En el primer libro de relatos de Raymond Carver, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, de 1976, hay un cuento que se llama “Vecinos”. En él, una pareja, Bill y Arlene, quedan a cargo de cuidar a una gata, Kitty, ya que sus vecinos salen de viaje por unos días. Hay un deslizamiento imperceptible —en los movimientos, en los diálogos— que indican que la pareja se ha instalado, aunque no quieran, deban, o imaginen admitirlo, en la casa ajena. En un momento, Arlene piensa en voz alta que tal vez sus vecinos no regresen a su hogar. “Puede ser”, responde Bill, “todo puede suceder”.
Hay mucho del fisgoneo, de las búsquedas y de los diálogos non sequitur presentes en el relato de Carver sobrevolando el tercer libro de cuentos de la argentina Samanta Schweblin, Siete casas vacías (Madrid, Páginas de Espuma, 2015). Así, podría entablarse un puente entre posturas literarias aparentemente antitéticas: el padre del “realismo sucio” y la escritora relacionada con la literatura fantástica, de terror y misterio. Más allá de la comprobación o no de ese nexo, diría que la frase del “Vecinos” de Carver condensa, si no la totalidad de la poética de Schweblin, sí la propuesta tanto temática como estructural de este tercer libro. En sus ficciones, dentro de las atmósferas tensas y ligeramente melancólicas, de los personajes que vagabundean por los espacios del relato (suburbios, ciudades; casas y jardines de casas, departamentos, tiendas, subtes, hospitales, ascensores) y de las vueltas de tuerca de las tramas, hay una constante narrativa que lentamente configura lo que otrora se describía como cosmovisión y que hoy, tal vez, debamos calificar más tímidamente como un sentir o tal vez una pulsión: en los cuentos de Schweblin todo puede suceder.
La autora de Siete casas vacías tiene una concepción clásica del contar; ha dicho en varias entrevistas que posee alma de cuentista y que concibe el género desde la intensidad y hasta desde la ansiedad y la impaciencia. Hay algo de truco de magia en el cuento, ha declarado. Esta visión, algo sorprendente en tiempos de pos-todo, dialoga con las tradiciones canónicas no sólo de los maestros del género, sino también de las teorías acerca de la forma, desde los juicios de Edgar Allan Poe sobre el cuento como casi una operación matemática, hasta las variantes latinoamericanas que suman a Horacio Quiroga —y su manía textual y temática por el final y la idea de que hay que tomar los personajes de la mano y llevarlos sin mirar atrás—, a Julio Cortázar —y su concepción de un orden secreto y casi incomunicable en todo cuento memorable— y a Ricardo Piglia —y su teoría de la dos historias, una superficial y visible y otra subterránea. Además, Schweblin ha destacado sus referentes: Franz Kafka, Ray Bradbury, Cortázar. De Kafka adopta la voz narrativa que cuenta con naturalidad algo que puede ser sórdido, terrible o simplemente triste; de Bradbury admira la imaginación y el optimismo irrefrenable; y en Cortázar destaca la incesante búsqueda de nuevas formas de narrar.
El relato que corona esta concepción del género en Siete casas vacías es “Un hombre sin suerte”, premiado con el Juan Rulfo de Radio Francia Internacional en el 2012. Es un ejemplar cristalino de la especie: tiene tensión y misterio; ánimo lúdico y rigor estructural; verosimilitud, extrañeza y un final a todo vapor, con la niña tragándose el papelito donde su acompañante había escrito un nombre secreto que ella repite en silencio, “varias veces, para no olvidármelo nunca”. En la historia de esa niña y un hombre que, por circunstancias fortuitas, se encuentran en la sala de espera de un hospital y terminan yendo a comprar una bombacha para ella porque es su cumpleaños —y por muchas cosas más— se cifra todo lo que le interesa a Schweblin como escritora: los equívocos, las soledades diversas reconcentradas en su alienación, las historias e histerias familiares, los pequeños actos transgresores, los personajes algo excéntricos (él la llama Darling, pero cuando ella hace lo mismo con él, el adulto asevera, medio en broma, medio en serio, “No digas ‘ok darling’… que me pongo quisquilloso”), la atención al detalle en esa bombacha negra que no compran pero se llevan, una prenda interior que era para chicas “porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, donde suele estar ese moño que ni a mi mamá ni a mí nos gusta”. Es casi demasiado perfecto el relato en su circularidad: en ese uso de la bombacha —un estandarte femenino— como en el rifle de Chéjov —una insignia masculina—, hay una inevitabilidad predecible pero satisfactoria. No es casualidad, intuyo, que este texto no estuviera incluido en la versión original del libro y que, aclara una nota, se le pidió a la autora que lo incorporara, ya habiendo ganado ambos premios. Es el único cuento sin casa en el libro.
Dos epígrafes enmarcan este volumen y ambos son de artistas visuales. La de Juan Luis Martínez (chileno), además poeta, proviene del poema “La desaparición de una familia” y habla de una niña y de perderse en una casa. El de Andy Warhol reproduce un diálogo que deja entrever la imposibilidad de acercarse realmente a alguien. Es decir, los dos paratextos funcionan como protocolos de lectura y nos ofrecen algunos accidentes geográficos para empezar a recorrer esas casas vacías de las que habla el título. Espacios y relaciones —de familia de sangre y de las extrañas familias que nos da la vida— serían, entonces, las vigas que sostienen estas casas.
En el segundo relato, “Mis padres y mis hijos”, sin dudas el más desopilante, se da la rareza en este libro de Schweblin de que el narrador protagonista sea masculino. Javier narra como si no entendiera del todo y esa mirada pone a funcionar la dicotomía niños-adultos, con el agregado al primer polo de los padres de Javier que, algo seniles, se desnudan como si fueran niños juguetones en la casa de su ex esposa. Marga presenta a Charly, su nuevo novio; crece la tensión. Y algo pasa: los chicos desaparecen. El trío busca al cuarteto, y Javier piensa, mientras revisa los armarios de esa casa de verano alquilada, que “siempre fue así con esta familia, que todo fue poco y ordenado, que nunca sirvió de nada correr las perchas para encontrar algo más”. Marga pierde el control y asalta a Javier; Charly los separa y los lectores sabemos que se nos está distrayendo del enigma principal: ¿juego o terrible accidente? Llega la policía y, cuando se van a buscarlos por la carretera en auto, Javier descubre la verdad. El tercer cuento está también habitado por rituales extraños, pero tomados con naturalidad en este caso por la narradora de “Pasa siempre en esta casa”, que recibe los golpes del señor Weimer en su puerta como mazazos en su cabeza. Los ingredientes son: pareja de vecinos, hijo muerto; él triste y resignado, ella, en apariencia violenta, arrojando la ropa de su hijo hacia la casa de la narradora, quien duda si es la mujer o el hombre el ejecutor de ese acto vandálico y lúdico a la vez. La otra pareja es la madre-narradora y su hijo, el racional, el que dice “esto es algo de locos”, el que amenaza con quemar la ropa cada vez que la ve tirada en su casa. La violencia en este libro de Schweblin es siempre un atisbo, un amague que en ocasiones da lugar a una conexión más profunda. Como en “Un hombre sin suerte”, hay aquí una “sincronización insólita” entre la narradora y el viejo Weimer que deja latente la amenaza de un quiebre en esa irrupción final del hijo que los ve sentados juntos y se indigna “con todo lo que sucede en esta casa en un mismo orden”.
Hacia la mitad del libro, es otra vez una pareja de ancianos la protagonista. “La respiración cavernaria” prueba, como en Distancia de rescate (2014), que la extensión en la escritora argentina le presenta dificultades que intenta resolver con suerte dispar. Aquí están todos los ingredientes de su sistema literario: fantasmas (un chico muerto que se le aparece a la protagonista enferma, Lola, reemplazo metafórico de su propio hijo, muerto como en “Pasa siempre en esta casa”), espacios que parecen contener otras dimensiones (la casa de al lado donde se instalan los nuevos y pobres vecinos, el jardín y la huerta de Lola donde se reunía el chico vecino con su esposo, la zanja donde encuentran el cuerpo del muchacho) detalles enigmáticos y significativos (la leche chocolatada en polvo que obsesiona a la vieja, el armado continuo de cajas, las listas de Lola: “concentrarse en la muerte. Él está muerto. La mujer de al lado es peligrosa. Si no lo recuerdas, espera”). La intensidad agónica de la situación de la protagonista no excluye el contexto social –“esos chicos no le gustaban”, piensa Lola, y cuando hay un robo a una rotisería del barrio cree que su vecino ha tenido algo que ver. En este sentido, el relato parece una re-escritura in extenso de “Casa tomada” de Cortázar, pero con hijos: está la invasión y está el “matrimonio de hermanos”. Vemos todo desde los ojos de la anciana, esa mujer que alarga su malestar para hacer sentir culpable a su marido, quien muere primero que ella: “la había dejado sola con la casa y las cajas. La había dejado para siempre, con todo lo que ella había hecho por él”. Es allí donde reside el corazón del relato, sostenido por esa respiración cavernaria, ese “gran monstruo prehistórico golpeándola dolorosamente desde el centro de su cuerpo” y por eso la confrontación final con la madre del aparecido debilita un tanto la potencia transmitida. En numerosas ocasiones los cuentos de este, y otros libros de Schweblin, parecen materializar textualmente pesadillas y, este es el caso, del texto que acabo de comentar y también del que cierra el libro, “Salir”. Narrado casi como un cortometraje, en primera persona, hay una pareja y una protagonista femenina que abandona su departamento, con el pelo mojado y en pantuflas. “No tengo llaves, me digo, y no estoy segura de si eso me preocupa. Estoy desnuda bajo la bata”. Cualquiera que haya vivido en un edificio sabe que un inevitable punto de reunión es el ascensor. La mujer sube y se encuentra con un hombre que parece ser parte del edificio, alguien que se encarga de algo allí. Lo que sigue es una relación signada por una enigmática frase del hombre —“mi mujer va a matarme”— y un periplo por la calle Corrientes en Buenos Aires en el auto del individuo, a paso lento. Como en el caso de “Pasa siempre en esta casa” y de “Un hombre sin suerte”, el vínculo entre dos seres extraños, pero no extrañados el uno del otro se dibuja sutilmente en los diálogos cómplices para luego desvanecerse. No es casualidad —en Schweblin nada lo es— que el hombre declare ser “escapista” en un cuento cuya protagonista no logra el objetivo que se perseguía desde su título.
Dejé para el final los que, a mi entender, son los relatos que suben la apuesta de Siete casas vacías. Ambos tienen una relación entre dos mujeres —madre e hija; nuera y suegra— como su núcleo central. El comienzo de “Nada de todo esto”, primer cuento del libro, es significativo: “—Nos perdimos– dice mi madre”. La pérdida es literal y metafórica, porque la madre, sin rumbo, no pertenece a ningún sitio y entonces arrastra a su hija en la invasión (nuevamente este leitmotif) de espacios ajenos primero en un auto, dibujando “un semicírculo de doble línea de barro”, y luego ya fuera de él, a pie, ingresando a esas casas amplias que no son como la suya, que están rodeadas de árboles, que tienen mármol blanco y habitaciones de lujo. Como en “La respiración cavernaria”, se siente la diferencia de clase social: “—¿De dónde saca la gente todas estas cosas?—… Me pone tan triste que me quiero morir”. Pero en este caso el contraste aparece barnizado por la comicidad del enredo y del absurdo, coronados por la imagen de la madre tirada boca abajo sobre la alfombra del cuarto matrimonial. La hija-narradora, a la vez exasperada y cómplice, toma el lugar del adulto responsable y racional: “¿Qué carajo hacemos en las casas de los demás?”, pregunta, y luego un poco más adelante, “¿qué mierda es lo que perdiste en esas casas? El final es parecido a “La respiración cavernaria” en la confrontación, pero lo que queda como indeleble es la imagen de la madre enterrando en el jardín de su casa la azucarera que se ha robado. En tanto, “Cuarenta centímetros cuadrados” pone en escena un complejo entramado de historias que apenas se vislumbran: la de la suegra de la protagonista, mujer de Mariano, y la venta de su anillo de bodas; la de la partida a España y el regreso a Buenos Aires de los más jóvenes, la de la relación entre nuera y suegra “—Y al fin dijo que le encantaba charlar conmigo, así, como dos amigas—”, la del encuentro con el misterioso mendigo en la estación de subte, y la de las dichosas aspirinas. El relato es un viaje y una aventura de alguien que, como todos los personajes del libro, está perdida y se aferra a algo, en este caso, como Lola, a unas cajas que contienen una identidad ya perimida. La revelación no pasa por la anécdota, sino por la reflexión: la suegra cuenta que luego de vender su anillo se sentó en un banco en una parada de autobuses y no hizo nada. Entendió que estaba sentada en cuarenta centímetros cuadrados “y que eso era todo lo que ocupaba su cuerpo en el mundo”. Por eso, en el mapa que le muestra el mendigo, la protagonista no encuentra su dirección.
A primera vista, las casas de este libro no están vacías. Están, ciertamente, llenas de objetos. El vaciamiento de Siete casas vacías es de otro tipo: la morada interior es la que se derrumba lenta e inevitablemente. Es el mundo adulto (este año Samanta cumplió 40) que nos condiciona y nos empuja y frente a eso ensayamos algún tipo de resistencia para no caer en la domesticidad resignada. Este es el libro más “realista” de Samanta Schweblin, pero habría que ya pensar en huir de categorías fáciles para describir su obra y hablar más bien de una sintaxis propia en donde campea el efecto de extrañamiento y, tal vez, cierta maravilla ante la existencia; en donde, como declara en una entrevista, su escritura intenta llegar “hasta donde quiere desde el abismo de no saber cómo, desde el estupor, la curiosidad y el deseo sin armas”; en donde, como se dice en “Pasa siempre en esta casa”, suceden cosas “cuando algo no encuentra su lugar”.
Pablo Brescia
University of South Florida