Nunca entregues tu corazón a una planta nuclear
Ya los bares están cerrando.
Desde la ventanilla del taxi que me lleva de vuelta a casa veo las luces de la ciudad reflejándose sobre la bahía.
A mi derecha, apartamentos de lujo completamente vacíos.
Ya nadie sueña con vivir cerca del mar.
La tormenta inutilizó casi todas las líneas de transporte subterráneo.
Largas filas de tractores procuran en vano recomponer los túneles deshechos, pero la sal no deja de hacer su propia excavación en el acero de los refuerzos y los rieles.
Sin embargo, la gente continúa bebiendo, haciendo amigos y enamorándose sin control.
Fumando irresponsablemente en los balcones mientras, bajo la ceniza, colapsan las redes urbanas.
Muchos aseguran que no hay nada que temer, que los acontecimientos han sido exagerados por los noticieros y la ansiedad general.
Son las cuatro de la mañana y ya me deslizo entre ríos de fieles que cargan imágenes de la Virgen, suben y bajan de camiones y cruzan a pie las autopistas a dos grados bajo cero.
No soy quién para cuestionar los códigos de la desesperanza.
El taxista maneja en sospechoso silencio, como si callara un secreto de Estado.
Como si conociera el propósito de las últimas inundaciones.
Siempre hay alguien que se nos acerca para decirnos quédate un poco más, no te vayas, ahora es que se va a poner buena la fiesta.
Pero yo no dejo de pensar en la inmodestia de las casas con vista al mar.
Quienes habitaban las costas de Fukushima durante la Edad Media colocaron por todo el terreno tabletas de piedra con advertencias precisas:
……………………………………..No construir en esta costa | Riesgo de tsunamis.
Hoy las corrientes radiactivas han alcanzado las playas de California, México y Perú.
La gran zona de plástico del Pacífico ya comienza a disolverse por la acción de los isótopos.
A las oficinas del gobierno llegan cientos de familias afectadas por la misma radiación que hace relumbrar las tripas de los peces.
Los televisores de la sala de espera transmiten imágenes de una nueva refinería inaugurada cerca de la frontera.
Las llamas de las antorchas han sido borradas digitalmente y ahora la refinería se alza inocentemente contra un cielo perfectamente azul.
Nadie nota cuando la embajadora pasa frente a todos arrastrando un saco de tubérculos cubiertos de alquitrán.
El conductor del taxi acelera dejando aún más negra la larga noche de la crisis.
Subo el volumen de los audífonos para atormentarme con los sintetizadores y el bajo. No quiero escuchar los quejidos de mi vientre intoxicado.
Ya nadie sueña con despertar todos los días frente al mar.
No me importa llevar en las tripas el parásito del desaliento.
Las playas harán combustión para despedirnos.
En la línea de fuego
1
La ciudad era una única y estruendosa barriada extendiéndose de costa a costa, como una epidemia.
El período de alerta, que comenzó siendo de solo un par de semanas, ya se había extendido por más de seis meses.
Se había vuelto aconsejable no exponerse al sol ni a la lluvia.
Las noticias hablaban de máquinas insurgentes y sombras que se arrastraban jadeando por los cuarteles.
Sobre los tribunales volaban helicópteros piloteados por actores temblorosos. Las granadas de utilería se rompían sobre el asfalto sin causar ningún daño.
Un comentarista aseguró —no paraba de llorar— que del palacio presidencial habían salido 18 tanques entre una humareda negra. Uno por cada año de gobierno.
En cualquier momento —se decía— colapsarían las instituciones.
Desde países vecinos veríamos, en vivo y directo, cómo los funcionarios públicos acababan sus días ardiendo en una gran hoguera comunal.
Oímos los temblores del suelo, pero los tomamos por pasajeras tempestades de junio.
2
Se pensaba que después del petróleo la sociedad transmutaría en un campo más justo de fuerzas.
El aire sería más puro, el agua más limpia.
Nada de eso había ocurrido.
Los cuerpos de seguridad atendían las órdenes de un estado cada vez más sanguinario.
No era posible calcular el número de muertos en las manifestaciones.
Ya eran comunes los ojos vaciados, las arterias cercenadas, los proyectiles alojados en lo más blando de nuestros cuerpos.
Perdimos el poder judicial y poco después el congreso. Luego fueron disueltas todas las figuras locales de autoridad.
Cada frase se transformaba en una mancha gris apenas salía de nuestras bocas.
¿Había comenzado ya la guerra? No podíamos saberlo.
Se necesitarían 100 terabytes de RAM para simular todos los posibles desenlaces de la crisis.
Después de los primeros estallidos todo nos sonaba igual.
El mismo zumbido ondulante sosteniendo la ciudad, un timbre inagotable que parecía venir de un pasado recientemente suprimido.
En las noches se confundía con el rumor de los buques hundiéndose bajo las olas.
3
Nos perdimos en la multitud.
Los cadáveres se amontonaban a las puertas de las tiendas desvalijadas. De los cuerpos mutilados salían ríos de vinagre y sal.
Yo ya estaba a medio descomponer, pero aún podían reconocerse sobre mi piel los trazos dejados por la radiación.
Necesitaba escucharte decir que no ganaríamos ninguna batalla, que no era así que se ganaban batallas.
Me dijiste no hables, no hagas gestos; los fantasmas siempre se quedan en los parques esperando recuperar alguna viscosidad.
No podíamos seguir tan lejos de casa, inventando pretextos para decir que los últimos reportes nos parecían falsos.
Hemos venido del subsuelo, pero nuestro miedo es puro.
Somos la materia prima del desastre, una carne primordial en la línea de fuego.
Una gran tormenta se aproxima, una ruina ya prevista.
Dead Horse Bay
1
Una mañana salí de mi casa y tomé el Q35 hacia el sur de Brooklyn.
En el teléfono la trayectoria azul me indicaba cómo llegar a Barren Island, una península artificial asentada sobre un antiguo vertedero de basura.
Me bajé justo antes del puente que conecta con los balnearios menos visitados de Queens.
El sendero hasta la bahía era estrecho y boscoso.
Tenía frío, pero estaba lleno de deseo.
Una roca circular sobresalía entre la vegetación como el único indicio de un molino de trigo construido por colonos holandeses en el siglo XVII.
La playa era una colección de objetos brotando del suelo.
Innumerables botellas, harapos deshilados, suelas de zapatos, fragmentos de juguetes, armazones oxidados y cubiertos de sargazos.
¿Qué había venido a buscar entre la basura?
¿Qué estaba haciendo en ese lugar, cortándome los dedos con los desechos de otro tiempo?
2
Las botellas verdes. Las botellas color ámbar. Las botellas cristalinas. Las botellas rotas.
Las botellas de cloro. Las botellas del siglo XIX. Las botellas del siglo XX.
Las botellas de perfume y las botellas de barniz de uñas. Las botellas de medicamentos. Las botellas de bourbon.
Las botellas del artista y las botellas del maestro de escuela secundaria.
Las botellas del gobierno federal, las botellas de los inmigrantes desplazados. Las botellas de arsénico.
3
Toda la tarde vagué por la playa junto a coleccionistas, fotógrafos y buscadores de tesoros.
Temblando, rescaté de entre las rocas una diminuta cabeza de mujer hecha de porcelana y un par de canicas gastadas por la corriente.
Por un momento creí que estaba en una película y yo era el último sobreviviente de una desaparición en masa.
A mi izquierda el mar, a mi derecha la autopista, a mis pies la escena de un futuro incuestionable.
Cuando hay tempestad, el suelo escupe una capa más de desperdicios.
Los días siguientes traen nuevas oleadas de visitantes, que creen estar haciendo una honorable labor de limpieza.
(Alguien siempre tiene que continuar impulsando el ciclo de los objetos.)
4
En la libre circulación de las mercancías no hay centro ni borde, todos somos parte de una misma viscosidad ilocalizable.
Quiero ser el primero en digerir este enorme iceberg de nylon, vidrio y metal.
El plomo de las baterías descartadas se filtra en el agua de la misma forma que el capital inunda los paisajes de nuestra infancia.
Este mundo nos modifica, somos solo una de sus dolorosas mutaciones.
5
Antes de convertirse en basurero, había en este lugar una fábrica de pegamento.
De todas partes de la ciudad llegaban cuerpos de caballos que caían desplomados en mitad de la calle tras años de esclavitud y agotamiento.
Para extraer el colágeno se hervían huesos, pezuñas, piel, tendones y cartílagos. Tras repetir la operación varias veces, una pasta amarilla era embotellada y puesta a la venta.
El olor rancio de los vapores generados en el proceso causaba enfermedades en los barrios obreros cercanos y podía sentirse incluso en los confines del este de la ciudad.
Fue en esos años cuando la zona comenzó a llamarse la Bahía del Caballo Muerto.
Aún hoy se pueden encontrar sobre la arena secciones de fémures, mandíbulas quebradas o alguna pelvis blanqueada por el sol.
6
Las botellas intactas bajo la arena y el barro. Las botellas cubiertas de algas.
Las botellas entre las hélices de las embarcaciones abandonadas.
Las botellas entre los cadáveres de mantarraya. Las botellas bajo las patas de los cangrejos herradura.
El tintineo de las botellas meciéndose en la marea.
Este es el resultado de lo que somos, una tierra de vidrio desmoronándose en cada aguacero.
Poemas de El próximo desierto (Editorial Universidad de Guadalajara, 2019)