Lima: Paracaídas Editores. 2023. 45 páginas.
Sin poder intuir la vasta deforestación de los bosques y la evolución del libro, Miguel de Unamuno resaltaba en 1913 la indesligable relación entre libros y árboles y la primacía de estos últimos. El escritor español dejaba traslucir, de este modo, el íntimo nexo que los escritores establecieron con estos seres, al admirar su calidad de montaña sagrada y de habitáculo de aves y rendirse ante su polisemia, su abanico de colores y sus ramas esqueléticas y elocuentes. Por lo mismo, no fue extraño que tuvieran alguna especie a la cual prestaran esmerada atención y prodigaran sus afectos. En el caso de Rossella Di Paolo, ese árbol es un jacarandá: a través de él percibió la fuerza del lenguaje poético al descubrir que el árbol era “altar de ramas, de pájaros, de hojas”, como en el poema “Árbol”, de Javier Sologuren, y que el sol podía brincar en él, como nos dice Martín Adán en los versos de “Sol”. El quinto libro de Di Paolo es, pues, un homenaje al espléndido jacarandá de aquellos años. Para ello no encontró mejor epígrafe que el de Antonio Machado musitando en un arrugado papel antes de morir: “Estos días azules y este sol de la infancia…”. Y es que Cielo a tierra, el poemario más reciente de la poeta peruana, es una recopilación de poemas que lo tuvieron de inspiración, desde los azules años de la infancia.
La poeta hizo del árbol y sus habitantes un reiterado motivo en su obra, y dejó resonando en nuestro recuerdo el lamento del Pequod en La silla en el mar (2016): “más valdría haber sido simplemente un ataúd/ no salir nunca del puerto/ nunca talados los árboles que me hicieron navegar”. Esa desazón se trueca en este libro en una fiesta de color a la cual Di Paolo nos conduce solícita de la mano, con ojos saltarines y vivaces, brincando con la alegría de quien celebra la vida sentada bajo la copa de un amigo y confidente y juega con el lector para hacerle descubrir tonalidades que no sabía que existían. La ironía fina, característica de sus libros, es aquí dejada de lado, para que el sentido lúdico invada desde el inicio la obra cuando sugiere un sutil paralelismo entre el jacarandá que cuelga su sombra “con un clavito” el primer día de clases y la niña que lo hace con su mandil en la percha de la escuela. Ambos compartirán desde entonces un tiempo placentero en el que el árbol es el axis mundi: lugar de “rondas giros vueltas”, de saltar las ligas, jugar a la escondida, volar cometas o acometer el abordaje de sus ramas.
A lo largo de Cielo a tierra, que no está dividido en secciones como en anteriores libros de Di Paolo, y en donde, como nos tiene acostumbrados, los espacios vacíos y los silencios alternan con las palabras, la complicidad con el jacarandá se despliega e impone. Así, las fronteras entre salón de clases y jardín desaparecen: hojas verdes yacen en la carpeta, “guijarros conchas arena del día que no se asistió a clases también y la niña preguntará: sobre la tapia/ tus flores cerradas/¿me ven?”. La transgresión de espacios llega al punto de la metamorfosis. Por eso, a carpetas y pizarras les brotan hojas y ramas y aquellos resultan intercambiables. Además, el espacio abierto constituye un lugar de refugio para “encerrarse” con los libros y con la eclosión de azules que lo caracteriza, y que da lugar a una absoluta identificación con la actividad creativa, con los azules de la pluma fuente, de las letras, dedos, mandiles… El color inunda todo: flores azules por doquier bajando de “cielo a tierra” y el fresco humor de la poeta acotando: “el cielo sueña en tus ramas/pero se agacha/ para amarrarse los zapatos”. El estallido de tonalidades y matices no es óbice, empero, para que la conciencia de la finitud y del paso del tiempo se haga patente a través de la acción del viento que transforma todo o se lo lleva. En verdad, el viento se percibe como “el curso favorito (divagar)” del jacarandá, que sopla las hojas de la vida –como los niños que pasan delante suyo–, las del cuaderno de clases o aquellas en las que se descabeza estatuas para crear “chispita”, como ocurre en Piel alzada (1993). Devenir, transitoriedad y el desenlace inevitable: una hoja más que despide el árbol y el adiós avanzando entre una avenida de jacarandás que, como la pequeña hoja verde en la “Rama reverdecida” de Machado, representa la esperanza.
Pleno en reflexión sobre la actitud ante la vida, nos entrega en Cielo a tierra una sinfonía en azul, un himno vibrante a la naturaleza.
Los reiterados guiños al vate andaluz no pasan desapercibidos –no en vano la Generación del 98 fue clave en la vocación por la literatura de Di Paolo–, como tampoco lo es José María Eguren y “La niña de la lámpara azul”, y por supuesto Javier Sologuren –cuyo “altar” mostró la permanente relación de ida y vuelta entre cielo y tierra–, y sus haikus, que, como los de Alfonso Cisneros Cox, Ricardo Silva-Santisteban o José Watanabe, aportaron a la permanente búsqueda de lo esencial, de la palabra precisa capaz de condensar un sentido delicado, sutil y a la vez brillante. Así, el amplio bagaje cultural y literario de Di Paolo se pone en evidencia en cada una de sus entregas y conduce a diversos autores; el lector puede ver, no obstante, cómo ella los disfruta, admira, paladea, asimila, pero también da un giro y los suelta, pues no permite que el eco de esos poetas haga desaparecer su propia voz, siempre personal y auténtica.
Rossella Di Paolo nos brinda, en este formidable libro, de presentación impecable, texturas que invitan al tacto; también ofrece ilustraciones de Víctor Ynami, acordes con el refinamiento de los poemas que lo conforman: una obra íntima, que vuelve a sus orígenes con alegría y vitalidad, pero mostrando a la vez una apacible, serena madurez. En Prueba de galeras (1985), Di Paolo cantó al agua en la figura del fascinante mar, a la tierra y al aire con un lenguaje pleno en sugerencia; a partir de Continuidad de los cuadros (1988) descubre el fuego y con él la angustia y la sensación de urgencia, acentuadas en Piel alzada (1993 ), en donde llevó al interior de lo doméstico la rebeldía, la pasión, el encuentro, el desamor –siempre con exquisito humor–, así como la reflexión en torno a lo verde y sus variadas y encendidas tonalidades invadiendo todo, incluso el escritorio. Luego de La silla en el mar (2016), en donde el color se repliega un tanto para dar lugar a un libro complejo y cerebral, pleno en reflexión sobre la actitud ante la vida, nos entrega en Cielo a tierra una sinfonía en azul, un himno vibrante a la naturaleza y demuestra, una vez más, una admirable versatilidad que saludamos y agradecemos.