1
–No voy a hacer lo mismo que mi abuela –me había dicho Cecilia. Le contesté que no la entendía y la verdad es que no la entendía. ¿Se agotó para siempre la necesidad de las mujeres de procrear? ¿A nadie le importa la continuidad? Tener un hijo para que no se extinga la especie, el nombre, el apellido. Tener un hijo para querer a alguien. ¿Tan absurdo es pensar en eso?
–Me importa un bledo la bandera del continuismo y tu deseo de que yo sea madre, Martín.
La semana pasada Cecilia estuvo bastante irritable. Desde que pasó a tener más responsabilidades en su trabajo todo la pone histérica. Apura los procesos naturales de las cosas, levanta los platos de la mesa antes de terminar de comer, golpea las puertas y deja caer los utensilios con total torpeza. Sin embargo, a la vez, está exultante. No exagero con el adjetivo. Cualquier cosa se le vuelve motivo de debate. Quiere “decidir” qué marca de endulzante vamos a comprar, qué vamos a hacer los fines de semana, qué deberíamos resolver con la fallida conexión de nuestro Nit. Mi intervención le resulta innecesaria y provisoria. Duda, me consulta, saca cuentas, pero al final resuelve sola; todo. Desde la marca de leche que vamos a consumir hasta el pantalón que yo tendría que usar para ir a la oficina. Me gusta verla debatirse entre las nimias cuestiones domésticas y sus grandes problemas laborales. A veces me quedo mirando cómo se enreda sola en las mil y una actividades que quiere llevar a cabo. Igual, aunque lo rechazo, hay algo de eso que me atrae. Y es que Cecilia se serena cuando decide y me facilita las cosas cuando avanza sola.
–¿Qué es lo que no entendés?
–Eso que decís de tu abuela.
–Lo hablamos mil veces, Martín.
–Igual no me parece.
Es verdad. Lo venimos hablando hace semanas. Pero también es cierto que nunca terminamos de ponernos de acuerdo. La abuela de Cecilia fue la última mujer de su familia en engendrar.
–Quiero preservarme –volvió a decir, como si yo fuera el obstáculo para cada uno de sus proyectos.
–¿Preservarte de qué? Y además… ¿Qué tiene que ver tu abuela con vos? Estamos hablando de tener un hijo, bah, del miedo de poner el cuerpo para tener un hijo. Lo de tu abuela pasó hace mucho tiempo. Ahora las cosas son más fáciles.
–Dejá, dejá. No podemos hablar. No nos vamos a entender nunca –se pone el abrigo de pana y da por terminada la conversación. Siempre hace lo mismo. Reprime las ganas de volverse contra mí, suspende lo que está haciendo o diciendo y se va enojada, resoplando con fuerza.
Cecilia es hija de una pareja continuista. No conozco muy bien la interna familiar, pero sé que Hugo, su padre, aceptó someterse a varias pruebas de fecundación masculina en la etapa embrionaria de esas investigaciones y que luego de intentarlo varias veces consiguió cursar el primer trimestre de embarazo de la que fue su primera y única hija. La madre de Cecilia, que era actriz y bailarina de tap, llegó a niveles muy altos de popularidad después de inseminar a más de cinco varones antipatriarcales. Esa popularidad no fue muy buena para Cecilia, que tuvo que soportar cámaras y exposiciones de todo tipo. Sobre todo a partir de que Hugo, su padre, abogado especialista en derecho civil y penal, impulsó varias demandas que le valieron la tenencia de Cecilia, luego de tramitar el divorcio digital y volverse muy solicitado en los foros del Nit. Hugo consiguió que su esposa pague las cuotas por alimentos y educación de su hija y presentó el primer proyecto de ley que postuló la igualdad de género en el ámbito hogareño. Ese trasfondo de la historia personal enturbiaba nuestras charlas y alejaba a Cecilia del deseo de ser madre.
–¿Por qué no bajamos un cambio? –le digo intentando dar la conversación por terminada.
–No, ya fue –me responde cortante, y agarra las llaves de un manotazo.
–Pará un minuto. Estamos hablando. No seas calentona.
Aprovecho su distracción y le saco las llaves de la mano, como haciéndole un chiste. Ella reacciona mal y se violenta, me mira con odio. A mí me excita que se enoje.
–No, no. Ya fue, dame eso.
–No te hagas la dura.
–Martín, dame las llaves.
–Agarralas…
–Dejá de hacerte el gracioso.
–¿Qué pasa, te hice reír? Dale, vení acá, te estás riendo. Te hice reír.
–No me estoy riendo –dice intentando ocultar la mueca de su sonrisa y dejándose abrazar. Después me da un pico, como para sacarme de encima y aleja su boca de mi cara. Pero yo la retengo y apoyo mi mano sobre la de ella, que ahora sostiene las llaves apretándolas contra el sofá y arrastro dos dedos de mi otra mano sobre el cierre metálico de su pantalón de jean. Presiono con fuerza y en la misma maniobra le pongo un beso a esa boca elástica, que se resiste. Mientras tanto, mientras ella retrocede en su idea de seguir forcejeando para irse, le saco la remera y la beso. Entonces la veo encenderse, escucho que suelta las llaves que caen al piso y ella me empuja hacia atrás.
–Vos te lo buscaste –me dice–, ahora no te quejes.
Se suelta el pelo y apoya las dos rodillas sobre el piso, frente a mí, me desabrocha el cinturón, abre mi bragueta y tira de mi pantalón de vestir. No lo hace con cuidado. Me rasguña las piernas y me aprieta la pija con una mano. Yo hago cálculos a toda velocidad. No estoy seguro de que los días favorables a la fertilización hayan pasado. Igual no me opongo a las caricias y la dejo avanzar. Cecilia me chupa la pija girando la cabeza, mirándome a los ojos, haciéndose la que se atraganta. Yo aguanto todo lo que puedo y evito el pensamiento de esa trágica coincidencia en la que un óvulo pueda sentirse atraído por la fuerza del esperma hacia el cuerpo cavernoso de mi pene y entonces todo se active para la fertilización. En eso estoy, elucubrando, cuando no puedo más. Pierdo el control de mi cuerpo. Siento un temblor intenso y veo a Cecilia sentada encima mío, agitándose como un animal.
La dejo.
La disfruto.
Estático, debajo de ella, veo la forma en que goza o parece que goza. Aguanto durante unos minutos y después exploto. En ese momento ella corre hasta la repisa del baño y trae el aparato que le vendieron en uno de los laboratorios del Nit. Me doy cuenta recién cuando veo que ella mete un adminículo en el micro-orificio de mi pene que va perdiendo su erección. No siento más dolor que el que había imaginado. El dispositivo es una especie de micro jeringa donde un genetista introdujo los óvulos congelados de Cecilia. Ella sabe manipular el material. Tiene estudiadas todas las maniobras.
Cuando íbamos al cine y la película nos aburría Cecilia me recitaba al oído los pasos a seguir para la fertilización. Siempre estuvo un poco obsesionada con el tema. Yo la escuchaba, pero después le decía que no, que conmigo no, que para poner en práctica esas ideas iba a tener que conseguirse otro tipo.
Quiero tener un hijo. Siempre quise. Sin embargo nunca imaginé que esa experiencia fuera a suceder adentro mío. Cecilia trabajó para convencerme como si supiera con certeza que este momento iba a llegar. Cuando empezamos a salir y hablábamos del tema, ella me miraba a los ojos y me hacía una sonrisita compradora, o juntaba los labios y me mostraba una especie de trompita de nena encaprichada que le hace puchero a su papá. Yo buscaba convencerla de que era mejor viajar a Euramérica, todavía sin hijos, o de que compráramos una casa, o un campo virtual para distendernos. De hecho una vez googleamos “campos” en la web y encontramos uno con vacas, y ovejas, y caballos virtuales, y hasta un tambo operativo. Pero, evidentemente, el momento de esas cuestiones había pasado sin que yo hubiera logrado convencerla. No me explico cómo, pero ahora estamos acá, sobre el sofá, yo tirado boca arriba, el cuello estirado y las manos de Cecilia metiendo el espéculo en mi pene.
–¿Ya está?
–No. Falta lo mejor.
Cecilia junta las dos manos sobre mi pene inyectado y vuelve a refregarlas con fuerza. En la revista Seres, habíamos leído que es importante reproducir la sensación placentera del acto sexual en el momento del encuentro del espermatozoide con el óvulo congelado. Sin embargo yo, más que placer, siento dolores y molestias.
Cecilia me habla, se mueve delante mío, baila, se toca, cierra los ojos, se acaricia las piernas y las tetas y otra vez me tiene en su poder. Cuando entiende que estoy a punto de eyacular baja con vehemencia el émbolo de la jeringa que tiene entre los dedos, y termina de vaciarla adentro de mi glande. Un frío repentino ingresa a mi cuerpo y enseguida veo a Cecilia tirando del instrumento hacia atrás y pegando un grito de triunfo mientras lo arranca.
–Pará, loca– le digo. –¿Estás loca?
Pero ella grita de alegría. Apenas culmina la concepción asistida, Cecilia sale del sofá como un resorte y camina desnuda por el living hasta el baño, dando saltitos entre las baldosas. Después se ducha y se va a trabajar.
2
Leo la composición de la crema de afeitar y vuelvo a guardar el envase en el estante, debajo del lavatorio. Con los codos en las rodillas y la presión en la nuca, me quedo pensando en el alcance de los niños. “No dejar al alcance de los niños”. A la altura de nuestra repisa debe llegar cualquiera –pienso– hasta un bebé gateando. Imagino una manito empujando la puerta, asomando la cabeza, después el cuerpo breve y las rodillas robustas limpiando el piso. Me subo el pantalón, corro mi verga hacia la derecha y me cierro la bragueta. Nunca la empujo hacia atrás, o a la izquierda, por una cuestión de costumbre. A veces pienso que la ideología política tiene mucho que ver con la dirección en la que acostumbramos acomodar nuestra verga. Igual no da, me corrijo, no puede ser que ese óvulo haya prendido. Primero, porque no aplicamos el procedimiento en la fecha en la que el esperma es más apto para la fecundación, y segundo, porque no siento ningún síntoma extraño, como sugerían los genetistas que visitamos con Cecilia.
Ante la duda miro el prospecto del test. Un slogan sobre el packaging insiste en que “sólo un minuto alcanza”. De todos modos espero unos segundos más. Quiero estar completamente seguro. Observo la tira reactiva como quien mira el interior de un féretro. En el departamento no vuela una mosca. Leo en el dorso de la caja la palabra “absorbente” y la sigla “T.E.M”: Test de Embarazo Masculino. Me pregunto por qué la aclaración. Por qué segmentar los test según género cuando la modificación hormonal de la orina, en estos casos, es idéntica en hombres y mujeres.
Positivo.
Miro la tira reactiva sin darme cuenta y ya estaba la respuesta. De nuevo positivo –pienso– no puede ser. Mi respiración se agita y comienzo a sentir un calor repentino. Meto todo en una bolsa y la tiro en el tacho de basura. No lo hago en este baño sino en la calle, cuando salgo. Prefiero que Cecilia no se entere ahora. ¿Y si el test no cumplía con las condiciones de salubridad? ¿Y si estoy frente a una falla técnica y lleno a Cecilia de ilusiones falsas y hasta yo me creo el error de una concepción que no es? Quiero y no quiero que esté pasando lo que acabo de comprobar. Para algo llené mi cuerpo de estrógenos durante los últimos meses, me desdigo. Sin embargo una parte de mí se resiste a que realmente esté pasando lo que en apariencia está pasando.
De pronto brota de mi cuerpo una energía desconocida. Hacía tiempo que no me sentía así. Salgo de casa a paso ágil. Tal vez sólo se trate de la adrenalina del partido de tenis que pienso jugar en cuanto llegue al club, como si nada de todo esto estuviera pasando. Mi sistema nervioso se anticipa y le envía un roscazo de adrenalina a mis piernas, que ahora se mueven más rápido y más seguras. Tiene que ser eso, pienso, debe ser eso– pienso. Abombado como estoy entro a la farmacia de Gascón y Sarmiento para comprar un test de mejor calidad y descartar cualquier tipo de falla en el resultado. Mi teléfono me avisa que son las nueve. Me acerco a la caja y pago rápido. Pedro me está esperando en la cancha al aire libre donde jugamos dobles cada martes. Él no tolera la impuntualidad y yo no tolero perder. Me abruma no ganar. Me aburre y me desmotiva.
[…]
Le digo a Pedro que vaya yendo, que yo me ducho en el club y me rajo al laburo sin desayunar. Así le digo, “laburo”, como decía mi viejo que decía mi abuelo. Las reuniones a primera hora son bastante habituales, así que él toma como cierto lo que le estoy diciendo y me palmea el hombro para despedirse. Luego se enrosca la toalla al cuello y sale directo hacia el estacionamiento.
Cuando estoy en el baño del vestuario saco la caja con el nuevo test interactivo, pongo una gota de orina en el blíster y cargo el día y la hora como indica el prospecto. Los números se iluminan instantáneamente sobre la cinta reactiva. Miro la fecha y espero. No soy una persona ansiosa pero dos minutos con los ojos fijos en esa tira reactiva me ponen al borde de la desesperación. Los sitios del Nit aseguran que esta versión del test es más simple y no da error. Alguien golpea la puerta cuando estoy en medio del procedimiento. Digo que ya salgo y le vuelvo a pedir la hora a mi teléfono. Son las diez y cinco, dice la voz. Agarro el blíster y otra vez: “positivo”. Pateo la puerta del baño y salgo con violencia hacia el vestuario. El canoso que no sabe lo que es anudarse una toalla en la cintura me mira como queriendo decirme algo. Menos mal que no abre la boca. En este estado sería capaz de partirle la mandíbula de una trompada.
Agarro el bolso y salgo. De pasada me como el banco de madera del vestuario. Le doy de lleno con la rodilla operada y lanzo al aire un insulto interminable. El viejo me mira horrorizado, sigue con la toalla atada a la cintura y arrastra los pies cuando se mueve sobre sus ojotas.
Mejor vuelvo a casa, pienso. Agarro por Humahuaca y apenas doblo me acuerdo de Cecilia e imagino su cara de alivio cuando le diga:
–Quedé. Quedé yo, como querías, ¿estás contenta ahora?
Pero enseguida me reprocho por qué seré tan blando. Si yo prefería esperar. Esto podía haber sucedido más adelante, otro año, en otras circunstancias, ella también podría haber aflojado, pero no, insistió, insistió como hace siempre. Cuando llegue a la oficina y le diga a Carrezi seguro me saca la dirección y me relega al último círculo del infierno. Si la conoceré.
En el Bar Almagro hago una parada momentánea buscando serenarme. Dejo el bolso en el piso y me pido un café. Necesito bajar un cambio, pensar fríamente. Va a estar todo bien, me digo.
–Doble y sin azúcar.
Pienso otra vez si habré hecho bien o mal. Tal vez lo más conveniente sea abortar. ¿Se puede abortar un feto injertado? Pedro me contó hace un tiempo que cuando se embarazó no tuvo más opción que avanzar y dejar de lado algunas cosas: alcohol, café, coger. Bueno, coger no del todo –dijo–, salvo, los primeros meses y los últimos días.
Le hago una seña al mozo inclinando el dedo pulgar hacia abajo. El mozo me entiende, baja el mentón y encara su salida hacia la cocina. Cuando lo veo irse noto que tiene la cadera más ancha. Pienso si el mozo no estará también. El mozo que me atendió y el que está en el sector de las ventanas. Ese también parece más gordo, más ensanchado, más irritable. Me vuelvo a preguntar cómo debería seguir con esto. Llego a casa y me baño, pienso, no puedo dejar de darme órdenes.
–Llegás a casa, te bañás, despertás a Cecilia y te vas a trabajar. Eso sí, no le digas nada.
Nunca fui una persona indecisa. Cuando compré el auto di menos vueltas que ahora. Lo vi, me gustó, me cerraba la guita y firmé. Esto debería ser igual, o similar. Al fin y al cabo todo el mundo lo pasó alguna vez. Guardo la tira reactiva en el portadocumentos y vuelvo a casa. Despierto a Cecilia y me meto en la ducha. Ella se levanta y se conecta. Escucho el Nit cuando estoy en la bañera. Al rato me avisa que está por hacer el pedido al supermercado. Cuando salgo, para evitar el contacto, le digo que estoy apurado, que tengo una reunión a primera y le doy un beso mientras voy.
–¿Pero te pido algo en el súper? –me pregunta levantando la voz para que pueda escucharla mientras me ve salir.
–Sí, crema de afeitar –le grito –. O mejor no, dejá. No me pidas nada.
En el estacionamiento saludo a Cosme y recibo en mi teléfono el ticket con la mensualidad de la cochera. Acepto el archivo y chequeo la fecha. El pago ya se debe haber debitado, pienso. Le agradezco al viejo con un gesto seco y subo al auto. La computadora de abordo se inicia sola. Enseguida escucho la pequeña alarma que me avisa que la conexión al Nit es buena. Activo el manos libres y con el dedo sobre el display ubico el buscador en la pantalla delgada del panel frontal.
–Parto peneano –digo en voz alta.
–La búsqueda no puede realizarse –me contesta la voz robótica y espaciada.
Lo digo de nuevo, deletreándolo.
–Par-to-pe-nea-no.
La ruedita del buscador gira en el display lo que yo tardo en doblar por Acuña de Figueroa y tomar Corrientes. Un listado se despliega en letras azules subrayadas.
Todas-las-verrugas-genitales-son-vph.
Trastornos-sexuales-después-del-parto.
El-uso-del-Viagra-en-el-embarazo.
Parto-y-cesárea-por-vía-peneana.
Salud-reproductiva-y-anticoncepción-masculina.
Abro el link. Una ventana emergente se despliega y me pregunta si quiero activar el altavoz del navegador.
Acepto. Trato de no distraerme. La primera imagen que aparece captura toda mi atención. Por las dudas pongo pausa y detengo el motor en el semáforo de Medrano. Avanzo cuando el resto hace lo mismo. A mitad de cuadra, de mano izquierda, estaciono frente a la perfumería que está enfrente del McDonald’s histórico. Apago el motor y vuelvo a poner el video en punta. Necesito mirar con atención. Hay una tela verde y un hombre acostado con sus piernas abiertas hacia la luz. Cinco personas lo asisten. La tensión es grande. Sin embargo todo está bajo control. Una mujer le dice al hombre cosas al oído. El tipo cierra los puños y clava los codos en la camilla. Los enfermeros le atan las manos a unas barandas laterales para que no se desconecte las vías. Luego la cámara, desde la perspectiva del parturiento, nos muestra lo que él ve. Sus propias piernas, una sábana tapándole la verga y la cara de la obstetra concentrada.
Sin que de la orden, un picture in picture aparece a la derecha de la pantalla y amplía el detalle de la asistencia: los dedos enguantados de la partera tirando del prepucio hacia atrás, el glande asomando, ensangrentado, y el pequeño cráneo saliendo por el orificio central, apenas visible debajo de la piel translúcida del feto.
Un bocinazo me trae a la realidad.
Vuelvo a poner el auto en marcha y avanzo por Corrientes a la velocidad máxima permitida. No tengo que comentar nada cuando llegue a la oficina. Suena el teléfono y es Cecilia. Como si supiera me pregunta qué me pasa.
–Nada, ¿qué me va a pasar?
–Dejaste la cafetera encendida.
–Sí, no desayuné en casa –le contesto, cortante.
–Pero encendiste la cafetera.
–Estoy apurado, después hablamos.
Como no le vuelvo a contestar en los siguientes diez segundos, la llamada se cancela. Suena un breve bip en el habitáculo delantero del auto.
En el trabajo me olvido de imprimir la planilla diaria de insumos para proveedores, experimento una especie de ansiedad y siento un hambre voraz a las once de la mañana. Me preparo un té y lo tomo de un trago en cuanto se entibia. Evito llamar al obstetra. Busco en la cartilla de la obra social un apellido que me transmita confianza en la columna de ginecología y obstetricia. Estoy a punto de preguntarle a la secretaria de Carrezi, quien la asistió en su primera experiencia, pero recuerdo a tiempo que lo mejor es guardar silencio. Lo mejor es no levantar sospechas y ubicar a un especialista cuanto antes. Reprimo la necesidad de resolver todo hoy mismo. La jornada laboral termina más tarde que nunca.
© 2016, Leticia Martin