Después del celebrado El núcleo del disturbio, publicado en 2001, Samanta Schweblin muestra una notoria insistencia por uno de los formatos más tradicionales y proteicos de la literatura: el libro de cuentos. Son cuentos a los que destina densas tramas y sitúa en violentos universos referenciales que perforan lo real mediante un uso heterodoxo del fantástico y el terror, e incluyen además elementos de la ciencia ficción, lo extraño e incluso lo maravilloso. Su segundo libro, Pájaros en la boca (publicado en Buenos Aires en 2009 por Emecé, reeditado en 2012 por la misma editorial, y en 2018 por Penguin Random House), obtuvo el Premio Casa de las Américas; y algunos de los cuentos que lo integran han sido incluidos en antologías varias y traducidos a numerosas lenguas. De esta manera, Schweblin, que se ha definido preferentemente como cultora de las formas breves, se inscribe, con operaciones formales e ideológicas de ruptura, continuidades y desvíos, en una larga tradición en la literatura argentina de cuentistas mujeres, desde Silvina Ocampo y Sara Gallardo a Ana María Shua, Hebe Uhart, Liliana Heker, Gabriela Bejerman o Angélica Gorodischer, por diseñar un periplo posible para los siglos XX y XXI. Incluso cuando se publica su primera novela, Distancia de rescate (Buenos Aires, Penguin Random House, 2014), la cual no tiene más de ciento veinticinco páginas, es generalmente referida como nouvelle y se sabe además que en su origen fue un cuento que le sugirieron extender a la autora. Distancia de rescate funcionaría así como un trabajo de experimentación literaria, que se detiene brevemente en la vuelta a casa que supuso el libro de cuentos Siete casas vacías (Madrid, Páginas de Espuma, 2015), para desembocar con mayor contundencia en Kentukis (Buenos Aires, Penguin Random House, 2018), su última novela.
Ahora bien, quizá un camino posible para abordar Pájaros en la boca sería, en principio, trazar lazos de unión a propósito de denominadores comunes: los tópicos recurrentes (maternidades, agenciamientos vinculares, la enfermedad física y mental, gradaciones de la violencia y la crueldad, las intervenciones seudocientíficas sobre las anatomías humanas, la puesta en crisis de lo humano y lo animal), las extrañas ambientaciones que, salvo contadas excepciones, no son ubicables en topografías con referencias conocidas (desde rutas perdidas, pueblos costeros fantasmales y ciudades no identificables, hasta llanos, valles, jardines incrustados en casas urbanas, zonas de fronteras y biomas atípicos al territorio nacional argentino como las estepas), y los modos de narrar, que muchas veces ponen en cuestionamiento las temporalidades y los niveles de significación del relato.
Pero, sin dudas, estas conexiones posibles no son privativas de Pájaros en la boca y trascienden sus páginas. De este modo, su segundo libro de cuentos se posiciona como un núcleo privilegiado desde el cual se puede filiar la poética de Schweblin en un movimiento de doble dirección: hacia atrás recoge los órdenes resquebrajados por los disturbios de su primer libro, los reescribe y los subraya afianzando un estilo y un cosmos literario reconocible, y hacia adelante, con Distancia de rescate como ejemplo paradigmático, potencia y lleva al límite todas esas vicisitudes, tanto en el plano argumental —el deterioro de los vínculos más primarios como el que se establece entre madres e hijos y el impacto de saberes no científicos sobre los cuerpos remiten a los cuentos previos— como a nivel narrativo —la estructura de cajas chinas que encastra el presente del relato con la historia revisitada, como, por caso, en “Bajo la tierra”, que va preparando el terreno para la radicalidad de Distancia de rescate, cuyo hilo narrativo es interceptado por remembranzas y reflexiones provenientes del presente de la enunciación, y su trama opera a dos voces al mismo tiempo que evoca y cruza temporalidades diferentes.
¿De qué modo armar sistema, entonces, aunque se trate de cuentos que no rompen del todo con la ortodoxia del “cuento perfecto”, ese que acuñaron las teorizaciones y ficciones de Edgar A. Poe, el decálogo del perfecto cuentista de Horacio Quiroga o la herencia cortazariana? Allí aprendimos que no debía haber elementos sueltos, que el principio llevaría de la mano al lector hasta el final, que la intensidad no podía decaer. Son premisas posibles de rastrear en este volumen que se hacen complejas a partir de la otra propuesta que traen los mismos cuentos, donde ese acto de contar acostumbrado se desrealiza y se apuesta por una nueva economía narrativa.
Más allá de las resoluciones —eficaces, felices, efectistas, abiertas— que puedan darse a los desórdenes que pueblan los cuentos de Pájaros en la boca, aquí interesa recalar en ese punto en que “lo importante”, según la lógica referencial interna de los relatos, actúa (como en Distancia de rescate) como principio de selección y de configuración de nuevos regímenes de sentidos. Así aparece el que impone, por caso, el agobiado personaje de Enrique Duvel en la juguetería de “La medida de las cosas”, un cuento que despliega básicamente una teoría del orden. Allí se hace primar la dimensión cromática frente a cualquier otro criterio de ordenamiento de las cosas (por artículo, por uso, por edad), de modo tal que el principio del desastre que pudiera desprenderse a expensas de la conmoción del orden acostumbrado se troca por “algo maravilloso”, algo parecido al extrañamiento desautomatizante: “los colores, ordenados por su gama, destacaban los artículos que nunca antes habían llamado la atención”. De ahí en más crecen las ventas de artículos y Duvel pone en puntos suspensivos su angustia existencial. En la misma sintonía, la larga e intensa enfermedad de Walter en “Mi hermano Walter” descoloca a tal punto las rutinas de sus allegados que dispone nuevas geometrías familiares, las cuales traen a cada uno de sus miembros la “felicidad inmensa” de vivir juntos el sueño rural: al aire libre, alejados de la ciudad —un emplazamiento habitual de estas ficciones—, comiendo asados y colaborando todos, incluso el gobierno, cada uno en un rol determinado según una lógica del reparto y del funcionamiento perfectos, para multiplicar ganancias con las empresas cerealeras. Son esas mismas empresas las que, junto con la sojización y los feedlots, cambiaron para siempre el archivo paisajístico codificado de la pampa argentina y demandaron sistemas de explotación agroganadera y de la tierra con efectos irreparables en materia ecológica, poblacional y humana. Advierto aquí que aunque no se referencie de ese modo, esa podría haber sido la causa de la detención del tiempo y el fin de la humanidad que se narra en “La furia de las pestes”. En el borde entre las películas con happy ending y la parodia, hermanos, tíos, amigos, cuñados y hasta un médico rural montan en el cuento de Walter nuevas formas de vida en comunidades ampliadas de aparente concordia, amabilidad y saber vivir en bienestar.
En una dirección parecida, la vinculación háptica y afectiva con una superficie corporal que oscila entre lo humano, lo animal y lo no humano, como la del hombre sirena del cuento homónimo que se configura a partir de una resexualización y el cambio del foco pasional sobre la criatura legendaria, es aquello que se postula como disparador de la reorganización de un régimen familiar en el que reina la enfermedad y rige la norma del ideal burgués doméstico para las mujeres. A la joven que se erotiza como nunca antes al leve tacto del cuerpo del hombre sirena del muelle la espera ya no el relato consolador acostumbrado sino la opción de volverse agente de sexualización. Las supuestas ineptitud e imposibilidad para desenvolverse correctamente alejada del imperio del deber ser femenino que imponen los varones de la familia en el mundo terrestre (“el mundo me parece un lugar terrible para alguien como yo”) se convierten en pura potencia deseante, proclive a materializarse en el fondo del mar.
Esos nuevos órdenes son los que habitan también aquellos cuentos del volumen en que se entrecruzan espacios semirrurales o semiurbanos siempre distópicos —estepa infecunda (“En la estepa”), jardines-réplica de airepurismo (“Conservas”), interiores llenos de jaulas (“Pájaros en la boca”), salas no acogedoras donde la celebración de la Navidad se reemplaza por la imagen de una madre deprimida frente al televisor (“Papá Noel duerme en casa”)— con la fabricación de relatos maternos que cuestionan modelos hegemónicos, regulados tanto por una economía de los afectos, cifrada en la abnegación y la entrega absoluta, como por la confianza depositada sobre el núcleo biológico de la fórmula de lo humano: fecundación, reproducción, alumbramiento.
Schweblin construye ficciones maternas desplazadas, en las que son las propias madres las que se narran a sí mismas, en primera persona, para dar lugar a otros modos del encuentro, otras maneras de vinculación corporal y otras formas de la circulación de la afectividad entre madres e hijos. Se trata de maternidades postergadas como la de la mujer que, tras rebobinar su embarazo con saberes que obtiene por fuera del circuito científico y legal, conserva en un frasco estéril un embrión a la espera de hacerlo nacer cuando ella lo considere oportuno en “Conservas”; o maternidades frustradas, en las que habría una comunión entre espacio y ser viviente como la infertilidad de la estepa que redunda en la infertilidad de los humanos, o en la promesa de un hijo cazado en el campo que termina siendo menos lo que se espera de un bebé adorable que un extraño peligroso del que hay que fugarse a toda velocidad, como sucede “En la estepa”; o maternidades que privilegian sus relaciones por fuera del matrimonio al imaginario que la cultura machista impone sobre el bienestar de los hijos como en “Papa Noel duerme en casa” donde se dice: “no podíamos contar con mamá […]. Dejó de haber leche y cereales a la mañana, ropa limpia para vestirse”. Y, también, maternidades cuyos hijos se les vuelven tan indescifrables como revulsivos al punto de erradicarlos de sus circuitos cotidianos: una hija que si no se alimenta de pájaros vivos se enferma al punto de rozar la muerte en “Pájaros en la boca”, y, para establecer un puente con los otros libros de la escritora, un hijo que se contamina con glifosato o ingiere lavandina porque se cortó la distancia de rescate con su madre en Distancia de rescate y en “Un hombre sin suerte” de El núcleo del disturbio, respectivamente.
El cuento “Bajo tierra” podría, en primera instancia, leerse como excepción de esas relaciones familiares en la medida en que se basa en la búsqueda desesperada de los hijos. Luego de una diversión infantil conjunta que consistía en cavar un pozo en una zona en que la tierra estaba “como hinchada”, en un lugar indeterminado del campo adentro, desaparecen todos los niños del lugar. Como en una versión anticipada de la serie Stranger Things, las madres, ante la imposibilidad de dar con sus hijos, corren todos los muebles de las casas de un lado a otro, oyen ruidos, levantan alfombras, destrozan con las manos y a martillazos paredes y pisos, y empiezan a dejar alimentos, abrigos, juguetes en esa otra dimensión en la que estarían sus hijos. Ahora bien, esta es la historia que un minero (¡tan luego!), que ha vivido más tiempo bajo tierra que en la superficie y cuyas uñas parecen de un “ser prehistórico”, le narra a su modo, y en sus tiempos, a un forastero en un parador fantasma de una ruta solitaria; es decir que se trata de una historia hundida en otra historia. La versión del minero es además una historia que debe pagarse. Según el dinero para cervezas que el oyente deposite sobre el mostrador, la historia se iniciará y continuará. . Cuanta más intensidad y más misterio logre el relato, más cervezas pagas se gana el narrador oral. Nada de su relato (la versión de versiones, la borrachera, la eventualidad de ser un hombre de otra época, su oficio) permite asegurar que no sea una extraordinaria deformación de los hechos acaecidos. Por eso, “Bajo tierra” funciona como cifra de esos nuevos relatos maternos en la medida en que se cambia la perspectiva narrativa, se introduce la incertidumbre y habilita el surgimiento de otras historias posibles. ¿Quién corrobora que no hayan sido los mismos padres quienes, “hinchados” como la tierra, enterraron a sus hijos bajo tierra, en una remake de Diario de la guerra del cerdo de Adolfo Bioy Casares, o como la reciente película norteamericana de terror Mom and Dad (2018), en la que los padres asesinan despiadadamente y en registro gore a sus propios hijos? No sólo el clima fantasmal, de crueldad y de sospechas acerca de la existencia o no del núcleo del disturbio que dispara la acción (“¿Pero dónde estaba exactamente el pozo?”) colaboran con la instalación de un sistema subterráneo de significaciones —el sentido del bajo tierra—, sino que, como se dijo, se trata de un relato enmarcado que abre dos temporalidades para esta historia, que se contamina además con la aparente atemporalidad de quien profiere el relato.
De este modo, como toda la producción anterior y posterior de Schweblin, los textos de Pájaros en la boca pueden interpretarse, muchas veces al mismo tiempo, como novedosos relatos maternos y familiares, como nuevas fábulas sobre el espacio rural que dislocan sentidos nacionales y nacionalistas tradicionales y arraigados, como ficciones apocalípticas y sobre el después del final, e incluso como acercamientos y desvíos del fantasy y el terror, que desde un tiempo vienen ganando lugar en la literatura argentina actual.
Lucía de Leone
Universidad de Buenos Aires, CONICET y Universidad Nacional de las Artes