El parto es una ruptura, un accidente. Me miro en el espejo y no reconozco a la que veo. Tiene diez kilos menos, una piel traslúcida que no se acomoda, una línea que la divide en dos. Tiene los ojos muertos. Estamos hinchadas, cortadas, mojadas. Mi cuerpo grita. Mis pezones son nervios quemados. Debajo de las tetas siento una red de hilos templados que arden y me recorren, casi ahorcándome. Los ovarios son dolores huecos como embudos, empiezan grandes y luego se intensifican y en el punto en que desaparecen.
El cuerpo es un dolor, es un dolor embudo. Mateo nació hace seis días. Estamos viviendo en el apartamento que tenía mi abuela Pilar cuando estaba viva: Andrés, mi mamá, el bebé, yo y un calor insoportable y húmedo que entra por las ventanas, se amaña en el cuerpo y sólo deja en paz a las baldosas. Sobrevivo siendo dos. Una madre fría con piernas desganadas que perdió mucha sangre y otra que le da órdenes: Me voy a parar, voy a coger el balde y lo voy a llevar a la cocina y lo voy a llenar de agua caliente. Voy a cargar al bebé y voy a caminar diez pasos. Voy a sentarme al lado de la cuna, lo voy a secar y voy a meterle la cabeza por dentro de la piyama. Una que es cuerpo y no puede, y una que es voz y nos manda.
Son las nueve. Ya bañé y vestí al bebé, lo puse en el bouncer en la sala. Desde antier tengo puesta la misma piyama de botones. Era de Pilar, comprada en Madrid, vieja pero bonita y cómoda. Camino por el apartamento cargando unas tetas grandes y acaloradas. Llego al patio de ropas. Pongo el balde en la poceta y tiro la piyama sucia de Mateo a la lavadora. El sudor sale de la parte de abajo de mis tetas y baja en gotas por los caminos de mi barriga hasta llegar a unos calzones de algodón blanco. Los verbos “bañar”, “recoger”, “caminar”, “extender” se escriben rápido, pero cada uno exige una orden de la Susana que manda a la Susana que no es capaz. Es agotador.
Me quedo en el patio de ropas recostada en la lavadora. Oigo un ruido y presiento que el bebé va a empezar a llorar. Que no llore que no llore que no llore, rezo-recito. Siento las piernas anestesiadas. Mi mamá llega de la cocina con un pocillo.
–Susi, ¿cómo vas hoy?
–Bien, ma.
El bebé llora. Camino hasta el sofá que está al lado del bouncer, pero no lo cargo. Cierro los ojos. Mi mamá tampoco lo carga.
–¿Ya desayunaste? ¿Quieres un cafecito? ¿Te paso a Mateo?
–Bueno.
Mi mamá desamarra al bebé y me lo pasa, y después me trae un termo de agua y un café con leche. Lo pego a mi teta. El pezón me duele otra vez como si fuera un nervio quemado, pero mientras alimento no siento hilos recorriéndome ni ahorcándome. Cierro los ojos, le toco el pelo, lo huelo. Huele a manzanilla y a quirófano. Te quiero mucho, Materile, te quiero mucho, le digo sin hablar. Abro los ojos. Miro la pared amarilla de la sala y veo una imperfección que se me parece al borde derecho del mapa de Colombia. Resiste, Susi, resiste, concéntrate en algo, contemos. Es el único momento, a pesar del dolor, que me siento conectada con algo. Con una mano sostengo a Mateo y con la otra me tomo el café con leche. Está hirviendo y me imagino que me recorre por dentro y me calienta las piernas. Es que tengo calor y frío. Afuera hace un calor insoportable, y adentro los músculos y huesos se sienten fríos y abandonados.
–Que ahora van a venir Merce y Cecilia a almorzar. ¿O mejor les digo que no, Susi?
–Sí, mejor diles que no.
Después de un rato cambio a Mateo de lado.
–¿Quieres acompañarme a mercar?
–¿No teníamos que llevar a Mateo donde el pediatra?
–Lo llevamos y mercamos en el Carulla a la venida.
–Bueno, me cambio y vamos.
Le dejo el bebé a mi mamá para que le saque los gases. Me pongo unos pantalones azul clarito de American Apparel y una camiseta rosada. Estoy flaca, no me reconozco. Falta un cuarto para las once. Cojo el Maxi Cosi, metemos al bebé y lo amarramos. Voy a cargar al bebé y voy a caminar. Camino hasta el ascensor. Pesa mucho, pesan mucho mis piernas. Enganchamos el Maxi Cosi en la silla de atrás y cerramos las puertas, me monto adelante. Cogemos la avenida del Poblado. Siento que tiemblo del frío, me arrepiento de no haber llevado suéter. Mi mamá me pregunta si me deja en el ascensor o si parqueamos juntas. Mejor juntas, le digo. Cuando sacamos el Maxi Cosi del carro, Mateo empieza a llorar durísimo. Nos montamos en el ascensor así, con un bebé a los gritos. Hay dos mujeres y un chico que parece de quince. Marcamos el piso diez.
–Eso debe ser que el niño tiene calor.
–Cárguelo.
–O tiene hambre.
–Sáquelo, qué pecao, necesita a la mamá.
Viejas metidas no soy capaz ustedes qué van a saber no sé qué hacer no soy capaz cállense. Blanqueo los ojos, las miro con rabia y nos bajamos del ascensor. Mateo llora a los gritos, llegamos al consultorio, lo desamarramos y yo ensayo alimentarlo pero no se pega. Llora diez minutos mientras nos atienden, llora mientras mi mamá lo carga por el corredor, llora cuando el pediatra lo coge y le dice que es un mono grandulón, llora mientras lo pesan, llora mientras lo miden, llora cuando el pediatra me dice que tiene temperamento y mientras hablamos de la alimentada y de mi debilidad. Llora cuando ensayo volver a alimentarlo. Llora cuando el pediatra me pregunta si ya fui donde el ginecólogo otra vez y le digo que sí, que ya no tengo anemia pero que siento como si todavía tuviera. Llora mientras nos explica que hay bebés que lloran más, que está bien de peso, de talla. Llora en el corredor mientras pago, yo lloro cuando por fin logro alimentarlo en una salita antes de montarnos al carro.
–No llore mientras amamanta que eso no le conviene al bebé –me dice otra vieja metida.
Mi mamá me da la mano. Esta vez el dolor no cede, es un dolor embudo de veinte minutos. La aprieto. Mateo se adormila, lo metemos en el Maxi Cosi, mi mamá lo carga hasta el carro. No hablamos nada en el trayecto de vuelta, tampoco mercamos. Cuando abrimos la puerta del apartamento, huele a que está Rosalinda. Viene lunes, miércoles y viernes a ayudarnos.
–Uy, Rosalí, huele demasiado bueno.
Saca unas cebollas del legumbrero.
–Niña, deje al niño ahí y se sienta y me acompaña si quiere mientras termino de hacer el hogao.
–Voy.
Arrimo una silla. Ella se sienta en un banco de madera como si fuera un murito de esos que tienen las cocinas cuando quedan en patios de fincas viejas, y conversamos como cuando trabajaba en la finca de Arboletes y yo tenía quince años. Mateo se empieza a despertar. Volteo a mirar, mi mamá lo pone sobre sus piernas y oigo “Materile, Materile, Materile rile ro”. Le está jugando con la muñeca de pepas negras y blancas. Rosalinda corta cebollas blancas sobre una coca plástica sin mirar. Me acuerdo de Pilar, que tres años atrás, cuando nació el primer bebé de esta familia, cortaba en una casa en Galicia cebollas moradas sobre una coca plástica sin mirar. Mi ropa es distinta, el clima es distinto, los colores, las caras de Rosalinda y de Pilar son distintas. El tamaño de sus familias y de sus cuchillos es distinto. La de Rosalinda grande, la de Pilar diminuta. El cuchillo de Rosalinda grande de mango blanco y el de Pilar, pequeño de mango negro. Las cocas son distintas: la de hoy es blanca e inmensa –la cebolla apenas se ve en el fondo– y la de Pilar era azul clara y pequeña. Y, aun así, las escenas se parecen, lo que miro es casi idéntico: señoras de casi setenta años cortando cebolla sin mirar. Saben al tacto hasta dónde hundir el cuchillo, dónde termina la verdura y dónde empieza la palma, y paran ahí. Medio conversando conmigo, medio tatareando una canción de cuna. Rosalinda tarareando “Tu ma mi te da la teta y tu pa pi te da ga lleta”. Pilar cantando “Duér me te ni ño duér me te tú que vie nelvi vi y te co me rá”. ¿Por qué cortan cebolla de la misma forma? ¿Por qué tatarean mientras lo hacen? Me pongo a pensar que hay cosas que deben venir de muy lejos, en lo bella y casi poética que es esa red de cuadros transparentes semiblancos, semimorados que hacen las dos con sus manos. En lo bella casi poética que es la vida corta de los cuadros que son arrancados y caen al vacío segundos después de ser creados. Y que nadie ve.
–Niña, ¿sabe si doña Mercedes al fin sí viene a almorzar?
–Que no van a venir.
–Ah, ¿vienen por la noche?
–Como que no.
–No vienen hoy, dejanos comida en el microondas sólo para nosotras dos –grita mi mamá.
Tu papi te da galleta y tu mami te da la teta. Los cuadros que caen al vacío segundos después de ser creados. Los cuchillos. El tamaño de las familias.
Rosalinda termina, nos paramos. Echa a una paila con aceite la cebolla, el tomate y la cebolla junca que tenía picados sobre una tabla, una manito de sal, un tris de comino y una cucharada de salsa de tomate. Con la cuchara de palo revuelve, abandona, revuelve. La cocina huele rico y Mateo está tranquilo, es una tajada delgada de felicidad. El almuerzo es sopa de arroz, carne molida, plátano maduro, arepa y aguacate. Mi mamá y yo nos sentamos a comer en una mesa redonda con cinco sillas. Quiero comer, pero cuando tengo la comida en la boca quiero vomitar. Así deben sentirse los viejos cuando ya no tienen hambre. Pienso que Pilar estaría sentada a mi izquierda si viviera aún. Antes de morirse me decía que daría lo que fuera por tener hambre. Voy a comer, tengo que comer, una cucharada. Mateo se inquieta y mi mamá lo carga sentadito. Un mordisco, un trago de jugo. Corto el aguacate en dos, le saco la pepa con el cuchillo, con la cuchara le quito la cáscara, lo parto en cuadritos y le echo sal. En la boca es grasa salada que no sabe a nada más. Le echo hogao a la arepa. Un tris de carne molida a la sopa. Otra cucharada.
–Susi, tienes que comer más.
Miro a mi mamá, ella sabe que no tengo hambre. Miro el reloj, son las dos. Cojo a Mateo y lo cargo. Otro mordisco, otro trago, otra cucharada, más aguacate. Termino de comer. Cuando me paro, empieza a quejarse.
Se lo doy a Rosalinda mientras voy al baño a hacer pipí.
–Eso debe ser que tiene hambre.
–Hambre no, comió cuando estábamos donde el pediatra.
–Entonces sueño.
–No creo. Pasámelo, Rosalí, que yo lo duermo.
Voy a caminar y a cargarlo. Voy a ser capaz de dormirlo rápido.
–Vení, Rosalí –le digo mientras cojo a Mateo de sus brazos.
El bebé sigue quejándose. Lo arrullo. Le tatareo la canción que cantaba Pilar cuando cocinaba, pero cambio “vivi” por “coco”, acá se canta “coco”. Camino hacia los cuartos y tatareo y lloro de cansancio. Duenmmete nnño duernnmetetu amntes quevengael cu rru cu cú. En mi cabeza voy escribiendo lo que me pasa. Dejo de tatarear y empiezo a caminar como un payaso con pasos amplios y lentos.
Ptan ptan el niño se calma. Ptan ptan el niño llora. Regreso a la cocina.
–Niña, quítele esa muda que de más que lo que tiene es calor.
Cambio el ritmo. Muevo las manos hacia arriba y hacia abajo en movimientos cortos sacudiendo el bulto. Caen gotas de sudor. El niño se calma. Me siento en la mecedora blanca. Soy una madre fría con las piernas heladas. Ya no canto la letra de la canción sino que canto la la la con el mismo ritmo. Lalalalala lalalala lalalalala lalalala. Me acuerdo del libro de Kim Thuy en el que dice que “la” significa cosas distintas dependiendo de cómo se pronuncie en vietnamita: “la” es “gritar”, “ser”, “extranjero”, “desmayarse”, “fresco”. Lalalalala lalalala lalalalala lalalala. Gritar, ser, desmayarse. Siento que me desmayo. Mis pies flotan libres en el aire caliente y el bebé vuelve a dormir. Miro la imperfección de la pared amarilla otra vez. Miro los ojos cerrados del bebé. Pienso en lo bella casi poética que es la vida corta de los cuadros que son arrancados y caen al vacío segundos después de ser creados. Le digo con mis ojos: No te voy a dejar caer. Me duele, me duele todo el cuerpo pero no es culpa tuya, no es. Y me quedo dormida.
Mateo se despierta, llora, siento la red de hilos templados que arden y me recorren, lo pego a mi teta. Deben ser las tres o las cuatro. Tengo sangre en los pezones. Estiro las dos piernas y los pies y voy contando los dedos y moviéndolos mientras los cuento. El dolor cede. No tiene tanta hambre, lo cargo y le saco los gases y después lo pongo en el bouncer. No hace nada. Saco la muñeca con pepas negras y blancas y un cascabel tortuga. Materile, Materile, Materile rile ro. No me quiero parar. Las piernas están pesadas. No me quiero parar, va a llorar. Que no llore que no llore que no llore. Mi mamá se sienta al lado y le arregla las medias. Le tomo una foto con el celular, tiene una camiseta de rayas azules y blancas y un pantalón azul, la subo a Instagram. Mateo de rayas, escribo, borro. Mateo marinero, escribo, borro. Materile, escribo. Que no llore. Me recuesto en el sofá. Me voy a parar. Me tomo toda el agua del termo. Me voy a parar. Uno, dos, tres.
–Doña Olga, Susi, ahí les dejé comida.
–Gracias.
–Gracias.
Me voy a parar. Me paro. Veo el reloj, seis y cinco. Hay dos platos alineados con la comida servida. Es solomito, puré y alverjas.
–Susi, ¿eres capaz de quedarte sola?
–Sí, ma.
No má no má no má. No me siento capaz, me da miedo pero le digo que sí, y ella coge las llaves y se va a mercar. Me da mucho miedo quedarme sola con Mateo. Los verbos “bañar”, “vestir”, “recoger”, “caminar”, “cargar”, “extender” se escriben rápido, pero cada uno exige una orden de la Susana que manda. Acuesto a Mateo ya empiyamado al lado mío en el sofá y me pongo a ver televisión con el plato de comida en las piernas. Me voy a parar, lo voy a cargar, lo voy a alimentar. Dejo el plato sin tocar en el poyo de la cocina, camino hasta mi cuarto, me acuesto en la cama y siento que los pezones me arden. Lo alimento a oscuras, el dolor no cede pero no lloro, lo acuesto en el moisés.
Vuelvo a mirar mi imagen en el espejo del baño. Tiene los ojos muertos. Oigo que Mateo se reacomoda. Va a llorar, se va a despertar. No se despierta. Estamos cansadas. Cierro los ojos y rezo-recito Que no se despierte que no se despierte. Me imagino que tengo fuerzas para caminar, abrir la ventana, pararme en el muro de la terraza y tirarme. Me imagino que caigo y que toco el piso y que el piso no es cemento sino agua. Me hundo y es una piscina de azulejos oscuros y ya mis piernas no pesan. Oigo que abren la puerta de la casa. Abro los ojos, la miro y le digo: “Tranquila Susi, no te voy a dejar caer”.
Este relato se publica con autorización de editorial Planeta y fue incluido en el proyecto Cuerpos (Seix Barral, 2019). Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción por cualquier medio sin previa autorización de editorial Planeta.