En su conocido ensayo Por qué leer los clásicos (1991), Ítalo Calvino nos recuerda que un clásico es ese libro que, a lo largo del tiempo, nunca ha terminado de decir lo que tiene que decir. A treinta años de la muerte de Julio Ramón Ribeyro, no resulta difícil comprobar que La palabra del mudo, título bajo el cual reunió toda su obra cuentística, es un clásico de las letras peruanas. Ribeyro fue, sin lugar a dudas, uno de los escritores más versátiles de la literatura peruana del siglo XX. A lo largo de cuatro décadas hizo incursiones importantes en la novela, el teatro, el ensayo, el diario íntimo y la prosa corta. Sin embargo, fue en el cuento donde dejó su huella más significativa, hasta convertirse en uno de los grandes maestros del género en las letras hispanoamericanas. Su prolífica obra, compuesta por más de un centenar de relatos, constituye una de las exploraciones más ricas de la idiosincrasia de la sociedad peruana contemporánea, una exploración cuya vigencia en el Perú de hoy ha envejecido muy poco. He allí la primera lección que nos deja su obra: la de anticipar, desde su vasto anecdotario, las tribulaciones del sujeto citadino en la dinámica social peruana, la fragmentación de una gran urbe –Lima– y, por extensión, la de toda una sociedad.
Como la de todo gran artista, la obra cuentística de Ribeyro es visionaria porque ilustra, a través de sus muchos personajes, nuestras paradojas y contradicciones como nación, hurgando en nuestra psicología individual y colectiva con aguda lucidez. Por eso, hoy es posible hablar de un personaje ribeyeriano: ese sujeto cuya existencia se instala entre el sueño y la derrota, la ilusión más absurda y el desengaño más vulgar; en definitiva, ese ser asediado siempre por la tentación del fracaso, para citar el título de uno de sus libros más memorables.
Surgidos en la década del cincuenta, los primeros cuentos de Ribeyro aparecen en un momento de nuestra literatura en el que muchos escritores se esfuerzan por escribir obras de corte neorrealista y urbano, buscando representar los nuevos retos a los que se enfrenta la sociedad peruana de la época. Lima es en ese momento una ciudad sumida en una difícil transición: la de ser una gran aldea que empieza a crecer de forma acelerada y que, al hacerlo, pasa a convertirse en una urbe obligada a renegociar su identidad como espacio de convivencia para ingresar a una nueva etapa de difícil modernidad. Los primeros cuentos de Ribeyro, relatos memorables como “Los gallinazos sin plumas” o “Al pie del acantilado”, dan cuenta de este fenómeno y resultan importantes testimonios de un espacio citadino cambiante y contradictorio, producto de una constante migración interna en el país y enfrentado a un difícil proceso de mestizaje. A los cuentos de Los gallinazos sin plumas (1955), se sumarán poco después libros como Cuentos de circunstancias (1958) y Las botellas y los hombres (1964). En todos ellos se retrata una Lima que crece aceleradamente, pero, sin embargo, no deja de ser una ciudad precapitalista y fracturada, plagada no solo de grandes contrastes sino también de enormes brechas sociales. Por ello, no resulta exagerado decir que por ese espacio citadino, hoy magnificado por el tamaño de una metrópoli de más de diez millones de habitantes, todavía deambula el clásico personaje ribeyriano; ese sujeto que lleva a cuestas el peso de la frustración y la mediocridad, pero que lucha denodadamente por integrarse a una sociedad que lo margina una y otra vez. Basta recordar a figuras como Roberto López, el protagonista del cuento “Alienación”, y su infructuosa lucha por “deslopizarse”, es decir, por hacer desaparecer su identidad negra para convertirse, cueste lo que cueste, en un gringo de los Estados Unidos.
El esfuerzo de López es tan descabellado y absurdo que, tras lograr su sueño de llegar a Nueva York, donde convivirá con otros sujetos marginales como él, verá su sueño americano convertirse en una gran pesadilla. Pienso también en Pablo Saldaña, el locuaz protagonista de “Explicaciones a un cabo de servicio”, quien viéndose desempleado y sin futuro da rienda suelta a su mitomanía más feroz desde la mesa de un bar limeño. Ayudado por el alcohol, Saldaña se convertirá en un empresario tan próspero como fugaz, pues su mitomanía solo lo llevará a pasar la noche entre las cuatro paredes de una comisaría al verse incapaz de pagar la cuenta que ha acumulado en el bar. A López y a Saldaña se une don Fernando Pasamano, figura central del cuento “El banquete”. Pasamano es un señorón terrateniente, ahora venido a menos, que aspira a recuperar su poder económico e influencia social. Para ello, tirará la casa por la ventana, organizando una gran fiesta a la que asiste el mismísimo presidente de la República. Cuando el destino parece serle generoso y su buena fortuna recuperada, un inesperado acontecimiento frustrará todas sus ambiciones: un súbito golpe de estado que tiene lugar precisamente durante el banquete de la noche anterior en casa de Pasamano y obliga al señor presidente a dejar el cargo. Curiosamente, el golpe de estado es fraguado por un ministro que goza de toda la confianza del presidente, pero quien aprovecha la momentánea ausencia del mandatario para encaramarse en el poder. Todas estas aventuras y desventuras, que abundan en la obra cuentística de Ribeyro, están matizadas por una fina ironía cuando no de un humor cruel y revelador que ejemplifica las vicisitudes y frustraciones de la vida nacional peruana. A muchos de estos personajes, a quienes la sociedad castiga o impone existencias triviales y mediocres, Ribeyro les cede la palabra, otorgándoles un momento de fugaz ilusión, hasta que el orden institucional, el prejuicio social o el simple chasco los devuelve a la realidad de las cosas.
Esta mirada sobre la condición humana en la obra de Ribeyro no se limita, sin embargo, a un contexto estrictamente peruano. En París, lugar al que el autor llegaría a comienzos de los años cincuenta y donde escribiría gran parte de su obra, Ribeyro viviría en carne propia los dilemas del exilio y el desarraigo. El resultado de esa experiencia puede verse retratado en un puñado de cuentos agrupados en la serie “Los cautivos”, publicada por vez primera en Lima, en 1973, en el segundo tomo de La palabra del mudo. En esos relatos, Ribeyro explora los sinsabores de la marginalidad europea y examina la otredad del sujeto peruano inserto en un contexto cultural ajeno al propio. En los cuentos de “Los cautivos” destaca el relato que le da título a la serie, así como “Agua ramera” y “Los españoles”. Europa no es un lugar especialmente hospitalario para los personajes de Ribeyro en estos cuentos; más bien es el escenario de sujetos que deambulan por sus viejas ciudades atraídos por un cierto afán de aventura, pero también marcados por la soledad, la extrañeza hacia un mundo desconocido y un cierto tedio existencial. Sus protagonistas generalmente habitan hoteles baratos o modestas pensiones en los que entablan una parca amistad con otros seres marginales de la sociedad europea, y, desde su anonimato, se identifican vagamente como “peruanos” cuando no simplemente como “sudamericanos”. Otro ejemplo del desencanto europeo es el relato “La juventud en la otra ribera”, de 1977, un cuento en el que Ribeyro expresa, acaso con más agudeza que nunca, su afán por desmitificar el esplendor de París. El protagonista es el personaje ribeyriano por excelencia: el burócrata. En el relato, el doctor Plácido Huamán, “doctor en educación”, es enviado desde Lima a participar en un congreso en Ginebra. Antes de llegar a su destino oficial, Huamán hará una escala en la capital francesa para cumplir con un sueño para el que ha esperado toda su vida: conocer París y, si la suerte lo acompaña, regalarse allí alguna aventura amorosa. Al principio, los deseos del doctor Huamán parecen cumplirse sin tropiezos cuando en un café parisino conoce a Solange, una bella muchacha francesa con quien vive un romance tan falso como fugaz. No obstante, en la mediocridad de su existencia, Huamán califica su aventura con Solange como una de “las páginas de oro de su vida”. Lo cierto es que el éxito amoroso del protagonista durará muy poco y, en una suerte de amarga paradoja, será París la ciudad que le proporcione al viejo educador un cruel rito de aprendizaje. En realidad, Solange y su grupo de bribones no tienen otra intención que la de despojar al ingenuo doctor Huamán de sus escasos dólares y, tras lograr su cometido, quitarle la vida. Así, lejos de ser una ciudad de esplendor y romance, París se convierte desde la óptica ribeyriana en una ciudad canalla, un lugar lleno de vulgares ladronzuelos donde Huamán acudirá a un encuentro fatal con su destino.
Diríase que un tono de escepticismo y un discreto aire que busca mantener la dignidad humana ante la humillación y la adversidad acompañan siempre a los personajes de Ribeyro. Sería errado, sin embargo, reducir toda la obra cuentística de Ribeyro a las categorías arriba esbozadas. Recordemos otra vez que Ribeyro fue un autor prolífico en este género y que, además de una temática neorrealista y urbana inicial, su escritura está llena de experimentaciones y propuestas muy diversas en el ámbito del cuento. Así las cosas, no resulta exagerado afirmar que los relatos de Ribeyro dialogan fácilmente con los grandes cultivadores del género. En cuentos como “La insignia”, “Ridder o el pisapapeles” o “Doblaje”, pero también en esa obra maestra que es “Silvio en El Rosedal”, el escritor da cuenta de su fino conocimiento de la literatura fantástica y establece importantes puntos de contacto con obras como las de Poe, Kafka, Borges y Cortázar. Por otro lado, su estilo sobrio y elegante nos remite a las mejores páginas de otros maestros del cuento, como Chéjov o su admirado Maupassant, autores que, al igual que Ribeyro, examinan al individuo enfrascado en solitarias batallas y en medio de una realidad que lo derrota una y otra vez. En esa misma veta, podría decirse que las muchas batallas perdidas de las figuras ribeyrianas nos llevan a pensar en la derrota como una parte constitutiva de la experiencia humana, hasta hacer de ella un tema de carácter universal en la literatura. Dicho esto, también es verdad que, no obstante sus repetidos fracasos, los personajes de Ribeyro mantienen siempre una dignidad ejemplar ante la adversidad; son, en buena cuenta, dueños de un callado heroísmo, cuya virtud mayor es despertar en el lector la mejor empatía, al tiempo que lo invitan a una reflexión más íntima sobre su propia aventura vital.
Con el paso de los años, queda claro que la obra de Ribeyro es una obra escrita en silenciosa rebeldía y a contracorriente de su tiempo. Textos recientes sobre el autor peruano firmados por escritores que hoy empiezan a destacar en las letras latinoamericanas, como el colombiano Juan Gabriel Vásquez y el chileno Alejandro Zambra, nos recuerdan que cuando en la década de los años sesenta, la literatura latinoamericana vio surgir una escritura rica en experimentaciones verbales y grandes afanes totalizantes con la novelística del boom, Ribeyro permaneció fiel a su voz y a su arte, quedando al margen del gran festín literario de la época. En esa fidelidad radica su segunda gran lección: la de personificar la ética de un artista que, lejos de las tentaciones del éxito, continuó trabajando con una tenacidad ejemplar, hasta forjar una obra que, en su aparente anacronismo, encuentra hoy su trascendencia.
Un Ribeyro más íntimo emerge del cuarto y último volumen de La palabra del mudo, publicado por primera vez en Lima en 1992. Estamos ante una serie de textos en los que el autor acude a una cita con su pasado, pues en ellos revisa momentos de un ciclo vital que va desde la inocencia del mundo infantil miraflorino hasta el sabio escepticismo de la vejez. De esto último dan cuenta relatos de tono autobiográfico, como “Solo para fumadores”, “La casa en la playa” o “Surf”. Por otro lado, un aire de nostalgia atraviesa las páginas de los textos de la serie “Relatos santacrucinos”, pues, como afirma el protagonista de “La música, el maestro Berenson y un servidor”, estos cuentos buscan recuperar las huellas de “épocas felices o infelices, encontrando sólo las cenizas de unas o la llama aún viva de otras”.
Es probable que una nueva lectura de los cuentos de La palabra del mudo sirva para recordar que las venturas que emprenden las criaturas de Ribeyro caerán nuevamente en la desilusión, el vacío o el simple chasco. Pero si como propone el autor en el prólogo al último tomo de La palabra del mudo “escribir es una forma de conversar con el lector”, a nosotros sus lectores solo nos resta agradecerle el privilegio de ser partícipes de esa fascinante conversación. Por fortuna, a treinta años de la partida del escritor peruano, ese diálogo continúa, porque los clásicos nunca admiten despedidas, solo propician nuevos reencuentros.