Nota del editor: En esta sección compartimos textos publicados originalmente por nuestra casa matriz, World Literature Today (WLT), ahora en edición bilingüe. El presente texto fue publicado originalmente en World Literature Today Vol. 98, Nro. 3 en mayo de 2024.
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En una visita al barrio judío de Once, una escritora se encuentra a sí misma atrapada entre el deseo de escaparse de internet y la necesidad de conectarse mientras reflexiona sobre un ensayo de Marcelo Cohen y se enfrenta a un sinfín de estímulos visuales.
Llevo tres meses en Buenos Aires, la ciudad donde nací. Estoy yendo al barrio judío de Once, que en realidad es más bien Almagro o Balvanera pero todos llaman así por la rebelión del 11 de septiembre de 1852. Vine a pagarle a un escritor el dinero que le debo por haber leído, masacrado y elogiado mi novela en partes iguales. En Argentina, a eso lo llaman “clínica”: un taller quirúrgico donde escritores jóvenes se someten a escuchar las opiniones de escritores más grandes, más respetados y más sabios, a veces a costa de su propia autoestima. El escritor y yo nos conocemos solamente por Zoom, donde trabajamos juntos mi novelita de internet, y para mí fue una agradable sorpresa enterarme de que vive en una de mis zonas favoritas de la ciudad. El barrio de Once está en el centro de la ciudad, cerca de una gran cantidad de monumentos y atracciones históricas, y me recuerda inmediatamente a un ensayo de Marcelo Cohen, uno de los grandes escritores judíos argentinos de mi tiempo. En el ensayo, Cohen va al oftalmólogo y empieza a enumerar todo lo que su ojo puede registrar: un juego peligroso en Once, donde los estímulos visuales son hiperabundantes y la mayor parte de la población es más bien míope.
Sé que voy a perder, pero intento jugar bajo las reglas de Cohen. El barrio tiene calles angostas, a menudo obstruidas por comerciantes peruanos, judíos ortodoxos y senegaleses que intentan vender zapatillas falsas y electrónicos usados al por mayor. Me tomo un taxi e intento avanzar unas cuadras, aunque un embotellamiento (que empezó allá por 1972) nos hace detener el auto frente a una escuela judía. Veo un grupo de chicos religiosos que juegan en la puerta, esperando a que los vengan a buscar, e intento sacarle una foto al que me parece más simpático. Él hace caras frente a mi cámara y luego les avisa a sus amigos. Todos empiezan a posar enfrente del taxi. Bailan y saludan con las manos. El taxi avanza un poco, pero ellos siguen haciendo caras a la distancia. Intento contar la cantidad de veces que me distrae el teléfono, incluso si no tengo conexión a internet.
Después de unas cuadras el taxi se comprueba inútil, así que me bajo y camino. Veo algunas mujeres y hombres ortodoxos y muchas chicas que parecen haber abandonado recién la comunidad —sus rodillas vueltas en sheela surcan la calle en el verano porteño después de haber dejado atrás la vida religiosa. Ahora caminan por Buenos Aires como turistas, como hago yo, negociando entre la sensación de pertenecer y ser extranjero al mismo tiempo. Sigo caminando y me doy cuenta de que no tengo manera de comunicarme con el escritor porque no le funciona el portero eléctrico y no le puedo enviar mensajes de texto. Ya nadie usa el portero eléctrico, pienso: empezaron a romperse o la gente los roba para vender el cobre y, en una economía arruinada y dominada por la tecnología, nadie se molesta en arreglarlos o reponerlos. Me doy cuenta de que los parámetros de mi misión cambiaron y ahora estoy obligada a buscar una red WiFi para poder comunicarme con él.
Sigo caminando; ahora paso por negocios donde venden productos electrónicos, cotillón, telas, artículos de bazar, parafernalia de Peppa Pig, camisetas de fútbol y toallas con la cara de Messi, zapatillas y lucecitas de Navidad. La mejor versión de Once es este caos kitsch jolgorioso en el que los vendedores buscan tentarme con adaptadores universales, teléfonos robados o de origen dudoso, vitaminas y cremas mágicas, garrapiñada, globos para fiestas de quince, bar mitzvás, divorcios. Recurro a métodos humillantes para intentar pedir WiFi, esquivo madres que ayudan a sus hijos a elegir los útiles para el nuevo año escolar con el afán de ahorrar un poco. Busco algún Starbucks o un McDonald’s, pero no hay ninguno. Envidio a los orgullosos dueños de teléfonos con tapa y de Nokias 1100, paso por el templo Litvak y dudo si meterme. De vuelta en la calle, los comerciantes gritan y piropean con miradas que me hacen caminar más rápido y esquivar a más y más personas hasta que casi me choco contra una mujer que vende churros. Intento buscar un café y ahí me doy cuenta de que no puedo jugar bien al juego de Cohen porque Cohen existía en una realidad paralela, en la que no había smartphones y los porteros eléctricos funcionaban, en la que la gente podía pagar para ir al oftalmólogo sin problemas y nadie estaba conectado con la estratósfera. No puedo jugar al juego de Cohen porque la experiencia de la ciudad cambió radicalmente por la necesidad de datos, de WiFi y de distracciones, porque ahora los taxistas usan el GPS a niveles alarmantes y la gente se olvidó los nombres de las calles y las estaciones de tren. Sobre todo, no puedo jugar al juego de Cohen porque, incluso cuando hago el intento de distanciarme de internet, internet retorna y me persigue.
Me resigno a la imposibilidad de encontrar un café (¿a quién se le ocurre sentarse a tomar un café en Once?) y camino hasta la estación de subte. Pago el equivalente de cinco centavos de dólar para entrar. Paso por delante de una familia senegalesa que grita en francés; parece que llegaron hace poco, se nota porque caminan lento. Encuentro un recoveco al lado de una muestra que conmemora los ataques a la AMIA, donde una pantalla táctil que está rota promete contar la historia del coche bomba que destruyó el edificio central de la comunidad judía. Me agacho junto a las caras de las víctimas —conozco algunos de sus nombres, algunas de sus familias— y me conecto al WiFi de la ciudad. Mientras intento mandarle un mensaje al escritor y escucho a una señora boliviana que le pregunta a su hijo de qué se trata la instalación. Él le dice que es por los desaparecidos, los militantes y activistas asesinados durante la dictadura de los años 70. No los corrijo; yo a las víctimas de la AMIA las pienso también como desaparecidas. Después mando dos mensajes: uno a mi marido, para avisarle dónde estoy, y uno al escritor.
Calculo que voy a tardar dos minutos en volver a su departamento, así que espero a que aparezca el doble tic de Whatsapp y vuelvo a subir rápido. Esquivo chicos con kipá y repartidores en bicicleta enfurecidos; los pies me están matando y hay camiones que, en el intento de descargar mercadería, bloquean avenidas enteras. Trato de imitar su ira y camino más rápido todavía hasta que veo al escritor, que me espera en la puerta de su decrépito edificio art decó, en medio de este barrio desesperante. Le pago veintidós dólares, que es mucho dinero en Buenos Aires, y él no dice nada. Se queda quieto, agradeciéndome con los ojos, y demuestra ser tan misterioso en persona como en línea.
No sé qué esperaba del encuentro, pero vuelvo a casa triste y levemente lobotomizada. Desconectada del escritor, de mi novela, de internet y del Once. Estoy tan enojada como el barrio y un poco insatisfecha. Me doy cuenta de que ya no vivo en la época de Cohen, que Cohen no es mi contemporáneo, y me prometo visitarlo en el Cementerio Británico, al otro lado de la ciudad. En el camino de regreso, trato de conectarme, distraída una vez más, al WiFi de la ciudad. Cruzo la avenida Corrientes con el semáforo en rojo y me gritan de nuevo.
Traducción de Paula Wischnevsky