo patriótico la hereda Bryce de Palma: “¡Avanza Perú, gol de Brasil!”, además, ambos también coinciden por ser representantes del criollismo.
Permítanme descender a la cuarta zona del infierno literario, al socavón más lejano, para demostrar que la risa es tan parte de nuestra tradición como el llanto. En los tiempos del virreinato, cuando estaba prohibida la novela en América, Juan del Valle y Caviedes escribió Diente del Parnaso, su único libro. Este está lleno de versos satíricos en contra de los médicos de su época, a quienes compara, incluso, con verdugos. La poesía satírica no era la excepción por aquellos tiempos, antes del Romanticismo abundaban en España los poemas satíricos. Pero, si aun así no me creen, basta con ver el caso del Quijote, una novela considerada disparatada en su tiempo y cuyo personaje principal puede ser, al mismo tiempo, el hombre más orate y el hombre más cuerdo del mundo. La primera novela moderna de la historia de la humanidad fue un texto cargado de humor, ironía y parodia, no fue una novela sociológica de corte “serio” y solemne (por eso nadie conoce a Mateo Alemán). Ni hablar de las comedias de Lope de Vega, en las que hacen apariciones los graciosos como personajes. Ni del soneto “A una nariz” de Quevedo en el cual se hace sorna del aspecto físico de Góngora: “Érase un hombre a una nariz pegado/ érase una nariz superlativa…”. Nadie puede discutir, por más rostro de académico que se tenga, que estas obras son los textos fundamentales de nuestra tradición. Nadie podría calificar estas obras como “poco serias”. La dicotomía comedia-tragedia, Aristófanes-Sófocles, Lisístrata –Antígona, que hemos heredado de los griegos, se mantiene vigente hasta la actualidad.
Con todo esto dicho, es necesario empezar, por fin, a valorar el humor (que no es abundante) en nuestra literatura. Llama la atención no encontrar ninguna escritora peruana enlazada directamente con el humor, ojalá que en el futuro se animen a explorar esta senda que es parte fundamental de nuestra tradición. Esto no significa que no debamos apreciar las obras “serias”, sociológicas, políticas y descarnadas, estas son trascendentales para entender una sociedad tan patichueca como la nuestra. Pero también son importantes las obras que reflejan el humor de los peruanos. Especialmente porque este está presente en nuestro día a día, en las redes sociales, en la televisión, en la República memera del Perú, colorida, estrambótica y estrafalaria. Somos una sociedad que ha aprendido a reírse de sus desgracias, sea el fútbol, la política o la economía, y eso merece estar representado en la literatura. Ni reírse es de bobos, ni la seriedad es de inteligentes. El humor es un arma letal que desnuda hasta al académico más serio, por más cara de enciclopedia que tenga. No todo es seriedad, revolución y masacres. También nos está permitido reír.
Oklahoma, 2023