El golpe de un objeto contundente se escuchó en la escalera. A través de la mirilla, la vecina vio subir a una mujer embutida en un vestido amarillo. Eufórica, todo en ella parecía brincar: las carnes copiosas, los ricitos negros, la boca redondita y cursi pintada de rojo; Betty Boop tropical aplastando bajo el brazo una cartera. Detrás, un cortejo de tipos sudorosos arrastraba una cama Reina Ana y un dosel.
–¡Ya falta poco! ¡Es aquí, en el fondo! –animó Olinda sin poder ocultar la desesperación. Cada vez que las patas cabriolé se atascaban en el estrecho pasillo pensaba en el barniz y daba un respingo. Con mucho esfuerzo lograron subirla, pasarla por la puerta de un apartamento con techos altos y un balcón que, abierto de par en par, le daba paso al verano habanero. A lo lejos, la Virgen de la Iglesia del Carmen se recortaba contra un cielo blanco, toda la ciudad una postal del deterioro. Cuando depositaron la cama en el cuarto –una tarea difícil considerando el poquísimo espacio que dejaban el escaparate y la cómoda, también Reina Ana– , Olinda juntó las palmas en éxtasis con un desbarajuste de pulseras. Luego instalaron el dosel y ella, además de pagarles generosamente, hizo café para confirmar su agradecimiento. Uno de los hombres paseó la mirada por el apartamento.
–¡Oye, pero esto parece un museo! –exclamó pasmado. Ciertamente, era un lugar particular, un capriccio entre el humo de guaguas.
Cuando conoció a Armando, una tarde en Coppelia, él leía una edición de Papá Goriot con letras doradas impresas en el lomo. Ese hombre tenía que ser especial. Casarse con él –cuya promisoria carrera como ingeniero agrónomo auguraba un puesto en un ministerio– confirmaba el destino de gran señora que había intuido para sí misma. Tendrían hijos a los que educaría para que se convirtieran en personas importantes. Pero no hubo puesto ni futuro encumbrado, tampoco hijos. Armando terminó en una fábrica de camisas, robándose los cortes de tela para revenderlos en la calle y ella, como dependienta de una tiendita anodina en Centro Habana.
Para compensar, convirtió la casa en un imperio kitsch. Norton, un pichón de jamaiquino que conocía La Habana al dedillo y sabía de antigüedades, hacía las veces de dealer. Muebles de caoba, tapeticos de crochet y pastorcitas de porcelana convivían con vajillas de Bavaria y un viejo, pero todavía activo, reloj de campana. Como único detalle de modernidad, un retrato de Camilo y un almanaque con beldades en tanga. Fue Norton quien le consiguió la cama, una viejita en Lawton la vendía por trescientos pesos. Ahora podía pasar cualquier cosa, redoblarse los apagones y arreciar el hambre, pero ella dormía en una Reina Ana, su forma de rebelión y resistencia, lo único que no podrían quitarle.
Los hombres se fueron. Se quedó sola, felizmente entregada a la contemplación de platos y porcelanas. La luz empezaba a disolverse y Armando llegaría pronto. Lo esperó en el sofá, con pose de maja vestida y cara de cumpleaños.
–¡Te tengo una sorpresa!
–¿Hoy quitan la luz?
–No, hoy no toca. ¡Oye! ¿Tú me oíste? Te tengo una sorpresa.
–Sí, mi china, disculpa. Es que estoy muerto –respondió con desánimo mientras guardaba la bicicleta–. El día fue malísimo, el inspector apareció de repente.
Para disimular los cortes faltantes tuvieron que poner las telas grandes encima. Si los cogían, los metían presos y, además, estaba el calor: un vapor espeso que engrasaba la piel y el alma. Los ventiladores chinos de la fábrica no eran suficientes para espantar el verano aplastante de la isla. La fatiga, apuntalada por el hambre y las horas de pedaleo en bicicleta, hacía que los trabajadores se desvanecieran con frecuencia. Toda la isla un sopor, un puñado de moscas sobre la rueda inmóvil del destino.
–A ver, enséñame tu sorpresa.
–¡Cierra los ojos! –Olinda lo cogió de la mano y lo guio hasta el cuarto–. ¡Ahora, ábrelos!
–Ah… está bonita.
–¿Bonita? ¿Eso es todo lo que vas a decir?
–No, no. Está bella, como todo lo tuyo –Empezó a besuquearle el cuello–. Ahí vamos a dormir como reyes, a hacer de todo, como reyes. Ahora dame la toalla, que voy a bañarme.
Su entusiasmo sonaba falso. Olinda escuchó el agua reventar contra los azulejos, mientras servía un plato de arroz con frijoles y se preparaba para ver Día y noche, lo mismo que probablemente hacían todas las familias cubanas a esa hora si tenían electricidad. En ese capítulo se resolvería un crimen por arma de fuego ocurrido en la parada de una guagua, pero lo que más le importaba a Olinda era la subtrama del posible quiebre conyugal de Pablo y Elia. Finalmente, ella le había dicho que ayudarla a fregar los platos nada tenía que ver con la verdadera solidaridad de un matrimonio.
Armando salió del baño y se sentó a comer. Bajo la luz del comedor, su rostro se veía amarillento. No habló, los únicos sonidos eran el ruido de la cuchara contra el plato y las voces apagadas del televisor. Olinda lo miraba con el ceño fruncido.
–¿Y qué te pasa a ti?
–Ya te dije, estoy cansado…
–Tú me disculpas, Armando, pero yo sé cuándo pasa algo y cuándo estás cansado. ¿Qué te pasa?
Armando soltó la cuchara y se agarró la cabeza con las manos.
–Oli, tengo algo que decirte…
Ella se mareó. ¿Y ahora qué?
–Deja el misterio, dispara.
–¿Tú te acuerdas de Rafelito, el chamaquito que trabaja conmigo?
–Sí, claro.
–Bueno, está como Alberto el militar, que salió en la procesión…
–¿Qué?
–Echando un bote a la mar… Se va, Oli, se va. Está construyendo una balsa. ¡Algo mejor que una balsa! Lo tiene todo planeado y yo me voy con él. ¡Nos vamos!
–Termina de comer, dale, que ya empieza Día y noche.
–¿Tú me estás oyendo? Nos vamos. No aguanto más, no puedo con esto.
En la televisión empezó a sonar la intro de Día y noche. Olinda se levantó y empezó a amontonar los platos. Armando la siguió con la mirada. En la cocina, explotó.
–¿Y de verdad tú crees que eso es así? ¿Irse y ya? ¿Cómo sabes tú que Rafelito no es tremendo chivatón? ¿Tú sabes cuántos años son si nos cogen? ¿Tú tienes idea de la cantidad de gente que se ha muerto en el mar? Además, ¿quién carajo te dijo que yo quiero irme en una balsa? ¡Es que tú no puedes estar hablando en serio!
–¡Pero es en serio! ¡Ven, siéntate!
–¡No me da la gana!
–¡Que te sientes, cojones!
Se le salieron las lágrimas. No soportaba que le gritaran y Armando no le gritaba ni le decía malas palabras. Esa ira repentina la asustó, le pareció un ave de mal agüero. Temblorosa, se sentó junto a él. Sabía que no estaba mintiendo porque él mismo había visto los planos de la balsa, también la desesperación de la mamá.
–Una angustia así no puede fingirse. Además, ya conozco el plan, yo mismo estoy ayudando a organizarlo.
Se irían en abril del año siguiente. Saldrían de Santa Clara, donde vivía el tío de Rafelito y, si tenían suerte, llegarían a los islotes de Key West. Ese tío, que había sido pescador toda la vida, había trazado una ruta; en las cercanías de Bahamas podrían descansar un rato. La embarcación sería segura, flotaría sobre tubos de acero. También le añadirían un motor de tractor ruso y una vela. Por supuesto, tendría remos, por si falla el motor.
–Acuérdate de que Rafelito estudió en la CUJAE y le mete a la ingeniería. ¡Mima, lo que vamos a meter es la Kontiki!
–Pero… Armando, ¡faltan nueve meses! ¿Qué hago con la casa y con los muebles? –Olinda sollozó–. ¡Me hubieras dicho antes y no me hubiera matao pa’ comprar la cama!
–Podemos vender las cosas. Va a hacer falta dinero pa’ construir el barco. Lo que sobre, nos lo llevamos.
Empezó a llorar. Esas vajillas y butacones eran su patrimonio. ¿Cómo creía él, cómo osaba pensar que podía deshacerse de su patrimonio?
–¿Qué patrimonio, Olinda? ¿Platos de porcelana para qué? ¿Para llenarlos de arroz con frijoles? ¡No me jodas, chica!
Se levantó ofendida y se metió en el cuarto. Si hubiera podido gritar, lo hubiese hecho tan alto que solo los perros hubiesen escuchado. ¿Quedaban perros en La Habana? Se tapó completa, se hundió en el abismo de las patas cabriolé.
Los meses siguientes fueron un vértigo. A punta de los bienes de su mujer, Armando se convirtió en el socio capitalista de la empresa. La Habana se había vuelto una buena plaza para el mercado de antigüedades, muchas familias conservaban reliquias familiares –no por conciencia patrimonial o sentimental, sino porque no quedaba otro remedio– y se vendían bien a coleccionistas y marchantes que, disfrazados de turistas cualesquiera, las compraban a precios ridículos. Primero se fueron las joyas que Olinda heredó de su abuela: el anillo de oro con circones, el prendedor de plata, las perlas (se negó a desprenderse de su anillo de compromiso, de oro blanco. Si la balsa se hundía, el anillo se hundía con ella. Si se la comían los tiburones, se tragarían también el anillo). Después siguieron los muebles. Norton, sin preguntar demasiado, se encargó de conseguir los mejores tratos. Con el dinero que les dieron por los butacones, compraron dos tubos de acero. Se los vendió un guajiro que trabajaba en La Antillana y tuvieron que buscarlos, de noche, en un camioncito destartalado que daba tumbos por las calles de El Cotorro. El otro par lo resolvieron con un socio que, a su vez, tenía otro socio que trabajaba en la construcción.
En Santa Clara, la nueva Kontiki avanzaba de acuerdo con lo planeado. ¡Con eficiencia revolucionaria, compañero!, bromeaban Armando y Rafelito. Lo más difícil fue el motor. Un tipo que trabajaba en la UBPC de Arroyo Naranjo pedía doscientos dólares. Llorosa, Olinda se despidió de su juego de comedor. Ese día no quiso comer, ni siquiera ver Día y noche. En vano, Armando intentó consolarla: le habló de muebles, de todos los estilos, que comprarían al llegar a Miami; de lámparas Tiffany regateadas a judíos en Nueva York, de esmeraldas y diamantes corte Asscher. Pero no se trataba de los muebles, sino de su vida, arrasada finalmente por la mediocridad.
Siguieron las figuritas de porcelana, los platos y las fuentes. La coqueta la vendieron para comprar las lonas y hacer la vela. El apartamento fue quedándose vacío, desnudas las paredes. El imperio de Olinda se convirtió en un erial y esa misma desolación arrasó con ella, descuidados los rizos, la boca sin pintura siempre colgando. Faltaban dos meses para la partida y Armando pasaba casi todo el tiempo en Santa Clara. Cuando volvía, solo hablaba de materiales y progresos, de rutas e islotes, de lo que harían y no harían al llegar a Miami. Vista desde afuera, la embarcación era un ripio absurdo, un ensamblaje de objetos disímiles que hubiese hecho la delicia de los surrealistas: el encuentro no del paraguas y la máquina de coser, sino de lonas de camión, tubos de metal y un motor ruso. Sin embargo, él estaba convencido de que era un tesoro de la ingeniería naval y el diseño aplicado.
Un sábado apareció con la ropa sucia, ojeras moradas y aire de triunfo. Se hizo un vasito de agua con azúcar y se sentó en la mesita plástica con la que habían sustituido el antiguo juego de comedor. En la cocina, Olinda se empeñaba en una nueva receta de leche condensada hecha con leche en polvo.
–¡Mima, tengo una buena noticia! ¡Ya está lista, ya casi no le falta nada! ¡Es hora de que empecemos a recoger! –El ruido rítmico y continuo del tenedor fue la única respuesta.
Armando siguió con la lista de lo que debían resolver: ropa blanca para el día y negra para la noche, que retuviera calor. Le habían dicho que se volvía térmica si la forraban por dentro con periódico. ¡Que el Granma sirva para algo que no sea limpiarse el culo! También tenían que encerar las mochilitas donde llevarían los papeles importantes, para protegerlas del agua. A efectos de terminar la embarcación, lo único que faltaba era la base que iría sobre las tablas.
Ella siguió batiendo, esperando que Armando terminara su monólogo, pero hubo después un largo silencio. Se limpió las manos en el delantal y salió. Armando no estaba en el comedor ni en la sala. Lo encontró en el cuarto, la mirada fija sobre la cama.
–¡Ni se te ocurra! ¡La cama ni se te ocurra! –gritó ella y se abalanzó sobre él, que arrancaba las sábanas. Olinda las cogió e intentó ponerlas en su lugar, pero un empujón la lanzó contra la pared. Acurrucada en la esquina, lo vio desmontar todo y buscar un serrucho, vio los dientes morder la carne de la madera. Dos horas más tarde, los tablones se amontonaban desmembrados, las patas cabriolé desperdigadas y solas. Armando se fue y volvió con dos tipos. Entre todos, se llevaron las cosas. Una vez sola, se tiró sobre el colchón y lloró hasta quedarse dormida. Cuando despertó, había anochecido. Buscó a tientas el interruptor. No había luz.
En la oscuridad, Centro Habana era una masa silenciosa, casi podía escucharse el mar. Se paró en el balcón y respiró profundo, el aire olía a basura y salitre. La Virgen del Carmen parecía un espectro, recortada contra el cielo pizarra. Una parejita pasó por la calle y sus risas reventaron la tristeza de una ciudad olvidada por los dioses. Recordó sus primeros años con Armando, cómo la hacía reír y, a sus pies, el vacío se hizo un llamado. Entonces lo sintió entrar, acercarse sigiloso, abrazarla por la espalda.
–Perdóname, china –dijo en susurros–. Tú sabes que no soy así, pero es que me vuelvo loco, este país me vuelve loco. ¿De qué nos valen los muebles lindos, las cosas lindas, si no podemos comer, decidir, hablar?
–Es gracioso, ¿no? Una cama Reina Ana –Olinda se dio la vuelta. Había en su rostro una ajada resignación–. Supongo que, al final, eso también es esta isla: un mueble de estilo convertido en una balsa.
Esa semana terminaron de recoger, se irían unos días antes para Santa Clara. Apenas se despidieron de familiares y amigos, a los vecinos les dijeron que Armando había sido transferido a provincia. El día de la partida, él bajó primero y Olinda se quedó en la entrada, miró su casa por última vez. ¿Qué le esperaba? La imagen del mar, un mar como un desierto de agua, le dio escalofríos. ¿Llegarían? ¿Daría la talla aquella embarcación, su cama Reina Ana? En la sala, solo quedaban el reloj, Camilo y la beldad en tanga. Dijo adiós y cerró la puerta. Las agujas marcaron las once, las campanadas temblaron sobre el suelo vacío.