Granada: Valparaíso Ediciones. 2022. 50 páginas.
Entre algunos de sus rasgos, el lenguaje verbal humano se comporta como un vehículo que permite sondear y cuestionar sus propios límites, y también como una herramienta que se interna en nosotros para explorar nuestra subjetividad. Tales son las características con las que podría dialogar Mi alfabeto gélido, segundo poemario publicado del poeta y crítico peruano Camilo Fernández Cozman tras veintiocho años de que Ritual del silencio (1995) viera la luz. Asimismo, cabe resaltar que el lenguaje verbal que señalamos se encuentra ficcionalizado o literaturizado, vale decir, intervenido por la conciencia estética del autor, pero subrayando que lo estético no solo refiere a las nociones de orden, de armonía u otras similares, sino también al amplio espectro que supone el sentir. A continuación, repararemos en tres puntos del libro que son solo rutas que este nos plantea.
Un aspecto inicial es la constante reflexión que la voz del poema realiza respecto del lenguaje y de las condiciones que este le ofrece para la creación. Así, en esta serie de textos estamos ante un locutor que se repliega casi siempre en la primera persona, hecho que conlleva a que se indague sobre el tema del lenguaje y, en paralelo, a que se establezca una conexión con el espacio y, sobre todo, con el cuerpo. Todo lo anterior resulta relevante no solo porque evidencia las limitaciones de las palabras –cuya representación emerge como sinécdoque (parte-todo) del sistema lingüístico-normativo que nos rige–, sino también porque el propio cuerpo del locutor se ve afectado por el lenguaje, lo cual produce una suerte de trasvase entre la materialidad verbal y corporal. De una parte, entonces, advertimos un filón metapoético y, de otra parte, una palabra que se encarna en un cuerpo lábil y poroso.
Por ejemplo, en función de lo estrictamente lingüístico, lo metapoético está en versos como “el abecedario que me consume” o “la oración a la que llego mudo”; mientras que la idea de la palabra que se incrusta en el locutor la hallamos en otros versos como “y yo con una coma en la garganta”, “la coma que sabe a sombra” y también en la pregunta “¿O jugar con las hojas secas, / con las palabras insondables / que me asfixian?”. En ambos grupos, el locutor se envuelve en una lucha constante con el lenguaje para expresar lo que piensa y siente, aunque por momentos dicha tensión se alinea más a las coordenadas de lo racional que bloquea la latencia de una afectividad –desde nuestra perspectiva– más potente. Algunos de los poemas que se concentran sobre estas ideas son “Mutismo”, “Consonantes”, “Triturando sueños”, “Ejercicio de ortografía” o “Arte poética”.
La publicación de Mi alfabeto gélido nos muestra una voz que amplía su proyecto creativo inicial hacia otras aristas como lo metapoético, la paternidad y la condición del ser humano…
El segundo punto que nos interesa señalar es la relevancia de la familia (con énfasis en la figura del hijo) para un locutor que se presenta como poeta o, en su defecto, como un creador verbal. Además, aseveramos que la conciencia estética del autor dialoga de forma interesante con la tradición poética peruana; tal es el caso del vínculo que se percibe entre “Dinosaurio”, del poemario en cuestión, y “Toy”, de Blanca Varela, ya que ambos textos –cada uno desde la óptica del padre y de la madre, respectivamente– giran en torno a la contemplación de la performance lúdica del hijo, la cual se presenta como una suerte de germen poético. El tema de la relación padre-hijo se complementa con otros poemas que expresan la dialéctica, muchas veces friccional, entre dos generaciones (“Los bordes de un racimo”), la inocencia del hijo frente a la ferocidad del mundo (“Luciano”) o la complejidad y la angustia ante esa continuidad de vida que supone el hijo (“Quisiera”). En todos ellos, el flujo afectivo late en las palabras y diluye brevemente la racionalidad.
Por último, destacamos el aliento introspectivo que se da por medio de una especie de sondeo de la propia condición del ser humano que, algunas veces, se proyecta en lo rutinario, en la soledad y en la ausencia (quizá) del ser amado. Así, la referencia a palabras como “espectro”, “monstruo”, “fantasma”, “fantoches”, “esperpentos” o “remedos” no hacen sino destacar la situación gris y turbia en la que se encuentra el locutor, y que, según esta serie de poemas –entre los cuales cabría destacar a “Sombra”, “Célula”, “Espectro”, “Desliz” y “Elegía”–, pretende constantemente alcanzar un punto que le ayude a encontrarse, a definirse y a saber quién es. Por ello, la presencia de la soledad (no hay amigos y tampoco madre ni amor) se convierte en un espacio de elucubración solitaria y disfórica, y en una interesante búsqueda del rostro: “me pongo las sandalias / y busco mi rostro” o “Yazgo sin rostro”.
En suma, la publicación de Mi alfabeto gélido nos muestra una voz que amplía su proyecto creativo inicial hacia otras aristas como lo metapoético, la paternidad y la condición del ser humano en ciertas circunstancias. Inclusive el propio título nos adelanta la situación fría, tétrica y de quietud que expresan los poemas; vale decir, de una secuencia personal de palabras estáticas que, paradójicamente, sirven para la creación. Ahora bien, aun cuando hubiera sido interesante encontrar un poco más de riesgo de parte de la conciencia estética del autor, rescatamos el aspecto afectivo que se filtra en algunos poemas, lo cual permite advertir una escritura mucho más fluida. Finalmente, la repetición de la búsqueda conduce muchas veces a más interrogantes y a que el locutor se inserte en situaciones que lo sobrepasan; y es quizá por ello que su voz interpela con los siguientes versos: “somos eres / un puñado de silencio”. Es en tal silencio, pues, que el locutor ausculta sus dimensiones más profundas y quizá su condición de “humanidad”.