Nota del editor: Nos complace publicar uno de los ensayos finalistas de nuestro primer Concurso de Ensayos Literarios: “Un doble destierro: destinos del letrista” del escritor argentino Alejandro Gómez Monzón, con traducción al inglés de Arthur Malcolm Dixon.
(…) aparecerá muy pronto mi primera milonga. La música es de Guastavino, la portada de Basaldúa, y la letra mía. (…) Ahora en esas letras trataré de hacer lo que Lugones hizo, tan admirablemente, en su libro: trataré de olvidar mi literatura y de hacer algo que pueda parecer anónimo, que sea casi anónimo, que sea de nadie o –esto viene a ser lo mismo– que sea de todos. En todo caso, que no sea enfáticamente mío.
Jorge Luis Borges
Revista Ficción, 1965
Está la falsa modestia del que, sabiéndose notable, afirma que no lo es. También la de quien, no siéndolo, niega una genialidad que en realidad no tiene, aunque en el fondo crea que sí. Si la falsa modestia alcanza en algún terreno su grado más alto, es en el de la música popular, esencialmente por la mayor exposición que músicos y cantores adquieren en comparación, por ejemplo, con autores de expresiones artísticas como la escultura, la danza, la literatura o la propia música académica.
Así, si un cantautor se dispone a beber una copa de vino o a tomar mates en el escenario durante su recital, es muy probable que ese gesto de amenidad sea recibido como un acto de humildad o cercanía respecto del público, y no, por el contrario, como un ejercicio de histrionismo efectista (cuanto más cerca, más lejos, diría Walter Benjamin). Hablando de música y de poesía, artes que en cierto sentido tienen una relación siamesa –Apolo y las musas respiraban un mismo aire: los aedos griegos y los juglares españoles son buenos testimonios de eso–, el letrista de canciones es una figura menor, es decir, menos aurática, al lado de un cantor o un guitarrista (la referencia es al mero hacedor de los versos, el que sola y exclusivamente los compone para que formen parte de la balada, el rock o el joropo, no al cantautor que los escribe pero que en el centro de la escena se lleva todas las luces).
Desde que se comenzaron a abrir las aguas y el poema para ser leído en silencio, ya no recitado, cobró un protagonismo hasta entonces inédito, la rima, cajita de música o sonajero de la poesía, subsistió principalmente en los cancioneros populares. Lo cierto es que además de este relegamiento de las asonantes y las consonantes desde el campo de lo poemático, el letrista de canciones parece haber nacido confinado: más allá de relumbrantes casos como el de Alfredo Lepera –autor de numerosos versos cantados por Carlos Gardel–, su rol no es sólo minusvalorado en relación con el del músico, sino también en comparación con el del poeta que difunde su obra a través del objeto libro: cantar y escribir en silencio –abajo del escenario y por fuera del volumen editado– constituye su estrella sin estrellato.
Una de las tantas hermosas piezas del cancionero latinoamericano –“¿Será posible el sur?”, con música de Nahuel Porcel de Peralta y pluma de Jorge Boccanera– corrobora lo que se viene afirmando. Boccanera, excelente y reconocido poeta, no es suficientemente recordado en su faz cancionera. “¿Será posible el sur?”, pregunta que se bifurca, arroja el autor; enmarcado en la canción, el interrogante es tierna indignación y puntada precisa: el punto cardinal es la Argentina sojuzgada por el gobierno militar que, entre 1976 y 1983, detentó el poder político y económico; mencionado solo, desprovisto de los otros versos que lo rodean, sigue escarbando en la historia, pero la palabra “sur” se estira, no se ciñe a un tiempo y a un lugar, sino que se encarga de remitir a todo un continente, su devenir y su larga esperanza. “¿Será posible el sur?”, en esas palabras tiembla la raíz y la mayor altura de la letra; si alguien nunca tuvo la oportunidad de escucharla entera y se cruza únicamente con ese verso, hallará en él una moneda, una llave maestra hacia otras puertas.
Por otro lado, siempre en atención a poetas exquisitos, ¿quiénes se acuerdan, por ejemplo, del quehacer musical del celebrado Fabio Morábito, compositor de unas cuarenta canciones, algunas cantadas por las mexicanas Carmen Leñero y Gabriela Serralde, y otras interpretadas por el grupo Barburia, donde el poeta, ensayista y narrador tocaba la guitarra y ponía voz (física) a sus propios versos?: “Perdió a su madre cuando no tenía más de quince años, / para no perder la virginidad la mandó al diablo”, dice filosamente el autor de Un náufrago jamás se seca y El lector a domicilio en “Sara”, grabada en 1985; por lo demás, entrevistado por Jorge Fondebrider para el Periódico de Poesía de la Universidad Nacional Autónoma de México, Morábito esboza unas lacónicas y exactas afirmaciones que bien pueden leerse como un ars poetica de la letrística cancionera:
El mayor problema de musicalizar un poema es que el resultado parezca eso, un poema musicalizado y no una canción con una buena letra. Por eso, por lo general, prefería componer la letra junto con la canción. Es el procedimiento más natural y emotivo. Uno aprende que puede usar con la música unos versos poco elaborados, que por sí solos, leídos o escuchados sin la música, nos pueden parecer insignificantes, y que, sin embargo, cantados, adquieren un vigor y una emoción tremendos. El bolero es quizá el terreno donde mejor se puede notar esto. Un buen compositor de canciones no debe aspirar a escribir letras que parezcan poemas, sino letras que se fundan perfectamente con la música, que la potencien al tiempo que sean potenciados por ella.
Si bien la letra de Boccanera, perpetuada ni más ni menos que por la “Negra” Sosa, asume una resonancia trasnacional que las de Morábito, también sumamente logradas, no consiguen; ambos poetas confluyen en el tenue papel al que generalmente se destina al autor de los textos cancioneros (claro que, si las canciones de Morábito interpretadas por él mismo hubieran obtenido una fama superior, el novelista sería celebrado en su faz de cantautor, no de letrista). La popularidad de la canción y la consecuente potencia de imagen (iconicidad) que muchas veces reviste a los artistas musicales, ligan los versos menos al poeta que los concibe que a la voz que los entrega al viento. En este sentido, la mentada Mercedes Sosa tenía la delicada costumbre de cantar con la letra de la canción a mano y colocarla encima de un atril visiblemente ubicado; si llevaba adelante esa deliberada práctica, argumentaba, no era porque temiera olvidarse de algún verso, sino porque deseaba que el público tuviera en cuenta que las palabras ofrecidas por su voz habían sido antes imaginadas, en la soledad infernal o paradisíaca de una habitación, un bar o un tren, por un poeta.
“EL HECHO DE QUE EL MERO LETRISTA NO PARTICIPE DE LA LUMINOSA PRESENTACIÓN EN VIVO Y EN DIRECTO DE UN RECITAL, RAZONABLEMENTE LE VEDA LA FUERTE PRESENCIA QUE ENVUELVE A INSTRUMENTISTAS Y CANTORES”
Las variantes que surgen al momento de poner el ojo (y el oído) en autores de la poesía cancionística son muchas: los ejemplos de versificadores que fueron al mismo tiempo los compositores de las músicas (José Alfredo Jiménez, Luis Alberto Spinetta, John Lennon o Silvio Rodríguez); los de cantautores que se volvieron tan conocidos en la canción, que su faz de escritores quedó soslayada (un caso rotundo: la María Elena Walsh, famosa por sus canciones infantiles, se devoró a la María Elena Walsh literata y autora de, por ejemplo, Otoño imperdonable, libro editado en 1947 y que recibiera el entusiasta saludo de Juan Ramón Jiménez y Pablo Neruda); los de quienes participaron como coautores de ciertos cancioneros (Manuel Castilla como letrista de Gustavo “Cuchi” Leguizamón; Jorge Luis Borges, de versos musicalizados por Astor Piazzolla y cantados por Edmundo Rivero; Romildo Risso, de varios textos grabados por Atahualpa Yupanqui; entre otros testimonios); los de aquellos que habiendo publicado sus obras en forma de poemas devinieron “cantados”, gracias a la intervención sonora que de sus trabajos hicieron determinados músicos (Gabriel Zaid llevado a la canción por Fabio Morábito y Óscar Domínguez; Antonio Machado de la mano de Serrat; entre muchos más).
No puede negarse que los versos de las canciones suelen ser menos complejos y arriesgados escriturariamente que los textos literarios (no es precisamente el caso de la letra de Jorge Boccanera mencionada en estos párrafos, publicada por primera vez en 1980 como poema del libro Oración para un extranjero y que, recién después de leída por Nahuel Porcel de Peralta, sería musicalizada). Tal vez cabe pensar que, así como la poesía es en el ámbito de la literatura el género menos mercantilizado, en el de la música resulta el menos autoral y, de algún modo, el menos autorizado.
Según el escritor Eugenio Mandrini, habría que diferenciar el poeta cancionero del simple y raso letrista, por lo que glorias del tango como Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo y Héctor Pedro Blomberg se insertarían en la primera categoría. Aunque la distinción de Mandrini no deja de ser tentadora, lo cierto es que, si todo letrista no es necesariamente un poeta de la canción, tampoco todo poeta de la literatura escrita es un poeta de la literatura escrita, o para decirlo de otra manera, un excelente exponente de la poesía.
Minimizada, por lo general, en el mundo de las bellas letras y, a la vez, en el de la música, la letra de canción late irrefrenablemente. En ámbitos académicos, el abordaje institucional de la literatura no le suele dar la importancia que se le dedica al poema (el letrista no llega a letrado ni a la prestigiosa oralidad del Poema del Cid o La Chanson de Roland), así como los estudios universitarios de la música no le otorgan, en absoluto, el mismo énfasis que a las estructuras musicales propiamente dichas. Allí, en ese deslugar o frontera no unánime, en ese doble destierro, habitan sigilosa e intensamente los tejedores de las estrofas que un cantor y, por qué no, todo un público, ya sea el de un enorme teatro o el de un pequeño y penumbroso bar, cantarán a coro.
No viene al caso devaluar la letra de una canción midiéndola con las varas del poema, ni desdeñar la sonoridad que el texto literario posee en sí mismo (cuando Debussy musicalizó “La siesta de un fauno”, Mallarmé advirtió que ese poema ya tenía su propia música); tampoco la vía más propicia consiste en exaltar exageradamente los versos cancionísticos y encumbrarlos en la tramposa gloria del anonimato, o bien en la posibilidad que la música popular goza de llegar a sitios y tiempos remotos. Más bien se trata de encontrar en esos géneros –la letra y el poema: la música y la literatura– dos formas específicas de algo que los implica: la poesía. A fin de cuentas Homero, primer autor literario sobre la faz de Occidente, es al mismo tiempo el primer cantautor conocido en la historia.
El intento de Borges por hacer algo que pertenezca a nadie y a todos no pudo ser cumplido, aun cuando haya logrado que sus canciones no resultaran enfáticamente borgeanas, como sucede con “Milonga de Juan Muraña” o “Milonga de Manuel Flores”, en la que vibra esa copla inolvidable y olvidada por la memoria popular: “Manuel Flores va a morir, / eso es moneda corriente: / morir es una costumbre / que sabe tener la gente”.
Por lo demás, si bien el género canción reúne como mínimo tres elementos: una letra, una música y una performance, el hecho de que el mero letrista no participe de la luminosa presentación en vivo y en directo de un recital, razonablemente le veda la fuerte presencia que envuelve a instrumentistas y cantores. Es inútil, entonces, reclamar para él una centralidad imposible, pero sí, tal vez, pueda pedirse en este sentido una mayor consideración. ¿Habría el maravilloso Bob Dylan obtenido el Nobel de Literatura si únicamente hubiera escrito las letras de las canciones? ¿Qué sería de su ubicuidad sin sus copiosos sombreros y sus tímidos y endiablados ojos celestes? ¿Sería dable imaginar premios musicales importantes para los autores de los versos cancioneros? La respuesta a esas preguntas está soplando en el viento de una voz, no en el esquinado oleaje de un papel borroneado con tinta.