Recibió el premio Roger Caillois en noviembre pasado, y el Best Translated Book Award en mayo, con lo que ya hay quienes han bautizado a éste como “El año de Rodrigo Fresán”. Sin contar la publicación de dos partes de una ambiciosa trilogía.
Mientras esperamos la tercera, y mientras se traduce el resto de sus libros, acá va un recorrido por algunos de los temas de su genial obra.
Hace un tiempo, en su columna para Página/12, Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) hablaba de la espera, a partir de un libro de Andrea Köhler: El tiempo regalado. Hemos perdido la costumbre –decía el autor argentino en esa oportunidad– de esperar que lleguen cartas, o ver el revelado de unas fotos. Y quizás una de las esperas más lindas, en el mundo literario, sea la aparición de un libro. Ese saber, a veces incluso con fecha exacta, de la publicación de lo nuevo de nuestros escritores favoritos. Pienso, así, en La parte recordada, del propio Rodrigo Fresán. La tercera entrega de una trilogía compuesta por La parte Inventada (2014) y La parte soñada (2017) y que debiera llegar a librerías en algún momento del 2019. Un proyecto magnífico y ambicioso, de volúmenes inmensos y un recorrido alucinado por la literatura.
Mientras eso pasa, los libros de Fresán se han convertido en un fenómeno en su vida en traducción. Hace un par de meses The Invented Part (traducido por Will Vanderhyden) fue galardonada con el Best Translated Book Award y quedó en la lista larga del National Translation Award. Además, la reciente traducción de El fondo del cielo (The Bottom of the Sky, también a cargo de Vanderhyden) encabezó las listas de libros favoritos de este verano en el hemisferio norte. A lo que se suma el prestigioso premio Roger Caillois que Fresán obtuvo a fines del año pasado.
Y es que, con el tiempo, Rodrigo Fresán ha ido construyendo toda una galaxia literaria. Sus constantes revisiones de sus obras —un gozo algo paranoide para quienes seguimos de cerca su trabajo— van perfilando aún más esas constelaciones. Así, el autor ha ido incluyendo detalles y personajes de sus novelas más recientes en las reediciones de sus libros anteriores, como es el caso de Historia argentina (su primer libro), vuelto a publicar el 2017 por Random House (y que ya había tenido otras reencarnaciones, como casi todas sus obras), y donde ahora aparece, por primera vez, Canciones tristes (fundada, en realidad, en 1993 en Vidas de Santos). Esa ciudad mutante que es también Sad Songs, Carminia Tristia, Chansons Tristes, Rancheras Nostálgicas y Cánticos Sombríos y donde quiero empezar este recorrido por la obra de Fresán. Esa patria dislocada donde se pasean, o plantan su bandera, las obsesiones de este autor: la infancia, la memoria (y, con ella, la memoria del cine, de la música, de la literatura) y la muerte. Esa ciudad a la que a veces ni siquiera llegamos, porque los acontecimientos suceden justo “a las afueras”. Y que alberga a personajes e historias cargadas de referencias a la cultura pop.
Historias como la de un argentino que se enlista para pelear en la Guerra de las Malvinas con el solo propósito de entregarse al enemigo y así asistir a un concierto de los Rolling Stones. Un hombre que dibuja su vida como un calco de la del escritor inglés J.M. Barrie y que luego se convierte en autor de literatura infantil superventas, o bien un músico que escribe canciones basadas en citas de En busca del tiempo perdido, de Proust. Una pareja de modelos que concibe a una niña monstruosa. Un hombre con un tumor en el cerebro que le deja un solo recuerdo de infancia (el “síndrome Combray”). Una chica que pierde la memoria al ser atropellada por la caravana que persigue a Lady Di. Una relectura de Pedro Páramo en clave post apocalíptica y androide, junto a una enciclopedia que disecciona a la Ciudad de México en un desquiciado orden alfabético. Una escritora que lee Cumbres borrascosas y la novela le infecta la vida, un hombre que quiere ir a vender su único sueño en un mundo que ha dejado de soñar. Un niño que siempre quiso ser escritor transformado para siempre por su lectura de Drácula (una novela que, según Fresán, es también una “máquina de escribir” y una “máquina de leer”). Un cazador de santos, un locutor radial que intenta llamar a Dios por medio de un particular soundtrack. Dos hermanos: uno cambiado para siempre por su encuentro, a muy temprana edad, con la película Fantasía, y el otro, amenazado por la peor de las suertes. Y su hija, Selene, perseguida por una enfermedad de la que quiere huir, escondiéndose detrás de una máscara de las tortugas ninja.
O la relectura y reescritura de las vidas de Nabokov, de Fitzgerald, de las hermanas Brontë.
O de Andy Warhol, Mark Rothko, Glenn Gould.
O una mujer hermosa que hace terrorismo de piscinas.
O un escritor que termina de arquero en los partidos de fútbol de un campo de detención.
O un escritor fascinado por los shopping centers.
O dos primos obsesionados por las novelas de ciencia ficción.
Se trata de personajes que leen, que toman notas, que subrayan. Que encuentran fotos y apuntes misteriosos en sus bolsillos, o que se refieren a cosas que recuerdan haber leído en alguna parte (aunque no se acuerden exactamente dónde). Que escuchan a Bob Dylan, a The Beatles, o las Variaciones Goldberg de Bach. Que ven La Dimensión Desconocida, o El Ciudadano Kane. Que quieren viajar en el tiempo: para reparar un error terrible del pasado, para volver a la infancia, para acercarse a sus escritores favoritos. Que construyen, con paciencia, hermosos y terribles palacios de la memoria donde guardar esos recuerdos mezclados de culpa. O que a veces viajan para irse a morir en otra parte.
Rodrigo Fresán ha hecho de la literatura un parque de diversiones, o un bosque inmenso, donde da gusto ir a perderse. Con vértigo y maravilla. Una obra que pone al lector como protagonista, donde sus personajes se definen, antes que todo, por lo que leen. Y lo que leen los marca, los deforma, los inunda. Sí, porque leer a Fresán es siempre releer. En sus libros los personajes nunca están solos. O no realmente. Viene cada uno con su carga de libros, su propia y muy personal casa de fantasmas que les permite leer la realidad que les ha tocado vivir (o, como se dice en La parte soñada: “Releer es como ver fantasmas verdaderos. Fantasmas generosos que creen en nosotros”). Sus personajes son lectores y quieren a sus libros más que a sus familias, tal vez incluso más que a sí mismos. Con un amor furioso que lo transforma todo a su paso y que es lo único que parece no cambiar, en un mundo donde todo cambia. Más que ficción, infección: personajes infectados por historias, las propias y las de otros que sienten como propias. Porque al leer tal vez descubran que alguien los escribió mejor de lo que ellos se imaginaban. Porque si se aprenden su novela favorita de memoria tal vez el dolor al fin los deje tranquilos.
Porque leer es salvarse.
Así, por ejemplo, dice el protagonista de Jardines de Kensington: “Bienaventurados aquellos que han leído mucho durante la infancia porque de ellos, tal vez, jamás será el reino de los cielos; pero sí podrán acceder al reino de los cielos de los otros, y allí aprender las muchas maneras de salir del propio infierno gracias a las estrategias no ficticias de personajes de ficción.” O, en otro momento de la misma novela:
“Ésta, creo, es siempre la función de nuestros libros favoritos, nuestros libros de cabecera, los libros que leemos para poder dormir, los libros que volvemos a leer apenas nos despertamos: descubrir en ellos que alguien ya nos ha escrito mucho mejor que lo que jamás podremos hacerlo nosotros. Y saber que ese libro —ese libro que muchos pueden haber leído pero que fue pensado sólo para una persona— nos espera en alguna parte, que sólo tenemos que buscarlo y encontrarlo”.
Y es que, en novelas donde los padres siempre desaparecen, o mueren, o andan por ahí viajando por el mundo, o están a punto de abandonar a sus hijos, los libros se convierten en una nueva forma de familia. Y una nueva forma también de leer a la familia. Esa dimensión desconocida. Ese juguete defectuoso, con representantes ilustres en esos clanes tremendos como los Mantra y los Karma (con su reinado en otra ciudad: Abracadabra).
Dice Julio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso que “[l]a gran admiración que nos despierta un escritor se nota no tanto en que nos impone la lectura de su obra sino la lectura de sus lecturas preferidas”. Y Fresán, como escritor, es también un lector inmenso. Y sus libros estiran sus tentáculos hacia sus reseñas y viceversa. Y sus lectores queremos correr a leer todo eso que nombra y que forma parte del entramado de sus historias. Porque tal vez todo no sea más que una gran conversación. Un seguir contando los libros favoritos para que no se acaben nunca. Un universo de escenas de lectura y lectores puros, según los términos de Ricardo Piglia en El último lector (“El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un texto (…) Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida”).
Y, en las dos partes de su trilogía, Fresán nos presenta exactamente a esos dos lectores/protagonistas: Penélope como la lectora adicta y su Hermano Escritor como el narrador insomne. Y, en esta forma de vida, los libros sirven también para hacer memoria y para perderla. En la obra de Fresán estamos siempre volviendo a esos territorios donde la memoria se complica: la infancia (“la única patria posible”) y la muerte. Porque, en ambos casos, los que recuerdan son otros. Ya sea los padres o los vivos que se quedan de este lado de las cosas (así, en Mantra: “(…) la crónica de nuestras infancias la escriben, en realidad, nuestros padres empeñados en conseguir y capturar a través de ellas un reflejo cada vez más distante de sus cada vez más distantes pasados. Así, casi sin darse cuenta, nos falsean, nos mienten, nos inventan…”).
Sin embargo, en estas obras, tan importante como lo que sucede y se recuerda es aquello que no: que no se dice, que no se escribe (en Historia Argentina, por ejemplo, abundan planes de novelas que nunca se escriben, cartas que no se envían, documentales que no se filman), así como también aquello que se escuchó mal y vive como un recuerdo falso (como la anécdota de Casablanca, otra invitada de estas ficciones, y la frase que pronuncia el personaje de Ingrid Bergman —aunque todos se la adscriban a Humphrey Bogart— de “Play it once, Sam” pero que todos citan como “Play it again”).
Personajes que leen en voz alta. Y, al hacerlo, cambian el mundo. Sus mundos. Porque sus voces, y esas que sobreviven como fantasmas en la música, son aquí fundamentales. La música y la voz como una corriente subterránea y eléctrica. Las variaciones Goldberg, de Bach, interpretadas por un muy genial Glenn Gould (y con cameos varios en la obra de Fresán), “A day in the life” de The Beatles (engranaje central de Jardines de Kensington), las canciones de Bob Dylan, de The Kinks, de Roy Orbison. Y es que las novelas y cuentos de Fresán no solo cuentan. En sus mejores momentos, también cantan. Y así, es posible pensar en sus libros no tanto como parte de un género literario específico sino como variaciones musicales; de ahí que vuelvan a aparecer los sospechosos de siempre: esos personajes que se construyen como dobles, como la sombra de un otro que, casi siempre, nos espera en los libros o nos sonríe desde una foto. Esos padres lejanos, o con fecha de vencimiento. Esos tíos o abuelos que cuidan. Esas mujeres extrañas e inusuales. Todos esos libros. Esas canciones que son voces que sobreviven en el tiempo (que lo fijan, a veces, como una foto), voces muertas que siguen cantando, mensajes espectrales que (des)ordenan el mundo. Como “A day in the life” —esa canción que acosa a los libros de Fresán como un fantasma de todas las navidades a la vez—. Así, oímos decir en Jardines de Kensington: “’A Day in the Life’ es el deseo imposible de hacer que toda la Historia quepa en un día: un antídoto sonoro para soportar el desencanto con las limitaciones de lo mundano elevando todo a una efeméride perfecta”.
Y, sí, los libros de Fresán tratan de un día en la vida.
Pero en la vida de la literatura.
O, como dice un verso del poeta costarricense Luis Chaves: “Debajo de esto hay una canción”.
Esa canción llena de sorpresas, escrita entre dos, con esas voces que nos cuentan que leyeron las noticias, que vieron una película, o leyeron un libro (“I read the news, today, oh boy”); la vida siempre mediada y atravesada por ficciones. Y así también parecen estar construidos los libros de Fresán, así se van enterando de la vida sus personajes, así van armando y desarmando sus días. Así como también recuerdan por y con todos los medios: graban sus voces o las de los demás en curiosos dispositivos, o conservan una foto donde no está alguien importante o hacen una película de una fiesta memorable. (Y recordar aquí es volver a pasar por el corazón (re-cordare), pero por uno mediado por tecnologías y dispositivos (REC-ordare)).
La literatura de Rodrigo Fresán es una literatura explosiva, que se lee a velocidad de avalancha y que ha llegado a un punto altísimo con su trilogía monumental de la que ya conocemos dos partes y que, genial ironía, tiene como una de sus protagonistas a una escritora de nombre Penélope. (Y ahora a nosotros, sus lectores, no nos queda más remedio que esperar). Y en estas dos partes nos hemos encontrado, una vez más, con escritores (muchos, pero, sobre todo, dos hermanos) y grandes lectores. Con personajes que se dejan invadir, ofreciéndole una hospitalidad extrema a ciertas ficciones (especialmente a Tender Is the Night, de Fitzgerald, en la primera parte y a Wuthering Heights en la segunda). Y que me recuerda a ese narrador, transmitiendo desde una extraña fundación, en un nuevo fin de mundo en Vidas de Santos (en las Variaciones Fresán siempre se está acabando el mundo, algún mundo, y con ello llega una confesión inevitable y urgente): que los vampiros tienen que ser invitados a entrar a un lugar y que, luego de esto, pueden volver a invadir cuantas veces quieran. De ahí que la literatura pueda ser entendida como otro vampiro (“La literatura como ese vampiro al que le abrimos la puerta para que nos cuente su historia con el implícito compromiso de volver a contarla algún día a otros que no la conozcan y para que así –una y otra vez, en versiones más o menos completas, sobreviva a los rigores de su tiempo y al espanto de su maldición.”).
Y es inevitable pensar en esos otros grandes anfitriones de la literatura como Mrs. Dalloway o Jay Gatsby. O esas “Señales captadas en el corazón de una fiesta” en La Velocidad de las cosas. O recordar que, en La parte inventada, la primera vez que sabemos de Penélope es porque su madre, embarazada de ella, canta a lo lejos esa canción (que después ella odiará por siempre). Y luego, la primera vez que se la describe, es como una casa. A ella, la loca por Cumbres borrascosas. Otra novela que abre sus puertas a un extraño huésped (y las abre, sí, tan grandes) para así contarse mejor.
Rodrigo Fresán ha logrado, con estas primeras dos entregas, algo inmenso: una historia que trae tras de sí esa ola enorme que es la literatura, las películas, las canciones, esas variaciones que nos hacen sentir en casa, esas ficciones que nos transforman para siempre (“Un libro que era todos los libros que ese libro podía llegar a ser.” Y también: “El libro trataba sobre el leer y el escribir. Sobre los modales cada vez más infames y enfermizos del leer y el escribir”). Una reflexión apasionada y monstruosa sobre el creer y el crear; sobre las reverberaciones eternas de las palabras en el mundo. Máquinas de escribir y leer. Todo contado por un narrador insomne, ese que se queda para contarla, aunque sea desde una habitación en un edificio en llamas y, con ello, le da la posibilidad de una nueva vida.
Y es que, si bien es verdad que cada vez que releemos un libro, encontramos cosas nuevas, en el mundo de Fresán es realmente así. Porque siempre hay agregados y reediciones de bolsillo (para una obra donde éstos abundan y guardan tesoros) y, con ello la sensación de estar leyendo algo vivo, algo que no se queda quieto nunca, algo, sí, mutante. Mutando. Y ya es hora de terminar este artículo y es inevitable mirar todos esos libros y pensar, no: saber, que en algún lugar y momento van a volver a cambiar, que tal vez ya están cambiando. Y, al abrir una nueva versión –una edición “aumentada y corregida por el autor”, o, incluso, una vida en traducción también con nuevas páginas– ver cómo llega, infaltable, la paranoia feliz de siempre: ¿Estaba esto aquí antes?
Y que la respuesta sea volver a entrar a ese libro tan, sí, familiar, y decirle: cuéntamelo otra vez.
(Play it again, Sam).
María José Navia
Pontificia Universidad Católica de Chile