Aunque abreviado, este inventario de personajes y temas, históricos y emergentes, sobre los genízaros en la imaginación literaria nuevomexicana invita a un estudio crítico en profundidad de esta faceta escasamente conocida de los escritos creativos de la frontera. En el Nuevo México colonial, los genízaros eran una clase social de indígenas destribalizados e hispanizados que inicialmente incluía cautivos y esclavos, y su primera aparición en un texto literario data de la obra teatral ecuestre de 1780 llamada “Los Comanches”. La literatura del siglo XX en la que ellos y sus descendientes aparecen incluye la obra de Fabiola Cabeza de Baca, Rudolfo Anaya, Nasario García y Jim Sagel; mientras que la lista del siglo XXI comprende a los autores Gilberto Benito Córdova, Leslie Marmon Silko, Lorraine López, Gabriel Meléndez y Joseph P. Sánchez. El español, la primera lingua franca de los genízaros, se sigue resistiendo, aunque ahora todo esté inundado por el inglés, que, hoy en día, es una segunda naturaleza para todo el mundo.
El título del estudio sociocultural más reciente sobre los genízaros es revelador: “Postcolonial Indigenous Performances, Coyote Musings on Genizaros, Hybridity, Education, and Slavery” (Gallegos 2017). Eliminados oficialmente como grupo designado tras el año 1821, los genízaros nunca habían encajado en el esquema mestizo del sistema de castas colonial, debido a que ellos no eran una casta en sí. “Coyote” es la casta que más se habría aproximado a su existencia intercultural. Asimismo, la cartografía de los escritos genízaros supone un desafío para su categorización, puesto que ocupa espacios híbridos entre latinos, chicanos, y nativo-americanos.
La teoría postcolonial y decolonial reciente proporciona una amplia estructura para llevar a cabo discusiones viables, emplea las “metodologías del oprimido” (Sandoval 2000) para identificar “voces decoloniales” (Aldama y Quiñonez 2002). Walter Mignolo define el decolonialismo como una variedad de enfoques analíticos y prácticas políticas “que se oponen a los pilares de la civilización occidental: colonialismo y modernidad (2011: xxiv-xxiv)”. Para nuestro proyecto, es ampliamente útil la investigación del “imaginario decolonial” (Pérez 1999), de la cual hace uso Estevan Rael-Gálvez en un prólogo reciente: “Frente a la realidad oculta (del genízaro), y en ocasiones solo con fragmentos documentales, el uso de la imaginación como metodología decolonial se mantiene como un imperativo crítico en la historiografía de cada pueblo colonizado” (2019, Prólogo).
Hasta que el ya fallecido antropólogo y novelista Gilberto Benito Córdova saltó a la escena nacional como curador de la exhibición de Nuevo México “American Encounters” en 1992 en el Museo de Historia Nacional, pocos habían oído hablar de los genízaros, más allá de los afortunados nuevomexicanos que habían estudiado historia colonial española. Ese mismo verano en el National Mall, en el apartado de Nuevo Mexico en el Festival Smithsonian de Cultura Popular Americana, sus visitantes tuvieron el privilegio de ver a los genízaros en acción, sus increíbles bailes y las canciones multilingües de Los Comanches de la Serna, de los Ranchos de Taos.
Teniendo sus raíces en el poblado de Abiquiú, Cordova fue el primer académico en interesarse por la realidad de la identidad de los genízaros contemporáneos. En un artículo académico poco convencional, sin fecha, sin publicar y nunca entregado, ratifica su identidad en lo que el antropólogo Michael L. Trujillo llama “un grito a pleno pulmón” (Trujillo 2019, capítulo 11).
Yo, Gilberto Benito Córdova, proclamo aquí ante todos ustedes que gritaré desde lo alto de las montañas: “I am Genízaro! I am a Genízaro! Soy lo que soy, I am what I am; I am from the past, heading for the future. [Soy del pasado, voy para el futuro] Soy Genízaro; I am a Genízaro”. Y ahora les pido que lo proclamen junto a mí: “Soy Genízaro; I am a Genízaro and I will keep this beautiful secret a secret no more” (“Soy genízaro, soy genízaro y haré que este precioso secreto no lo sea más”) (n.d.a 20).
Como dato interesante, Córdova se apoyaba tanto en la cultura expresiva como en la etnografía para comunicar sus aseveraciones. En su original libro “Abiquiú and Don Cacahuate: a Folk History of a New Mexican Village” (1973) propone al desconcertante y tonto personaje “Don Cacahuete”, del ciclo de chistes populares de Nuevo México, como un pícaro intercultural. Pero la auténtica representación de la cultura genízara a través de la tradición picaresca surgiría más de tres décadas después, con “Big Dreams and Dark Secrets in Chimayó” (2006), la primera novela genízara. Pero previamente, algo de contexto histórico arrojará luz sobre las vicisitudes del grupo indígena más numeroso del norte del Río Grande, que ha sido prácticamente arrasado y eliminado del imaginario cultural nuevomexicano.
En el Nuevo México del siglo XVIII el término “genízaro” se convirtió en un etnónimo para designar a un cuantioso sector de la población indígena, cuyos descendientes continúan hoy presentes en la región. Se trataba de un conjunto de individuos y comunidades de nativos de diferentes orígenes; principalmente apache, navajo, ute, paiute, kiowa, comanche y pawnee. Estos pasaron a formar parte de la sociedad colonial española tras ser capturados durante las frecuentes refriegas y asaltos entre tribus enemigas que rodeaban la región norte del Río Grande (Brooks 2002). Algunas comunidades indígenas como los tewa-hopi de Abiquiú se convirtieron en genízaros por desplazamiento y reubicación (Córdova 1979). Mucho después de la abolición de la esclavitud, la doctrina de la Guerra Justa permitió que se tomara como cautivos a disidentes e insurgentes y la institución del Rescate permitió la liberación de nativos cautivos, especialmente niños (Magnaghi 1990: 86). Los genízaros fueron eufemísticamente “rescatados” de sus captores, “adoptados”, cristianizados y puestos al servicio de las familias hispanas como trabajadores domésticos y cualificados, campesinos, pastores y tejedores (Magnaghi 1990: 90).
Los genízaros vivían entre la población hispana “a la manera española –es decir, recibían los apellidos de sus antiguos amos, nombres cristianos a través del bautismo en la fe católica romana, hablaban una especie de español rudimentario, y vivían juntos en comunidades especiales o esparcidos entre las ciudades hispanas y los ranchos” (Chávez 1979: 198). Las mismas Leyes de Indias que abolieron la esclavitud les concedían la libertad después de 15 años o por matrimonio. Algunos de ellos se distinguieron en el servicio militar como centinelas o paramilitares en las zonas fronterizas, otra razón por la cual se les asoció con los genízaros otomanes. Con su conocimiento geográfico y cultural de las vastas llanuras y montañas que rodean Nuevo México, los genízaros también servían de guías tanto para las grandes expediciones como para las menores (Sánchez 1997). Una vez los liberados habían pagado la deuda de su “Rescate”, sus hijos nacían libres, pero muchos genízaros fueron reabsorbidos por la esclavitud del peonaje por deuda, y por los clanes familiares de sus amos originales (Rael-Gálvez 2002). Vendidos o nacidos en la esclavitud, y más tarde en libertad, para el año 1800 ya constituían una tercera parte de la población hispana (Schroeder 1975: 62, Magnaghi 1990: 89, Gutiérrez 1991: 171). Los genízaros ocupaban un espacio étnico e identificable entre los españoles, las comunidades indígenas nativas y los mestizos. Algunos historiadores suponen que la desaparición del término genízaro de los documentos coloniales significó también que de alguna manera esa comunidad cultural disminuyó y acabó desapareciendo. Lo que no desapareció hasta el final de las guerras apaches de la década de 1880 fue la toma y tráfico de cautivos como práctica continua de guerra en las tierras fronterizas. Ciertamente, un gran número de genízaros asociados a las comunidades indígenas e hispanas se integraron en ellas desde abajo. No obstante, en varias comunidades social y geográficamente aisladas, en las mercedes o tierras concedidas en áreas remotas o montañosas, la memoria cultural e histórica de los genízaros ha persistido por medio de rituales, costumbres y autogobierno (Gandert et.al. 2000, Lamadrid 2003, G. Gonzales 2017, M. Gonzales y Lamadrid 2019).
La primera obra literaria en la aparecen los genízaros es la espectacular obra ecuestre “Los Comanches” (1780), que se representaba en las plazas de los pueblos por el norte de Nuevo México y el sur de Colorado, en honor a la victoria en agosto de 1779 ante un supuestamente invencible jefe de la guerra: Cuerno Verde. Tras una invocación a los cuatro puntos cardinales antes de la batalla, la arenga del líder de los nuhmuhnuh (tribu comanche), como su general, emplaza con audacia a los «valientes genízaros».
Pero hoy ha de correr sangre
Del corazón vengativo.
Ea, nobles capitanes,
Genízaros valerosos, ,
Que se pregone mi edicto,
Que yo como general
He de estar aprevenido…
(Lamadrid 2003: 55)
En la década de 1770, muchos genízaros habían abandonado los asentamientos hispanos para unirse a los prósperos comanches. ¿Es la de Cuerno Verde una llamada a luchar contra los españoles? ¿O se trata de una audaz advertencia a los genízaros aliados con españoles de que ellos también se enfrentan a su venganza? Históricamente, la mayoría de los genízaros de Nuevo México defendían su comunidad, las vecinas comunidades españolas y indígenas pueblo contra los comanches. Del mismo modo, también eran los primeros en negociar con ellos en tiempos de paz.
La única pieza novelística donde se trata a los genízaros en el contexto del siglo XVIII es la novela corta histórica inédita, “Genízaro: the Legend of Joaquín Mora of Abiquiú”, un manuscrito del notable historiador de la época colonial española, Joseph P. Sánchez, escrita como un ejercicio literario exploratorio entre la década de 1980 y la actualidad. Joaquín Mora, un personaje complejo inspirado en informes archivísticos de genízaros intrépidos en batallas, expediciones y reuniones comerciales, presencia la muerte de Cuerno Verde y participa en importantes expediciones militares y exploratorias, incluyendo la Expedición de Domínguez y Escalante de 1776. La narración se enmarca en entrevistas ficticias en 1880 en San Francisco por el reconocido historiador Hubert Howe Bancroft con una señora mayor llamada Manuelita, original de Abiquiú.
Los trabajos de diversos académicos de renombre abarcan desde las tradiciones orales y festivas, incluyendo la balada indita (Romero 2002: 56-90, P.J.García y Lamadrid 2012), narraciones de cautiverio (Brooks 2002, Lamadrid 2015, Rael-Gálvez 2002, Rebolledo 2002), y las celebraciones comanches que tenían lugar por toda la región (Lamadrid 2003). Durante los proyectos WPA (Works Progress Administration) de los años 30 en EE. UU., se recopilaron narraciones de cautiverio por todo el estado (Rebolledo 2006: 109-120), y muchas de ellas se publicaron como memorias e historia oral (N. García 1992). En el actual siglo XXI, las historias puramente orales que hacen referencia a la esclavitud han quedado en el pasado, en la tradición oral. Puesto que la trasmisión directa de estas narraciones ha ido mermando con el paso del tiempo, las únicas formas expresivas que quedan son unas pocas baladas y fiestas que referencian a los siempre presentes, pero prácticamente silenciosos, cautivos. Por términos de la cultura expresiva, el legado de la esclavitud en Nuevo México pasó a las manos de escritores desde mediados del siglo XX.
Fabiola Cabeza de Baca fue maestra y agente de condado del sistema estatal de asesoría de la agricultura “County Agricultural Extension Agent”. Como escritora, cultivó un estilo narrativo híbrido que los críticos de literatura chicana han denominado “historia popular” o “etnografía de la comunidad” (Rebolledo 1995: 42-43). Se dio cuenta de que documentar los hábitos alimenticios indo-hispanos era una ingeniosa manera de contar las historias más profundas de Nuevo México. Sus libros levantaron el aprecio y el estado social de la gastronomía regional, de la cocina de las clases humildes a nivel de “cuisine”. Contextualizaba en detalle sus “recetas” y las ponía a disposición de los lectores norteamericanos de otras culturas en “The Good Life: New Mexico Traditions and Food”, en impresión desde 1949. Cada capítulo del libro de cocina se centra en una estación, con escenas de la vida rural a lo largo del año, ambientadas a principios del siglo XX. Para aquel entonces, aunque la esclavitud y el peonaje por deuda llevaban tiempo abolidos, ciertas personas vendidas o nacidas en la esclavitud continuaban vinculadas a algunos hogares, por lazos de sangre y de familia. Se da a entender que la curandera del pueblo, Señá Martina, la vendedora de hierbas del capítulo dos, tiene orígenes indígenas. Según documenta el censo colonial, solo se le conoce por su nombre y no apellido, además de por el abreviado, pero honorable y bien merecido título de señora. Comparte libremente las tradiciones curativas indo-hispanas con su comunidad y asiste partos y defunciones. Además, cuando Cabeza de Baca usa la palabra “esclava” en referencia a ella, rompe la tradición del silencio y los eufemismos con respecto a los cautivos y los “criados” (criados por la familia en cautividad).
La anciana curandera le pareció muy mayor y arrugada a Doña Paula, le preguntó cuántos años tenía. Nadie recordaba cuándo había nacido. Había sido esclava de la familia García por dos generaciones y eso era todo lo que sabía. No había deseado la libertad, ya que ella siempre había sido libre. Nunca se casó, aunque sí tuvo algunos hijos e hijas. (14)
La crítica literaria más temprana sobre escritoras/es chicanas/os se percató pronto de la prevalencia e iconicidad de la figura de la “abuela”, como mediador familiar y como vínculo con el pasado, a menudo con un pasado indígena para las culturas mestizas (Rebolledo 1983). Con un origen similar, la “curandera” surge como una figura poderosa con cualidades místicas y conocimientos ancestrales (Rebolledo 1995: 84). Cuando le pregunté recientemente al novelista Rudolfo Anaya sobre los orígenes indígenas implícitos en “Última” (1972), la curandera más apreciada de la literatura chicana, dijo que a pesar de sus orígenes en el “llano”, las llanuras del este de Nuevo México, nunca había oído hablar de los genízaros hasta la universidad, y agregó:
Pienso que cuando estaba escribiendo la novela y visualizando a Última (y la primera vez que se me presentó) existía la sensación de que era parcialmente india. Pero ¿de dónde venía? Quiero decir, en la manera en que yo pensaba a la gente de aquella zona de Pastura (algunos de los cuales aparecían como personajes) ninguna de ellos se “sentía” indio. ¿Alguna vez te he dicho que yo pensaba en español cuando escribía en inglés? Eso nunca ha vuelto a pasar. (Anaya 2018).
Los orígenes reprimidos y ocultados son una de las señas de identidad de la herencia genízara.
En varios libros de ficción en torno a los genízaros, los protagonistas profundizan su vínculo con el pasado remoto al enterarse de que sus abuelas en el ámbito de su hogar son realmente sus bisabuelas. Un tratamiento conmovedor y lírico de los cautivos y los criados con este recurso se encuentra en “Always the Heart – Siempre el corazón” (1998) de Jim Sagel. Esta novela corta, completamente bilingüe, para lectores adolescentes está ambientada en el valle del río Chama y surge de la relación tácita, casi mística, entre una adolescente locamente enamorada y su bisabuela. La estructura latente de la novela es la historia de la Mujer Cambiante, una figura de la religión de los navajos asociada principalmente con la Virgen María en las misiones católicas en su reserva indígena. La Mujer Cambiante envejece continuamente, para después volver a ser joven cíclicamente. Hay paralelismos entre el primer amor y el amor de su ancestro genízara, su tatarabuela. Aquí, la abuela habla del amor de la vida de su madre, que no estaba destinado a ser su esposo:
“Si querían verse, tenían que hacerlo a escondidas, ve.”
“Pero, ¿por qué?”
“Porque ella era una criada”
“¿Criada?” pregunto, admirando el pelo de mi abuelita, tan largo y tan espeso.
“Asina les decían a las indias que quedaban cautivas. Eran esclavas pero como se criaban entre las familias, se hacían tan mexicanas como nosotros”. (11)
Un símbolo tangible del vínculo con la herencia genízara es una colcha que la abuela deja a su nieta, quien descubre que se trata de su bisabuela. Cosido secretamente en ella hay una frazada navajo, tejida por su tatarabuela, la cautiva.
En “Gifted Gabaldón Sisters” (2008) de Lorraine López, la reliquia familiar que heredan unas hermanas es un baúl que pertenece a Fermina, una misteriosa mujer mayor vinculada a su hogar en el este de Los Ángeles en la década de los 60. El contenido del baúl sale a la luz tras la muerte de su madre y de Fermina. Metida en el fondo hay una colección completa de entrevistas a Fermina hechas por una trabajadora del proyecto WPA en 1937 y 1938 (inspirándose en historias ocultadas que López descubrió de su propia familia). Los documentos revelan el traumático pasado de Fermina siendo una niña de la tribu Hopi, en el pueblo de Walpi, perteneciente al censo de “First Mesa”, tomada por los navajos y vendida a un ranchero hispano a cambio de comida, y vuelto a vender por dinero a la familia Gabaldón, del Río Puerco. El secreto que había sido ocultado a las hermanas durante toda su vida era que Fermina era en realidad su tatarabuela.
La revelación tiene un efecto catártico y les permite “abrazar y reconfortar por fin a aquella niña abandonada y temblorosa que habría sido Fermina, y que también era yo” (316). Las crónicas están estratégicamente intercaladas por la extensa novela y sirven de marco para otros capítulos. Fermina pasó su vida cuidando de las niñas y la casa, y las hermanas finalmente se dieron cuenta de que ella había sido una criada contemporánea. Para una mujer modesta, servir a sus descendientes era suficiente compensación, pero el legado duradero que dejó a sus bisnietas fue misteriosos “dones”. Loretta heredó la habilidad de sanar animales, Bette es una narradora con talento para contar mentiras creíbles, Rita hereda el peligroso poder de maldecir a gente, y el don de Sophie es un adorable sentido del humor. Con esos documentos, las hermanas recuperan la verdadera historia de sus orígenes y el legado de sus ancestros en un crudo contraste con las historias familiares patriarcales que siempre les habían contado durante su infancia. López sitúa en primer plano historias de mujeres, dando a entender que las historias escritas tienen el reto de prevenir que estas desaparezcan. La historia re-escrita de la familia Gabaldón podría incluir ahora a “todos los antepasados”.
La recuperación de la memoria cultural e histórica por medio de los testimonios personales es el hilo conductor de todas estas narraciones, tanto las de ficción como las de no ficción. Con atención filológica a las ricas texturas del español nuevomexicano, el reconocido escritor y folclorista Nasario García hace uso de las entrevistas etnográficas para reunir y recontar muchas de las leyendas y cuentos, incluyendo narraciones de cautiverio. Edumenio Lovato de San Luis, de Nuevo México, relata las experiencias de su ancestro cautivo Rafael Lovato como hijo adoptado por una encantadora familia Pawnee. Fue capturado mientras atendía a sus ovejas en las llanuras al este de Las Vegas, Nuevo México, y llevado a un pueblo en la ribera del río Platte. Una pareja mayor sin hijos lo adoptó, se ganaron su respeto, y lo iniciaron en la cultura de los “pánanas”. Rafael aprendió la lengua Pawnee con fluidez y estaba especialmente interesado en la caza, puesto que ello le ofrecía la oportunidad de escapar: “Con el tiempo sus apresadores le enseñaron a Rafael el uso del arco y la flecha, el arte de cazar” (N.García 2010). A lo largo de los cinco años de su cautiverio, nunca perdió el deseo de volver a casa, todos sus intentos de escapar fueron fallidos, hasta que finalmente fue rescatado. La obra de García es una muestra del vínculo de la literatura con la tradición oral de Nuevo México.
La aclamada escritora de la tribu de Pueblo de Laguna, Leslie Marmon Silko, utiliza la memoria para capturar la complejidad cultural de su tierra natal. En “The Turquoise Ledge” (2010: capítulo 6), explora sus antepasados mixtos —pueblo, anglo, hispano, incluyendo un terrorífico y bien documentado cuento sobre uno de sus antepasados de la famosa familia Luna de Los Lunas. El hermano de Josephine Romero Luna adoptó a cuatro hermanitas navajos tras una campaña militar en 1823. Fue tan abusivo con ellas que conspiraron para envenenarlo. Tras un juicio rápido, las tres hermanas mayores, todavía adolescentes, fueron condenadas a la horca. La hermana más pequeña, Juana, fue criada por Josephine, cuya familia extendida la llamaba “Grandma Whip” (“Abuela Azote”) por su tendencia a azotar y aterrorizar a los niños, ya fueran de la familia o no. Llevaba un gran llavero en el cinturón con muchas llaves. Todo estaba bajo llave, hasta el azúcar, porque las hermanas habían metido veneno para ratas ahí para asegurar su venganza. Aunque no tenía lazos de sangre con Silko, la criada navaja Juana se convirtió en una abuela subrogada muy querida en la familia, y cuando era pequeña sus abuelas llevaban a Silko a dejar flores en su tumba. Nunca le llevaron flores a la terrible “Grandma Whip”.
Todas las obras citadas hasta ahora reflejan la censura y la supresión de la palabra “genízaro”, junto con el resto de los términos de casta, excepto “coyote”, que ha sobrevivido a los tiempos modernos para referirse a una herencia mixta. Gilberto Benito Córdova proclama su herencia e identidad genízara, reconociendo su genealogía paterna en una niña navaja cautiva vendida a una familia en Abiquiú en la década de 1860, una genealogía compartida con su protagonista Salvador, en “Big Dreams and Dark Secrets in Chimayó” (2006). El alcohol es el sacramento que enciende las alucinaciones a través de las cuales Sal salva y decoloniza su mundo, cuestionándolo y despedazándolo. Se trata de una delirante enciclopedia dionisiaca del folclore indo-hispano, e incluye personajes desde el pícaro ibérico Pedre de Ordimalas, al pícaro indígena Mano Fashico (Lamadrid y Steele 1998), o a los personajes navajos del coyote y la mujer araña. Tras profanar el altar sagrado del famoso Santuario de Chimayó en una borrachera desenfrenada, los Matachines intervienen para castigar a Sal, quien se convierte en el Torito de la danza y es simbólicamente castrado al culminarse.
En una deliberada afiliación con la tradición picaresca ibérica, “Sal” vincula su destino a Pedro de Ordimalas, cuya genealogía literaria se conecta con Miguel de Cervantes, cuya obra del mismo nombre se inspira en la tradición popular ibérica. Pedro es en único ser humano que se gana la entrada al cielo, no por su fe, sino por su ingenio. Después de torturar a los demonios en el infierno recitando los dulces nombres de Jesús, María y José, la Sagrada Familia, lo expulsan de los ardientes dominios y consigue llegar a las puertas del cielo, saluda a su tocayo, San Pedro, echa un vistazo al Trono Sagrado de Dios, y se convierte en piedra, con ojos, al pie de las puertas. Finalmente atrapado por un árbol caído a los pies del icónico Cerro Pedernal de Abiquiú, Salvador llega a su final y es llamado a la siguiente dimensión por la misma Mujer Araña. Esta le dice: “Hijo, hijo mío, lo has entendido mal. Si tejes tu tela, tu red se convertirá en una trampa… Hijo, hijo mío, tú no dependes de la tejedora. Tú eres el tejedor” (Córdova 2006: 218-219). El antropólogo Michael Trujillo ve este momento de liberación como el re-nacimiento del pueblo genízaro actual (2019).
Un año después de la aparición de la novela de Benito Córdova, se realizó un homenaje en ambas casas de la Legislatura de Nuevo México “Reconociendo el papel y el legado de los genízaros en la historia de Nuevo México” (Rael-Gálvez 2017). A partir de ello, surgió un renacimiento de la investigación académica sobre los genízaros, de activismo cultural y de creación literaria. A medida que se van revelando secretos de las familias nuevomexicanas, que los archivos se desbloquean, que se combate su supresión, que los rituales de las comunidades genízaras se van comprendiendo y apreciando, la imaginación literaria se va liberando. En 1959 Fabiola Cabeza de Baca pintó un retrato de una apreciada criada y curandera al final de su vida. En 2017, en su exploración de los “archivos profundos” de la memoria y la tradición del Valle de Mora, Gabriel Meléndez imagina a su personaje “Sarita la genízara” cuando entra por primera vez en la sociedad nuevomexicana (152). Los traficantes comancheros involucrados en el comercio ilegal con los comanches, arrastran a su casa a una jovencita nativa y a su hija desde las llanuras y ella es adquirida por una familia local. Como su hijita ya había sido prometida a una familia de Taos, madre e hija son separadas entre lágrimas. Los comancheros se hacen sordos ante el llanto de desesperación de Sarita y ella empieza el ritual comanche del duelo, arrancándose manojos de su propio pelo con las manos, puesto que no tenía cuchillo para cortárselo. A lo largo de las décadas subsecuentes, se convierte en una matriarca respetada y fundadora de uno de los clanes de los Sánchez en Mora, aunque nunca en su vida cumple el sueño de encontrar a su hija. Este trauma histórico se convierte en un legado de dolor para las generaciones sucesivas. Pero la memoria recuperada puede resultar en un bálsamo para las heridas.
Traducción de Ana Márques García
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