Señalemos aquí una ascendente práctica de mercadeo digital y que puede denominarse “confusión consensuada”; ésta escudriña en sectores aún invisibles de la red donde los productos culturales son rebeldes al consumo masivo. Entonces, este “consenso en las sombras” se da maña identificando nodos sensitivos inusuales (como artistas, obras o temáticas aún sin etiquetar) y procede a desmenuzarlos en hitos aislados (sin contexto ni paratexto posible), para devolverlos al ruedo bursátil, recubiertos de la sutil gasa indeleble de las llamadas tendencias “en alza”. ¿Para qué? Para que luego millones de usuarios, alérgicos a la publicidad habitual, los recepcionen sin sentirse forzados, o lo que es peor, violentados. Pues su satisfacción/rechazo aún sigue intacta y al alcance de la mano, apenas a un clic de distancia.
Por ello, no dudaremos en comprobar aquí el impacto estético y programático del cyberpunk en la cultura latinoamericana (desde los 90 al presente milenio); pues si antes dicha comunidad fue visualizada como simple consumidora pasiva de productos culturales primermundistas de alta densidad: cómics, cine, música, videojuegos o plataformas multimediales. Ahora somos parte ineludible del caldero high tec donde se fríe a fuego lento nuestra modernidad líquida, no importando dónde nos encontremos, ni menos, de dónde provengamos.
Aunque el movimiento literario cyberpunk norteamericano se consideró a sí mismo un “nuevo género” allá por los 80 sólo consiguió mantener dicho estatus hasta el 2000. ¿Pero, qué novedad representó al interior de la ciencia ficción para hacerse tan popular y digno del plagio comercial hasta la caricatura? Lo primero, claramente, fue su sintonía con el “malestar de época” (un giro fascista mundial a cargo de Reagan, Thatcher y las dictaduras latinoamericanas, en lo político; pero también, el curso de impacto inminente en las endebles economías de los desprovistos microclimas tercermundistas). Así mismo, todas las novelas y relatos cyberpunk tenían la peculiaridad de estar ambientadas en ciudades del tamaño de países pequeños o derechamente mundos distópicos. Pero no sólo se trató de extrapolar totalitarismos, propios de la Guerra Fría, describiendo férreas sociedades centralizadas, sino que situaron a sus protagonistas de neo-posguerra (ladrones, outsiders, perdedores) en turbios callejones y guetos atestados de esas mega-metrópolis, enfrentándose a formidables corporaciones con novedosas tácticas de guerrilla informática y transmedial, al centro de neotribus urbanas siempre en descomposición, a sabiendas que sus destinos son regidos por ignotos hilos del capital y la tecnología de punta (cibernética, genética, robótica y toda la parafernalia armamentista que se perpetra de espaldas al elector en ocultos laboratorios subterráneos, como infeliz alegoría de la arrogante paranoia de las superpotencias).
Erick J. Mota, autor de Habana underwater, una versión posciberpunk de la Cuba actual, en su artículo El cyberpunk, una deconstrucción de la realidad. Apuntes sobre un posible ‘neo-ciber-punk cubano puntualiza: “El cyberpunk extrapoló los miedos de la sociedad norteamericana en plena guerra fría. El miedo a una nueva guerra, peor aún, a perderla y quedar pobres y dependientes del capital extranjero. El miedo a volver a una neo gran depresión. El miedo a que el poder político de la democracia sucumbiera al dinero de corporaciones extranjeras. El miedo a las nacientes corporaciones japonesas. El miedo a ser gobernados por un poder económico extranjero perteneciente a una cultura rara, ajena y posiblemente rencorosa por dos bombas atómicas. (El cyberpunk) recrea un ambiente de postapocalipsis económico que funcionaba en los lectores como un mundo-espejo de sus miedos en la realidad real […]”.
Las novelas y relatos de William Gibson, Bruce Sterling o Pat Cadigan se alejaron así de la ciencia ficción ortodoxa para asomarse a una filosa prosa colindante con la poesía urbana, digna de los clásicos del género policial, pero situados en un futuro cercano irreconocible. A la vez que desdeñaban intencionalmente el culto a la ciencia y la tecnología bienhechora de sus predecesores. Pues el cyberpunk clásico no fue la extrapolación de los peligros de la computación (aunque instalaría definitivamente esa subcultura casi ilegal de superusuarios rebautizados en hackers), reflejando un zeitgeist mutante en el espejo roto de la realidad tal si ésta estuviera conformada por fractales holográficos de un feroz tiempo contiguo. Llegando, inclusive, a prefigurar sus antecesores en nombres claves como George Orwell, Alfred Bester, William Burroughs y Philip K. Dick; pues de este último inmortalizarán su imaginario en el filme Blade Runner (1982). Inclusive su obsesivo recelo al naciente poderío nipón ayudaría a modelar el neo-cyberpunk japonés, pues artistas como Katsuhiro Otomo y Masamure Shirow, seducidos por los alcances visuales del género, pusieron su ejército de ilustradores y animadores a recrear lo que hasta hoy se reconoce como “estética cyberpunk” en mangas y animé sobresalientes. Akira (1988) o Ghost in the Shell (1993) fijaron en nuestras retinas las enrarecidas atmósferas postindustriales y las arquitecturas tecno-delirantes de manera tan poderosamente evocativa como las novelas en que se inspiraron.
Y así, recién iniciado el nuevo milenio, la audaz promesa de un genuino movimiento literario se licuó apenas en un subgénero, y de ahí al mainstream esteticista, bastaba una sola tecla. Luego, libros que se autocopiaron hasta el cliché, junto a comics y filmes de bajo presupuesto y pobrísimo aporte argumental, congelaron su rara poesía y su rudeza milenarista en simples guiños vacuos para aludir a un futuro facilista y simplón, que los instaló incómodamente en el museo de los experimentos literarios con fecha de caducidad. Cuando en realidad, desde el minuto cero y hasta ahora mismo viajan diluidos en jergas juveniles, trasmutados en artes borderline, nutriendo aun los dialectos informáticos y repercutiendo como ruido de fondo en tantísima tesis social de género e impacto tecnológico sobre los cuerpos y todas aquellas variantes de lo que sumariamente citaremos aquí como “cibercultura”; sin olvidar, por cierto, los protocolos de contingencia ante la cada vez más real autonomía de las IA.
Entonces, ¿existe o no, algo llamado cyberpunk latinoamericano?
Lo primero es decir que nos encontraremos con un puñado de obras pioneras, insertas en los códigos y claves del género, pero con inusuales variantes estilísticas y lingüísticas de cada país o zona geografía (jerga, slang o lunfardo de nuevo cuño), las mismas que no hallaremos en el resto de la ciencia ficción local, que ambiciona ser neutra y equilibrada, pero que a la vez intenta deslumbrarnos con sociedades y artefactos impensados. Reescribirán así su modalidad textual interceptando constantemente la gran tradición fantástica y colmándola de detritus industriales de una modernidad nunca resuelta, lo que acabará por hiperventilar esa precaria noción de cuán benéfica debía resultarnos la globalización y que solo al cyberpunk-escrito-desde-acá le interesó desinflar tan concienzudamente. Entonces, en plena década de los 90, este flamante movimiento se manifestará en una postura rupturista de jóvenes creadores interdisciplinarios que colaboran en la proliferación de fanzines, e-zines, revistas y sitios web desde México hasta Argentina, pasando por Cuba, concentrando los mayores aportes al género, además de sumar otros vectores furtivos al mapa de la ciencia ficción latinoamericana, como Chile o Bolivia.
Porque Latinoamérica sí leyó una singularidad impensada bajo la letra anglosajona. Al reconocerse de inmediato en las luces y sombras de esta miseria pos-cualquier guerra, que tan bien se describía en las novelas germinales gringas (inauguradas por Neuromante (1984), consagradas por Mirrorshades (1988) o Snowcrash (1989) que marcaría la temprana clausura del movimiento) y que llegaron hasta nuestros lectores a través de fanzines que los copiaban sin permiso, de traductores improvisados que subían sus versiones libres a la red y de ese noble “correo de las brujas” que es y ha sido la generosa comunidad latina del fandom, al interpretarlo como hiperrealismo o naturalismo mágico 2.0. Y por eso copiaron, deformando, doblando el original en ángulos inverosímiles, pero con la convicción de que estaban dando cuenta de un impropio espíritu aterrado de época neomilenarista. Como bien dice Erick J. Mota: “En todo caso, Latinoamérica se aparta de la corriente principal de la ciencia ficción, hasta ahora impuesta por sus creadores anglosajones. Ofrecen un cyberpunk con chamanes, exorcismos controlados, médiums militares, y teclados-ouija. Una nueva propuesta místico-informática-hard. Algo diferente concebido por autores hispanohablantes. Un acercamiento desde un lente diferente, incluso, un aporte a la ciencia ficción […]” como sucede con la novela aún invisible en nuestros pagos: Elei (1988) del chileno Leonardo Gaggero, que versiona Nova Express (1964) de William Burroughs, pero en clave de dictadura bananera revisitada como si fuese “un cómic underground”.
Las otras novelas y narraciones breves, más reconocidas por estudiosos y lectores son: Santa Clara Poltergeist (1991) del multiartista brasileño Fausto Fawcett, ambientada en una Copacabana calenturienta, decadente y futurista; La Primera Calle de la Soledad (1993) del mexicano Gerardo Horacio Porcayo, que advierte la eclosión de peligrosas sectas religiosas de nuevo cuño; Latinoamérica 2025 (1994) del boliviano Fernando Aracena Cejas (usando el seudónimo de Carlos Nova) instala su juvenil guerrilla cibernética contra gobiernos totalitarios títeres de megaempresas; o el ensayo sin precedentes Realidad virtual y cultura cyberpunk (1995) del siempre adelantado autor cubano Raúl Aguiar; y el resto del equipo cyber-mexica, con sus colecciones de relatos: Yonke (1998) de Pepe Rojo, ¡Bzzzzzzzt! Ciudad Interfase (1998) de Bernardo Fernández Bef y Perro de Luz (1999) de Gerardo Sifuentes, que descorren el velo de la miseria fin de siglo para descerrajar códigos binarios de las bóvedas bien intencionadas de los poderosos de siempre.
Y el siglo XXI nos trajo bytes nuevos en arcaicos chips, o viceversa de un acelerado caleidoscopio en realidad aumentada. Partamos con Sueños Digitales (2000) del boliviano Edmundo Paz Soldán, que nos habla de tecnofetichismo, manipulación de imágenes y verdades históricas pasadas por photoshop; Ejecútese el Mañana (2000) del ecuatoriano JD Santibáñez, un duro neothriller políticamente incorrecto; Donde yo no estaba (2001) del argentino Marcelo Cohen muestra un mundo postapocalíptico que ha degenerado hacia la no-linealidad temporal; Niños de Neón (2001) y Dioses de Neón (2006) del cubano Michel Encinosa Fú, nos hace perder pie a la vez que nos encumbra entre mega-chabolas de Ofidia, su alucinante NeoAntillas; Ygdrasil (2005) del chileno Jorge Baradit, oportunamente expande sus múltiples contagios intertextuales de cultura pop y ciberchamanismo; Postales del Porvenir. La literatura de anticipación en la Argentina neoliberal (1988-1995) (2006) del académico Fernando Reati, tardíamente advierte en ciertas novelas postapocalípticas de su país una certera crítica al presente neoliberal; Gel Azul (2007) del mexicano Bernardo Fernández Bef, se las toma contra los nuevos paraísos artificiales de realidad virtual; La Segunda Enciclopedia de Tlön (2007) del gran chileno, Sergio Meier, anota penetrantes notas de campo sobre las implicancias esotéricas de construir catedrales virtuales en universos paralelos; Nova de cuarzo (2001) e Hipernova (2012) del cubano Vladimir Hernández, desmontan el oculto deleite militarista de los juegos de ciberespacio, mientras los reescribe con divertida lucidez; Ideva: Liberación (2016) del chileno Matías Garretón introduce el biopunk a la ecuación de masas empobrecidas + régimen totalitario = experimentación genética con IAs a punto de cocción; para devolvernos hasta uno de los pioneros, Plasma Exprés (2016) de Gerardo Horacio Porcayo, con un D.F. que se hunde e inunda, y donde afloran inéditas tribus urbanas, aún más dañinas que sus sectas neomilenaristas de hace dos décadas atrás.
Y no nos olvidamos aquí de los magníficos cuentos de Primera línea (1983) de Carlos Gardini, quien es considerado el precursor de la estética cyberpunk en Argentina, iniciando a su vez, la ficcionalización crítica de la guerra de Malvinas, para transmutar en la sombra tras el trono de la anticipación porteña. Hoy, la nueva camada de autores rioplatenses retomarán el género haciéndolo propio, al rearmar análogamente sus imaginarios digitales, tal como sucede en ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? (2013) relatos del argentino Michel Nieva, que hace oídos sordos a su tradición para distorsionarla en una anticipación estrambótica; Los cuerpos del verano (2013) de Martín Felipe Castagnet, donde las almas tras décadas de “flotación” en internet se reincorporan a anónimos cuerpos para acabar siempre en medio de nuevas venganzas; Cría terminal (2014) de Germán Maggiori es un colorido vistazo al inadmisible mundo hacia donde marchamos felices; El recurso humano (2014) de Nikolás Mavrakis explora las contingencias paranoicas del lenguaje que construye realidades entretejidas de spams y firewalls; Las constelaciones oscuras (2015) de Pola Oloixarac está plagada de biólogos y hackers con sus códices por revertir, en la vieja restitución del control total de unos sobre otros; y los cuentos Pyongyang (2017) de Hernán Vanoli retratan una suerte de selfis falseadas por stress de éxito a escala industrial o bien, simple ahogo por mengua de dosis de la tecnodependencia de cada día.
Hoy lo sabemos, sin ambages, fuimos engañados y lo aceptamos sin oponer resistencia. Televisión por cable, sonido estéreo, discos compactos, cirugía estética, implantes de silicona, alimentos cancerígenos. Todo el futuro prometido lo cambiamos por un simple pantallazo en las redes virtuales. Mientras el cuerpo se esfumaba un poco cada vez (las grandes masas acéfalas disfrutando a cabalidad de sus economías a escala infinitesimal), fuimos confinados a porciones más y más insignificantes de soma real. Y esta verdad/mentira orwelliana lo cubrió todo hasta donde la vista alcanzaba, estableciendo un nudo estético-conceptual difícil de zanjar en todo escritor latinoamericano de los 80 y 90, que no fuese por la vía subliminal del Realismo Sucio o la explosiva pero infecunda denuncia política. Y nos ha costado décadas que la comunidad lectora examine discretamente el mapa literario del periodo en su totalidad. Por ello presiento que visitar aquí algunos nombres y obras adscritas al subgénero cyberpunk tiene especial relevancia, pues nos conduce a pensar desde ahora en nuevos enfoques críticos; por ejemplo, dejar de acusar la reiterada desideologización de los referentes culturales mal llamados masivos (terror, fantasía y ciencia ficción), puesto que es tal lectura miope la causante de la circulación restringida de las obras aquí consignadas, y no su real valía estético-ideológica, que esperamos sea puesta a prueba por el lector inquieto.
Y antes de clausurar este tragaluz con aerosol reflectante, dejemos inscritas en la pared descascarada de un minúsculo cuarto de motel siglo XXI, las perspicaces palabras del joven autor argentino, Michel Nieva, en su conferencia del 2016, “Una lectura cyberpunk de la literatura argentina”, que sin dar su brazo a torcer frente a los placeres para nada virtuales de la tecnofilia, defiende el carácter contestatario de este movimiento literario, el cyberpunk escrito desde/para Latinoamérica: “Este festejo ciego del dispositivo, que a diario vivimos, no es otra cosa que el esteticismo de la tecnología, que mueve millones y que el capital concentrado propugna. Pero a esta estetización de la tecnología sólo podemos responder con una politización tecnológica del arte, con una literatura que engendre distopías sobre los modos económicos de producción del presente […]”.
Concón, verano del 2018