Para Ivet Kamar. Por el sabor del café.
Las constelaciones y el aroma del mediterráneo.
De Ciudad de México a Cancún. El avión aterrizó a medio día.
Como tenía que esperar cuatro o cinco horas para hacer la conexión con Cubana de Aviación, deambulé por los alrededores; recordé imágenes de hacía 10 años, cuando siendo un adolescente, en un viaje de estudios, visité este espléndido lugar para los sedientos del sol, playa y safaris nocturnos. La más atractiva de ellas fue la noche que, caminando por el malecón, divisé las luces titilar desde la capital isleña. Quedé empapado.
Si la humedad era insoportable aquí, me dije, en este lugar tan concurrido por cardúmenes de turistas del mundo entero, no quise imaginarme lo que podría registrar el termómetro en La Habana, casi a finales del mes de marzo, el anticipo del verano más frankenstein de 1997, pleno de confusiones y asombros. Mi vuelo estaba programado para las 20:00 horas. Ni los sextantes, ni las gitanas quirománticas, tampoco las bolas de cristal habrían revelado que mi arribo coincidiría con la llegada de los restos mortales del Che Guevara. Eso, para empezar, ya era mucho.
México se quedó atrás.
El capitán de la aeronave nos comunicó con la voz aterciopelada de los conductores de noticias que aterrizaríamos pasada la hora de vuelo en el aeropuerto internacional José Martí.
Mientras los 35 grados centígrados que nos esperaban allá afuera, para caldear aún más los ánimos, porque tuvimos que esperar casi dos horas para salir del avión, en ese estado de perplejidad y morigerada curiosidad de no saber lo que realmente pasaba con un movimiento inusitado de militares, se me vino a la mente el inicio de esta crónica del descomunal José Lezama Lima: “¡Hay frío en La Habana! Frío nocturno de abanico de cuchillos, de salida de baile”, a tono con la desafiante lógica de la intemperie.
Formulábamos preguntas y las lanzábamos como buscapiés, pero nadie de la tripulación pudo, o no quiso, darnos el placebo que pacificara nuestra ansiedad. Veíamos soldados, tan altos como la palma real —el árbol nacional de Cuba—, ir de un lado para otro con la marcialidad diligente de sus movimientos. La Operación Carlota, la guerra del Ogadén y los años de persecución punitiva contra Jonás Savimbi, aquellas aventuras africanas que tanto rédito ideológico generaron en Latinoamérica, ya formaban pasto de los historiadores desde hacía mucho tiempo. En un contexto de opresión política, llámese despotismo, tiranía o dictadura, siempre hay alguien que habla.
Fuimos testigos circunstanciales, con ello, de la repatriación de los restos mortales del mayor icono de la post-revolución cubana que se haya fabricado jamás, inmortalizado en esa foto de Alberto Díaz, alias Korda —la boina calada, el pelo hirsuto, bigotillo tenue y esa mirada tan insondable como susceptible—, sin que ninguno de los pasajeros de a bordo haya podido descifrar lo que realmente pasó con el trajín militar, si no es porque el encargado de las bandas por donde se deslizan las valijas, habló como un orisha deslenguado. Nos llamó los elegidos, éramos unos cuantos los preguntones, por haber sido parte de semejante coincidencia entre la llegada del héroe con el encuentro de unos simples mortales que desconocían muchas cosas, yo, el que más, especialmente, si de marxismo-leninismo se trataba; en un régimen dogmático y dictatorial, los manuales y manifiestos forman parte de la Biblia atea, como el de la Academia de Ciencias, de la URSS; El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels; El Estado y la revolución, de Lenin; El socialismo y las iglesias, de Luxemburgo. El capital. Tomo I. El proceso de Acumulación Capitalista, de Marx. El libro rojo, de Mao. Finalmente, Los fundamentos del socialismo en Cuba, de Blas Roca. En cuanto al héroe, desde su muerte, llegada y la recepción de la casta militar, había que leerlo en clave homérica, marcadamente novelesca, la muerte de Ulises, que se fue para remediar trayectorias sociales alternativas, buscar nuevos saberes y explorar tierras lejanas.
En aquel momento como en éste, sigo sin concederle el mérito que proponen las palabras del orisha aeroportuario, con perdón de Elegua. No es por insensibilidad. Desconocimiento. Ni tampoco abulia de carácter ideológico. Con la llegada del héroe muerto tomaba fuerza aquella idea hegeliana que Marx se encargó de perfeccionar en El 18 brumario de Luis Bonaparte: la Historia se escribe dos veces, primero como tragedia, después como farsa.
De camino al taxi clandestino que me llevaría a El Vedado, cerca de Línea y Calzada, una pareja de mexicanos cuarentones me preguntó si podíamos compartir el servicio. Acepté. El dólar estaba al cambio a 23 pesos cubanos. Ella era de Monterrey y él, del puerto de Veracruz. Eran pequeños empresarios y también trabajaban para la empresa Avón. Ellos ocuparon la parte trasera y yo el asiento del copiloto. No dejaban de hablar, pero de pronto, a medida que el viaje se hizo lento y tedioso por la humedad (el clima del auto no servía), empezaron a besarse con mucha intensidad. Escena que no pasaba desapercibida para el chofer mediante el espejo retrovisor. Entre tanto, ellos le urgieron al chofer llegar cuanto antes a su destino. Habían hecho sus reservaciones en el hotel Riviera. Supe después que entre la casa en la que me hospedaría y el hotel, de frente al mar, había una distancia relativamente corta.
La propaganda revolucionaria, a simple vista durante el trayecto, exhibida en anuncios espectaculares, a un costado de la autopista, traslucía de manera atomizada una estética doctrinaria a caballo entre la barbarie y el caudillismo, el autoritarismo y el despotismo ilustrado. Defendamos el socialismo, escribí en mi libreta el primer eslogan a vuela pluma. Después de un tramo, otro: Revolución es no mentir, jamás. Había más, dignos de suscitar conjeturas, pero me quedé con éste, Patria o muerte, la frase palpable que forma parte de una morbosa filosofía política, y que no queda a trasmano en el discurso del poder, dirigida a una mayoría militante con capacidad de autocrítica, seguramente, pero sin la autonomía para ejercer el disenso público.
De golpe, estaba yo siendo partícipe de una inmersión total dentro de un universo cuya libido proyectaba y sublimaba la consagración de un orden de cosas que, quiérase o no, te obligaba al sometimiento irrestricto y la represión mediante una ritualización institucional repetida hasta el delirio. Eso me llevó al umbral de las taxonomías y las denominaciones del lenguaje, fortalecidas por una imaginación dogmática. Como para desdramatizar los vínculos que yo empecé a establecer entre el contexto cubano y el contexto mexicano, porque los había, ahí estaba la misma sensibilidad pedagógica del PRI y el paternalismo tercermundista del castrismo rampante, determiné que siempre, en estos casos, había movilidad y relaciones de afinidad en todo discurso de poder. También los eslóganes del priato (o los fabricados por el sistema), con la ayuda de las televisoras, eran los campeones del hechizo colectivo que se traducía en grandes dividendos: México es primero (de Ernesto Zedillo); México presente, Salinas para presidente (de Carlos Salinas).
Tras salir de ese ensimismamiento alienante me concentré en las palabras del chofer que para complacernos mostraba su cariño por México evocando la música de mariachi, la de Juan Gabriel, las películas de Pedro Infante, Jorge Negrete y las de Tin Tan. Motivé la charla hacia los congrís, moros con cristianos, la yuca con mojo y el rabo encendido. Este último platillo provocó la risa de la pareja mexicana. Posteriormente, le pregunté al chofer a boca de jarro que si había visto alguna vez, de cerca o lejos, a Fidel Castro (1926-2016), amo y señor de la isla.
Un silencio (especulativo, esotérico, empírico) invadió el interior del auto. El conductor dijo que sí de manera diferida. Empezó a hablar en cubano: El caudillo discursó —por horas— en la Plaza de la Revolución. No dijo el caudillo. Dijo Fidel. Como si se tratara de un amigo de las confianzas.
La mexicana de Monterrey sacó de su valija dos pequeñas cajas negras, una para mí y otra para el conductor: en su interior, un frasco de loción marca Avón. Agradecimos y partimos. El auto se paró en la avenida 23, calle 8. Mi destino. Ya estaba yo en El Vedado. Un barrio lindo. Totalmente opuesto a la fisonomía de La Habana Vieja, un sector con un asfixiante clima de demolición urbana. Casas en ruinas. Servían de metáforas para evocar el régimen de Batista. O bien, justificar los efectos del embargo económico del gobierno estadounidense. Para la mayoría significaba una cosa como la otra.
Era la primera vez que visitaba un país socialista, y aunque el colapso de la antigua Unión Soviética había causado estragos en todos los niveles a principios de los noventa, Cuba libraba batallas cruciales. Se sostenía con las exportaciones de insumos como la caña de azúcar, el ron, el tabaco y, con mucho empuje, no sólo repechaba como un barco que no quería irse a pique, sino que la atractiva industria del turismo florecía en zonas clave, con hoteles imponentes, lujosos, para el turismo Vi Ay Pi (VIP). Al mismo tiempo, sin embargo, en una economía tan lesionada para los isleños, el turismo sexual gozaba de una demanda asombrosa. El jineterismo se institucionalizó de manera galopante, un eufemismo práctico para llamar así al oficio de la prostitución, solapado por todos, porque la comida no se posterga (lo que daba la tarjeta de abastecimiento no alcanzaba para nada), menos para sostener la familia con un salario raquítico, tampoco la posibilidad para concederse uno que otro caprichito, una televisión a colores, unos tenis de marca, jabón, pasta dental, por ejemplo.
Pero me sentía inquieto. No sé por qué, puesto que provenía de un país con un partido único que había gobernado México por décadas. Además, pasé automáticamente a formar parte de la generación de la crisis, una tras otra, tan recurrentes que poco a poco adquirieron la consistencia de una segunda naturaleza, peor que la costumbre; un término nuclear, el de crisis, que la maquinaria del poder bien aceitada nos tatuó a millones sexenalmente. Mi ofuscación obedecía al ingreso de un paradigma difícil para mí, el de la no ficción, con mayúsculas, entre el sujeto y su entorno, y por una contrariedad en el tema de la representación entre el gestor de la política y la legitimidad que le confieren los ciudadanos.
Desconozco exactamente cuándo se jodió mi país, pero en ese entonces, pese a todo, quiero decir, por la ficción y la capacidad de fabular, pude manipular mi realidad. Someter la crisis. Pensaba en las ilusiones. El anhelo. El deseo. Si no, no se podría vivir. En ningún momento pensé expresar ideas que fueran del asunto público e incumbencia particular de los cubanos. No obstante, la idea del poder manejado por un solo hombre me angustiaba, de la misma manera que el realismo social, político o testimonial constituían únicamente las formas autorizadas para describir esa realidad que yo recién empezaba a percibir. Era una cuestión de percepción, obviamente, un cambio de registro que me movió el tapete. Mal acostumbrado, ya había empezado a cartografiar posibles rutas: de la casa de Dulce María Loynaz a la calle Trocadero, donde residió Lezama Lima, el último navegante. La estela de Hemingway en La Vigía, siguiendo toda la Carretera Central de Cuba, o, de vuelta, hacia los fueros del perspicaz e irreverente Pedro Juan Gutiérrez, el fauno de Centro Habana.
Pasada la media noche llegamos a casa.
A medios chiles por los mojitos y la música de Bola de Nieve y Ernesto Lecuona, un ritmo que chocaba con los témpanos, me esperaban mis anfitriones eufóricos, como si dos personas fueran diez, incluyendo al taxista que era amigo y vecino de ellos. A un costado de los jardines, los vecinos jugaban ajedrecísticamente al dominó. Me sorprendió el ánimo de los jugadores: Acere, ¿qué volá?, aquí con el cubaneo.
Antes, había concebido la idea de que todo viajero conoce realmente un país extranjero cuando se hospeda en una casa, porque sólo así puede capturarse el tiempo y el pulso de una cultura foránea; y después, en el lapso en que ojeaba el interior de la casa en la que pasaría un largo verano caribeño, terminé por reconfirmarlo.
Mis anfitriones hablaban portugués fluidamente. Gozaban de las mieles del retiro burocrático del sector salud, con 230 pesos mensuales cada quien (equivalentes a 10 dólares, para el cambio de esa época). Por lo menos, les alcanzaba para comprar buena carne de cerdo en el agromercado de las calles 17 y G, así como verduras y legumbres a buen precio. El Consejo de Estado de la República de Cuba les otorgó la medalla Combatiente Internacionalista por sus servicios en Luanda, la capital de Angola. Festejaban mi arribo y también la jubilación de mi anfitrión (su pareja se había jubilado cinco años antes), porque su última y definitiva incursión en ese país africano había concluido sin novedades hasta hacía apenas dos días, fecha de su retorno a la isla, con la piel curtida, más flaco que de costumbre y con los ojos más azules por el exceso de sol.
Me dijo que en pocos días lo someterían a pruebas de laboratorio, de rigor, como parte de las medidas preventivas del ministerio de salud: la malaria, fiebre amarilla, el dengue y enfermedades de transmisión sexual (sífilis, gonorrea, chancro y sida). Estaba preparado para lo que fuera, porque Changó le había abierto los caminos, añadió. Más te vale, terció cigarro en mano mi anfitriona.
Pasé a reconocer mi habitación al fondo del pasillo.
Un traqueteante ventilador, postrado en medio de las dos camas individuales, impidió que yo conciliara el sueño el resto de la noche. Opté por soportar el crujido de las aspas de ese pequeño helicóptero fabricado por los soviéticos, que dejarme consumir por la humedad y el calor.
El Dr. Kafka hizo acto de presencia. Al día siguiente, Gregorio Samsa fue al servicio. Sentado en el inodoro se percató con extrañeza que la cortina de la ducha se movía sin razones aparentes. Samsa corrió levemente la cortina punzado por la curiosidad. Se quedó paralizado al toparse con la mirada inexorable de un cerdo, de aspecto severo, gordo como un buda, estirado a placer sobre la superficie, esperando a sus amos para recibir los alimentos. Aunque aún faltaban meses para la navidad, mis anfitriones imaginaban a Fidel como un apetitoso lechón asado, recostado en una mullida cama de arroz. Mi anfitriona empezó a cebarlo dos meses antes de que su esposo supiera la fecha de retorno a Cuba. Lo bautizó primero como Bruno. Porque así se llamaba su primer marido, quien se quitó la vida en una ciudad costera del Pacífico mexicano. De un balazo. Así brotó la osadía de rebautizarlo con el nombre de Fidel. Como catarsis cívica. Samsa y Fidel establecieron un armisticio desde el segundo día, especialmente a la hora de la ducha.
Construyeron una sabia frontera profiláctica. Por lo demás, Samsa obtuvo muchos beneficios, pese a que se duchaba a jicarazos por los repentinos cortes del servicio de agua y luz: Fidel era mudo. Se dio por enterado al trascurrir de los días que el cerdo Fidel no emitía sonido alguno. La anfitriona le explicó que solicitó la ayuda de un veterinario de Pinal del Río para que el cerdo, con una cirugía estupenda en la garganta, dejara de gruñir. Samsa se compadeció del pobre Fidel y con ello llegó a la conclusión de que no hay nada peor para un ser vivo que no poder manifestar sus emociones. Nadie que no viviera en la casa podía verle una oreja. Un chivatazo de los vecinos habría bastado para que Fidel fuera confiscado por la autoridad competente, cinco meses antes de la cena navideña.
A mi anfitriona se le ocurrió la maravillosa idea de conseguir un guía la primera semana para que yo pudiera familiarizarme con la ciudad rápidamente; por lo que ella consideró que para tales menesteres, el pastor idóneo recaería en la voluntad del señor Bacallao, un negro imponente, con una bocha charolada por la calvicie, entrado en años, respetado por todos, no por sus canas sino por su oficio, era santero, de los buenos, sacerdote de Ifá: un Babalao que predecía el futuro, espantaba los demonios, abría caminos, tiraba los cocos y hablaba lucumí, una lengua litúrgica de origen Yoruba que los esclavos trajeron del África.
Bacallao y yo caminamos de El Vedado hasta Centro Habana por horas. Narraba como un novelista y lo escuchaba como si me encontrara ante una deidad, el Séneca del Caribe. De hecho, lo era. Lo interrumpí brevemente, como el tembloroso Lucilio, luego de ver a los marineros ocupados en la estiba, entrar y salir de los barcos mercantes anclados en el puerto, para decirle que si había leído El negrero: vida novelada de Pedro Blanco Fernández de Trava, de Lino Novás Calvo. Su no rotundo me hizo sentir un perfecto imbécil. Bacallao retomó el hilo.
Conocía anécdotas inverosímiles supuestamente acaecidas en el hotel Ambos Mundos (que a Hemingway nunca dejó de interesarse en las mujeres), en La Bodeguita del Medio (el platillo del Che era el Machuquillo, el Mofongo para los puertorriqueños), en el bar del hotel Inglaterra (el otro Fidel acabó rendido ante los brazos níveos de Marita Lorenz). Las salpimentaba con la frase aplende que no soy etelno, como parte de un ejercicio didáctico que resultaba efectivo para su discípulo mexicano que le había prometido que jamás la olvidaría, tampoco sus trucos narrativos al momento de mestizar historias.
Pasaron los días. Bacallao llegó a casa el 4 de abril para repetir la caminata. Feliz, además, porque perfumaba a sus orishas todas las mañanas con la fragancia de Avón. De buenas a primeras me soltó que en el teatro Carlos Marx, Fidel Castro pronunciaría el discurso inaugural del trigésimo quinto aniversario de la Unión de Jóvenes Comunistas, en el que participarían delegaciones de varios países invitados, entre ellos los Estados Unidos, con el contingente más nutrido. El sacerdote de Ifá y su ahijado, dado que había sido partícipe de una ceremonia para quedar en resguardo y protección espiritual de Changó, adornado de collares multicolores, para complacer al padrino, acudieron al teatro para ver de lejos al otro Fidel, el puto amo de la isla.
Recordé un relato de don Elías Canetti mientras veíamos y escuchábamos al comandante. Verboso, vestido de olivo. Cuenta Canetti que caminaba de la mano de su madre en una de las calles céntricas de Viena. Era un niño y su madre, una mujer apasionada e inteligente lectora de novelas y del teatro de Shakespeare, observaba el mundo como escudriña las palmas de la mano una gitana. Al ver la masa nerviosa en la calle e identificar de pronto tras los cristales a un hombre que posteriormente marcaría una época de la Historia del siglo XX, su madre detuvo el paso. Le dijo al niño Canetti que mirara bien al hombre que estaba de espaldas dentro de la cafetería y no olvidara jamás su nombre: José Stalin, tomando café, en corro con amigos.
Bacallao se sumaba a las ovaciones constantes. Yo no aplaudía. Quería poner en práctica mi accidentada inteligencia emocional, disminuida aún más por estar en medio de un contexto de extremado fervor producido por el nacionalismo cubano. Muy respetable. Así que me mantuve al margen.
Como el niño Canetti, bajo un estado hipnótico, yo no dejaba de ver al Fidel orador, cuya estampa la traslapaba con el Fidel de la ducha, inmóvil, de una consistencia mórbida, reducido a la nada, sin la oportunidad para aprovecharse de la coyuntura, en menoscabo de los usos y costumbres de un pueblo extrovertido, los magos de la música, de la pintura, la poesía y la novela —vaya, el Fidel de la ducha, mudo y sin poder ejercitar el derecho de réplica ni plantear por asomo una diatriba envenenada. Lo que más me preocupaba del cerdo cebado era que el festín tendría lugar en pocos meses, y nada se podía hacer ante una fatalidad inaplazable, porque cada cerdo le llega su San Martín.
Antes de que concluyera el discurso del Fidel orador, intempestivamente, le pregunté a Bacallao que como sacerdote de Ifá me dijera qué pasaría en Cuba una vez que el puto amo de la isla fuera difunto.
¡Socialismo o Muerte!
¡Patria o Muerte!
¡Venceremos!
—Chico. Es hijo de Changó y Yemayá. Esos nunca mueren.