La última voluntad de mi esposa fue que sus cenizas las depositáramos en algún centro comercial. Siempre lo dijo en broma, y por lo mismo, a la hora de la hora, no me pude poner de acuerdo con mis hijos.
Ella no era una persona con sentido del humor, por el contrario, un poco pesada. Y no piensen que no la quería, que por eso hablo así. Sí la extraño, uno se acostumbra. Hubiera podido ser la peor mujer, y aún así, yo creo que seguiría sintiendo algo al ya no encontrarla en la casa. Como Hitler, ese dóberman que ella se aferró en adoptar. Tenía la mirada de diablo y parecía odiarme. Yo le temía y todos nuestros invitados también. Ella insistía en que ese animal era su compañero, que lo quería, pero que como yo nunca estaba con él, no sabía lo bueno que era. Todo me desagradaba, comenzado por ese nombre tan irresponsable. Hasta me daba vergüenza decir que así se llamaba, Hitler, siempre que nos preguntaban. El caso es que cuando nos lo envenenaron, hasta yo me sentí mal. Extrañaba sus ojos amenazadores, mi temor al cruzar el patio. Uno se acostumbra.
Hoy pensé en nuestra última conversación. Llegué a casa y ahí la encontré, mostrándome unos folletos de un crucero que quería que tomáramos, uno con escala en alguna de las ciudades donde viven nuestros hijos. Siempre era así. Me decía lo bien que la pasaríamos, me hablaba del restaurante de moda que ella aseguraba sería delicioso pues servían el entrecote que a mí me gusta. Esa vez yo la miré fatigado, harto de que no tuviera en qué más entretener su tiempo que en organizar el mío. Y la odié porque yo sólo deseaba unas vacaciones sin ella, incluso con los muchachos, pero sin ella. Estar solo en el hotel y bajar al bar, y nadar en la piscina, y no pensar en nada.
Lo que ella más disfrutaba eran las compras, el shopping. Aquí en la ciudad, claro, también iba a algún centro comercial, aunque cuando mostraba lo adquirido estaba presente su tono de decepción. Me tengo que conformar con esto, decía. Lo que verdaderamente la hacía feliz era ir a Estados Unidos. Allá sí que se le veía contenta, me dejaba en paz todo el día hasta reunirnos para la cena. Así era siempre, a menos que también quisiera comprarme ropa a mí, porque entonces no había paz. Andábamos de tienda en tienda buscando ofertas. Todo para venir a presumir a las amigas. Les inventaba cuentos que, yo pienso, ni le creían. Jamás mencionaba cómo peleaba hasta el último centavo, y que la primera sección que visitaba era la de clearance. Lo bueno es que su tarjeta de crédito tenía tope: una cantidad muy generosa para mi gusto, muy pinchi, según ella.
Su muerte nos tomó por sorpresa. Yo estaba igual que el día de hoy en la oficina, ya por irme, cuando recibí una llamada de Juanita, la señora que nos ayuda con el aseo de la casa. La pobre estaba desconsolada. Me avisó que una ambulancia ya iba en camino para auxiliar a mi esposa. ¿Qué pasó?, ¿qué pasó Juanita? Sólo me dijo que la encontró desmayada en la cocina y con una herida en la mano.
Cortando un trozo de queso sufrió una encefalitis aguda. Nos dijeron que debían operarla de emergencia. Cayó en coma. Es difícil tomar decisiones cuando te dicen que no hay tiempo, que tiene que ser en ese momento. Yo me dedico a asegurar a personas, así que seguí el procedimiento que le hubiera recomendado a cualquier cliente. Estábamos en el mejor hospital, con médicos que a eso se dedican, que atienden casos similares todos los días. El diagnóstico fue reservado desde un principio y siguió así, después de la intervención. Me explicaron que a pesar de tener el ventilador y estar sin sedación, seguía mi esposa sin responder. Esperé toda la noche. Al día siguiente llegaron nuestros hijos. Esperamos.
Fueron tres noches más que pasamos junto a ella. Luego nos dijeron eso terrible, eso que yo sé ocurre en situaciones como la nuestra: muerte cerebral. Me enojé con todos: con la familia política por estar encima de mí, influyendo en mis hijos; con las amigas de mi esposa que no paraban de llorar. Mi hija la mayor les pidió a todos que se retiraran, debíamos tomar una decisión en familia. Me peleé con mis suegros. Sabía perfectamente lo que significaba ese estado, conocía que no era falta de tacto de los médicos, el hablar de suspender los equipos de apoyo. Yo sólo quería volver a casa y acabar con todo. No estar en ese hospital, no verla a ella, ni mirar a mis hijos así, tampoco escuchar a los suegros más. Mis hijos me apoyaron, nos tomamos la noche para descansar. Ya decidiríamos mañana.
Por la tarde me reuní con ellos y decidimos que por la mañana del día siguiente, nos despediríamos de su madre. Llamé a los suegros y se enojaron conmigo por pedirles que no se presentaran en el hospital, por insistirles que sólo quería conmigo a mis hijos y nadie más.
A la mañana siguiente, justo cuando salíamos rumbo al hospital, discutí con los muchachos. Mis suegros se habían encargado de informar a medio mundo de la situación de Inés. Las personas querían pasar a despedirse de ella. Dejé de responder el teléfono. Les dije a todos que no. No sé por qué lo hice. Mis hijos me tacharon de egoísta. Me fui solo en el auto, casi atropello a un niño. Me bajé en una licorería y compré una pequeña botella de whiskey. No quería llegar al hospital. Subí al coche y le di varios tragos. Conduje. Cuando llegué al estacionamiento me di cuenta de que no me cabía en el bolsillo de la chamarra, la tuve que dejar en la guantera.
Un sacerdote y mis suegros esperaban por mí al lado del cuarto de Inés. Mis hijos los acompañaban. También habían llegado los cuñados que no vivían en la ciudad. Todos me veían con desaprobación. No tuve ánimo para correrlos, pensé en irme y que ellos se encargaran de todo.
El último en dejar la habitación después de apagar el respirador fui yo, les pedí que me dejaran a solas con ella. La vi con una expresión de paz, como convencida de que había hecho las cosas bien. Después de allí, me fui directo con los médicos para firmar algunos papeles y dejar todo en orden. Los demás seguían en la pequeña sala del hospital, esperaban por mí, querían organizarse para el funeral. Yo me negué, les dije que no quería ver más gente. Que no hicieran ningún funeral. Todos se pusieron en contra mía de nuevo. Ya no podía más. Dejé que organizaran lo que quisieran, estaba bien, yo lo pagaría. Pero eso sí, les recordé que su madre quería que sus cenizas las depositáramos en un centro comercial. Que por ningún motivo íbamos a comprar un nicho en la iglesia, como ya lo sugería el sacerdote allí presente. Que tampoco haríamos ningún altarcito en la casa, como decía mi hija. Que eso no ocurriría. ¿Cómo crees que mi mamá lo decía en serio?, no papá, ¡no vamos a hacer eso!, dijo uno de mis hijos. No les estoy preguntando si están de acuerdo o no, ya les dije, Ustedes se encargan del funeral y yo de las cenizas. Todos comenzaron a hablar, uno de mis hijos trató de tranquilizarme, me abrazó y olfateándome preguntó, ¿Estuviste bebiendo?, ¿otra vez papá?, ¿otra vez? Ya no quise hablar con nadie. Todos se interrumpían. ¡Me vale madres!, ¡eso era lo que su madre quería y yo se lo voy a cumplir!, ¡si tanto le gustaba andar en las chingadas tiendas, pues ahí la voy a dejar!
Llegando a casa me preparé un whiskey como Dios manda y me senté en la sala. Nadie conocía a Inés, nadie sabía cómo era realmente. El lugar que menos pisaba era una iglesia, a menos que se tratara de ir a una boda. Y toda la misa se la pasaba criticando a otras mujeres.
Cuando mis hijos volvieron del hospital y me encontraron en el sofá con el vaso de whiskey, volvimos a discutir. Me reclamaron el estar bebiendo, dijeron que seguramente por eso estaba necio con lo de las cenizas. Que no les podía hacer eso. Yo los dejé en la sala y me fui a mi cuarto.
El día de la cremación, de nuevo, todos estuvieron presentes. En una de las salas de la funeraria esperaba el cuerpo de Inés dentro de una caja de cartón. Nos pidieron identificarla. No pregunté por qué no la tenían en el ataúd comprado para el funeral. Todos parecían muy al tanto del procedimiento menos yo. Nadie dijo nada. La caja de cartón con Inés estaba sobre una camilla. Después de reconocer el cuerpo se la llevaron. Rápidamente una de las empleadas abrió una cortina que permitía ver tras un cristal cómo removían la caja de la camilla y la colocaban en la boca de un horno metálico. Observamos a un empleado empujar la caja suavemente hasta el fondo del mismo para luego cerrar la puerta del equipo. Nos pidieron que volviéramos por la tarde para recoger las cenizas. Mi hija ya había escogido una urna.
Como estaba cansado les aseguré que haríamos lo que ellos quisieran. Que buscaran una iglesia y que allí depositaríamos las cenizas. Sólo les pedí tiempo, las quería mantener algunas semanas en casa. Mi solicitud les pareció razonable, además, en ese momento lo había dicho con sinceridad. Quizá era mejor ya no pelear y abandonar la idea de depositarlas en un mall. No tenía ni la menor idea de cómo lo podría hacer.
Mis hijos estuvieron un par de días más y luego se fueron. Quedamos en vernos muy pronto y juntos llevar las cenizas de su madre adonde los abuelos decidieran.
Pasé unos días en casa. Los amigos me llamaban, me invitaban a salir. En el trabajo pedí una licencia extendida. Era mi derecho después de estar 15 años en la compañía. Soy asesor patrimonial, llevo la gerencia de la oficina matriz en la ciudad; trabajo siempre hay, cosas urgentes, pero nada que no se pueda delegar con llamadas. Nadie protesto. Me dieron un mes.
Mi única hermana vive en Los Ángeles, desde lo ocurrido no había dejado de estar en contacto. Insistía en que la visitara, que unos días fuera de la ciudad me ayudarían. ¿Qué podría hacer en esa ciudad?, me pregunté. Además, ella siempre estaba ocupada, por eso nunca venía a visitarnos. No estaba seguro. Justo lo descartaba cuando otra idea cruzó mi mente, ¿y qué si depositaba las cenizas de Inés allá? No, no sería Houston o Las Vegas, donde los centros comerciales la volvían loca, pero seguramente encontraría algo parecido. Los malls, en realidad, son iguales todos.
Estaba ya por comprar mi vuelo cuando surgieron los problemas técnicos. ¿Cómo transportaría las cenizas? Para llevar la urna en un vuelo internacional, requería de un permiso sanitario y otros trámites que no tenía el ánimo de realizar. No había mucho tiempo y yo requería que las cosas fueran más sencillas. Consideré el enviarlas por mensajería privada, pero eso también me parecía complicado. Seguramente revisarían el paquete y podría meterme en problemas. Así que me dije que sería como en los viejos tiempos, en auto.
Empaqué las cenizas en dos latas vacías de café. Compré algunos dulces y chucherías para distraer la atención de los agentes de migración en caso de que revisaran la cajuela. Avisé a mis hijos que iría a visitar a su tía y me fui.
Después de recorrer medio Sonora, decidí buscar la garita más cercana y cruzar a Estados Unidos. La fila fue de unos 45 minutos. Cuando llegué con el agente, me preguntó: si, ¿era la primera vez que cruzaba con ese vehículo?, dije que sí; ¿cuál era el motivo de mi viaje?, respondí, Visitar a mi hermana en Los Ángeles. Me dijo que para eso necesitaba un permiso especial y me mandó a otro punto, donde regularmente envían los autos a una segunda revisión. Allí esperé por dos horas con un grupo de personas que también necesitaban el permiso de internación de más de 40 km al país. Para ese momento estaba arrepentido de mi idea de viajar en auto, me parecía estúpida. Había olvidado el porqué, ya siempre tomaba aviones.
Me pregunté qué pasaría si las cenizas eran descubiertas, quizá hasta terminaría en una investigación policiaca. Perdería de inmediato la visa. Qué pendejo. Si Inés estuviera viva no me hubiera dejado hacer una cosa así. Nunca hubiera arriesgado la posibilidad de volver a Estados Unidos. Era una viajante modelo, jamás tuvimos el menor problema en algún aeropuerto.
Me dieron el permiso y encendí el auto. Me sentí en paz con Inés. Yo no era un hipócrita como el resto para decir que ella era la persona más simpática y agradable, y que todo era perfecto en nuestras vidas. Creo que es una realidad, que todos hemos deseado alguna vez que nuestra esposa desaparezca. Que hemos fantaseado con llegar a casa y encontrar una nota diciéndonos que va a estar fuera un par de semanas, que hay una emergencia, que necesita ir a cuidar a un familiar que está muy enfermo. No por eso, significa que no las queramos, es sólo que a veces se necesita paz.
Cuando llegué mi hermana no estaba en su apartamento. Dejé el auto estacionado frente a su edificio y caminé al bar más cercano. Allí debía reflexionar. No había pensado en qué forma iba a depositar las cenizas de Inés en el centro comercial, ¿quería que se quedaran allí permanentemente, escondidas bajo una estructura?, o, sin ningún problema, ¿las vaciaría en una jardinería? ¿Debía comentarle a mi hermana mis intenciones?, ¿me ayudaría o me acusaría con mis hijos?
Cuando llegó, estaba muy harto de esperarla. Estuve a poco de irme a un hotel. Me recibió con cariño, teníamos más de cinco años de no vernos. Trabajaba en un corporativo dedicado a la seguridad de casas y negocios. Era curioso que los dos nos dedicáramos al ramo de la protección. Tenía dos años de haberse divorciado. Su ex esposo siempre me había caído bien. Ella decía que era insoportable. Quién sabe.
Después de cenar no me aguanté y le comenté mi idea con las cenizas. No sabía qué reacción esperar. Yo traía unos whiskeys encima y ella, estaba muy alegre de tenerme en casa. Nuestros padres murieron cuando éramos muy jóvenes, prácticamente sólo nos teníamos el uno al otro.
Mi hermana estalló en carcajada. ¡Cabrón!, estás bromeando, ¿verdad?, dijo. No, es en serio, necesito tu ayuda para dejar las cenizas de Inés en un centro comercial, pero que queden de forma permanente, no sólo tirarlas allí, me puse serio. Bebimos un poco más. Estuvo bromeado con ideas ridículas de cómo dejar las cenizas, soltaba una tras otra. Me estaba cansando de que no me tomara en serio y ella lo notó. Mira, me dijo, Sé que en dos días estarán haciendo un trabajo de remodelación en la fuente principal de The Grove. Lo sé porque a la compañía nos llega información de los movimientos u obras de construcción, en las instalaciones o áreas cercanas a nuestros clientes más importantes. Por ejemplo, las sucursales de las joyerías Tiffany son muy monitoreadas. Así que, según el plan, estarán haciendo las reparaciones por la madrugada, quizá y con un poquito de suerte, puedas depositar las cenizas en alguna colada de cemento. Tenía una expresión seria, confié.
Por la mañana recorrí The Grove mientras mi hermana trabajaba. La fuente se veía en perfecto estado, me era difícil imaginar que en ese lugar se fuera a llevar cabo alguna reparación. Me pareció el sitio perfecto para Inés. Las tiendas eran de marcas reconocidas y los restaurantes de comida internacional, estaría en una eterna vacación. A mí se me antojó estar en la alberca de un hotel, ordenando desde una de las camas de sol mis whiskeys.
Llegamos a The Grove en la noche programada para la remodelación. El centro comercial no es un edificio cerrado, sino un andador al aire libre rodeado de tiendas, hasta tiene un pequeño tren que circula por él. La fuente está en uno de los extremos, junto a un lago artificial. Los locales ya estaban cerrados pero aún había gente circulando. Identificamos a un grupo de trabajadores que supusimos eran los que repararían la fuente, vestían con chalecos color naranja, acomodaban señalización alrededor del área para indicar que se debía tener cuidado. Nosotros nos sentamos en una banca y esperamos a que se vaciara el lugar.
Pasada la una de la mañana, activaron una bomba que succionó toda el agua de la fuente y en menos de veinte minutos, el grupo de hombres se metió a trabajar en ella. No sabía cómo nos acercaríamos a ellos, cómo les explicaríamos nuestro propósito.
Ya revisaban las boquillas por donde los chorros de agua salen a presión cuando mi hermana me dijo, Quédate aquí, déjame que yo hable con ellos. La vi acercarse a uno de los trabajadores, rieron. Luego extendió su brazo y me apuntó desde lejos, el trabajador volteó en mi dirección. Vi en su rostro una expresión como de pena. Continuaron con la conversación. El trabajador hizo una seña y llamó a uno de sus compañeros. Los dos hablaban con mi hermana. El otro compañero también volteó hacia mí. Todos se veían consternados. Mi hermana regresó a la banca, ¿qué pasó?, pregunté. Nada, todo está arreglado. Debemos regresar en dos horas.
Nos subimos al auto e hicimos un poco de tiempo. Mi hermana me reclamó por adelantado, el que moriría de sueño al día siguiente en su trabajo. Compramos un par de cafés y regresamos al sitio. Ella tomó una de las latas con las cenizas y se la entrego a los trabajadores. Yo observé desde lejos, cómo la depositaron al fondo de una pequeña excavación hecha sobre el piso de azulejos y luego, cuando vaciaron sobre la misma una colada de cemento.
Allí nos quedamos un rato más. Después mi hermana se levantó de la banca y fue a despedirse de los trabajadores. Ella no me quería decir qué había hablado con ellos, cómo los había convencido. Otra vez me comenzó a desesperar, ¿Me vas a decir o no?, le dije en tono molesto. Ella decía, ¡Adivina!, ¡adivina! Yo tenía ganas de aconsejarle que no fuera a ser así con su siguiente marido, que a los hombres no nos gustan las adivinanzas, que ya se callara. Está bien, te voy a decir, rio un poco. No hay ningún misterio, dijo, En cuanto llegamos me di cuenta que conozco a uno de los trabajadores, son del mismo grupo que ha estado en otros centros comerciales. Les conté la verdad, tu historia.
Volví a la ciudad con la lata restante de cenizas. Mis hijos, tal como habíamos quedado, volvieron unos meses después para depositar la urna en la iglesia donde nos habíamos casado Inés y yo. Hicimos una pequeña ceremonia. Nadie cuestionó sobre la escaza cantidad de ceniza, sin embargo, sentí la mirada acusadora de mis suegros. Casi estuve a punto de decirles lo que había hecho, pero no, preferí reservarme el secreto para un momento especial.