“Albañiles: a cagar, que se acabó la mezcla.”
Extracto tomado de la obra Harry Potter: se acabó la magia, de Agnieska Hernández Díaz
Tengo una relación extraña con los aeropuertos. Tan pronto piso uno, se me antojan las ganas de salir corriendo de mi país; pero al mismo tiempo me llega la ansiedad terrible de saberme cayendo en un avión roto, la vejiga hinchada con el dolor que produce la gravedad, hasta estrellarme en un puño de tierra que me ciega la visión para siempre; y por supuesto, la ansiedad del regreso a mi cueva de juey que llamo Isla, así, con “I” mayúscula. Sentimientos siempre mezclados. Por eso, los aeropuertos se me antojan rebosantes de literoplasma. Uno llega y todas las miradas federales se centran en uno, escudriñando cada movimiento, verificando que el terrorista no se salga de la composición musical límpida estilo Wagner nazi; todos tenemos un papel o un rol: las señoras negras angloparlantes se dirigen a las naciones soberanas de un Caribe pobre y, con su acción, evitan salirse de registro; el hombre blanco y obeso con su gorra de bandera confederada se seca el sudor copioso con un vulgar pasar de manos y lo lanza como maldición trumpista sobre una Isla que ya no aguanta más maldiciones y, así, evita salirse de registro. Gaddiel me acompaña; él es ese niño hermoso con sexo de burro y culito de sirena, cabello ensortijado con rizos largos de una o media pulgada de diámetro, los ojos verdes saltones y la dentadura separada de reptil; él es ese hermosísimo niño a quien amo como el hermanito menor que siempre quise y no tuve. Hemos decidido hacer el viaje a La Habana juntos. Esta es su segunda vez. Yo soy virgen.
Recuerdo haberle dicho a alguien en los 90 que había ido par de veces a Cuba. Recuerdo el contexto, mas no la persona a quien le mentí. Eran el primer grupo de mexicanos que conocía en la vida, durante mi primer semestre en Torre del Norte. Hablábamos animadamente de los países a los que habíamos viajado. Yo me había criado en Estados Unidos y había hecho muchos road trips con mi familia biológica. Fuera de eso, me quedaba el viaje a Puerto Rico, que aún no tenía definido como duradero y cuya estadía era de dudosa fecha de expiración.
―Pues, he ido a Cuba par de veces ―digo, y los mexicanos me observan con asombro y admiración mezclados con los “¡Qué suerte!” y “¡Qué padrísimo!” de rigor.
―Cuéntanos de Cuba.
Y yo suelto prenda de lo que había escuchado de parte de mis profesores y lo que había leído en Internet. Suficiente para una conversación. Luego pruebo guacamole del que hace Angelita, la artista mexicana, y salgo corriendo a vomitarlo en el baño. Mi asunto con el guacamole: que me dijeran que estaba hecho con el más suave de los habaneros, pero sentir el picor cuando la cuchara aún estaba a centímetros de mis labios, sentir esa cosa verde bajar y quemar mi garganta para finalmente explotar en un infierno tártaro estomacal y resurgir en la más perfecta arcada que pintó un cuadro tenebroso sobre el espejo del baño. Conclusión: el guacamole es el castigo de los embusteros y ningún escritor debe acercársele.
―Es un masoquismo culinario ―me dice Angelita mientras me acaricia el cabello.
Volviendo al aeropuerto: llegamos a la fila de PAWA Dominicana, en donde nos recibe una ristra de machos bellos y culones.
―Dayum, mira ese culo ―le comento a Gaddiel en referencia a un chico delgado de nalgas paradas en un cargo negro.
Igual, hay un gordo barbudo de ojos cariñosos, como son cariñosos los ojos muertos de plástico de un oso de felpa. Otro, uno flaco de cejas puntiagudas y barba estilo contour nos saluda con ojos negros saltarines y sonrisa cerrada de dientes perfectos. Gaddiel asiente, pero está más pendiente de la fila. La muchacha regordeta de espejuelos y hermosa sereta de rizos nos dice que necesitamos la tarjeta de crédito con la que se compraron los pasajes en Internet, que es política de la compañía, que lo siente mucho. Que cuando uno compra los billetes en línea, el site dice en grandes letras rojas que se debe mostrar en persona la tarjeta de crédito de compra. Entonces, Gaddiel llama a su papá, Don Gaddiel Humberto, para que baje desde Vega Baja hasta el aeropuerto de Carolina y nos encuentre allí, tarjeta en mano. Qué suerte que ya Papi salía de camino al trabajo, dice Gaddiel Francisco Ruiz Rivera, hermanito todopoderoso en la fe de la ponimagia.
Nos despedimos de su papá con un abrazo y un gracias por todo, y corremos hacia la fila del TSA. A los blancos estadounidenses que pueden pagar los pasan por la fila expreso y ni siquiera los registran en la máquina cilíndrica que te desnuda con la mirada. Tan pronto pasamos y nos ponemos de nuevo los zapatos, corremos hacia el portal C2. Allí nos espera otra vez la chica regordeta de los espejuelos y rizos despampanantes. Nos desea un feliz vuelo y pasamos a la fila del túnel, en donde un agente del TSA le pregunta a un muchacho francés afrocaribeño: “What are you doing in my country?”, con la prepotencia blanca de quien se sabe parte de un imperio legalmente cruel. El muchacho se tranca y le pregunto: “Avez vous besoin d’un traducteur?”. Un TSA puertorriqueño me dice de muy mala manera: “¡Muévete!”. Gaddiel todavía está con la chica de rizos y me preocupa que le hagan lo mismo. Miro al TSA boricua con el peor gesto que logro convocar y por un segundo nos entendemos. “Por favor, prosiga”, corrige. Entonces, continúo mi marcha hacia las entrañas azules del avión, pero veo que detienen a Gaddiel y me detengo en seco.
―Caballero, por favor, no puede salirse una vez esté en la aeronave ―me dice una de las azafatas, flaca, regia y exacta. Suspiro y lo sigo, en todo momento mirando hacia atrás con la preocupación palpitándome en la manzana de Adán. Finalmente, Gaddiel llega y nos sentamos: 20A y 20B respectivamente. Tras las instrucciones de rigor, que no se entienden ni en inglés ni en español, el avión se pone en marcha, en modo de taxi. Gaddiel se queda dormido casi de inmediato. No ha dormido nada anoche por quedarse a terminar la miniserie Juana Inés de Netflix. Observo con ternura a quien he adoptado como familia natural. Sonrío porque su paz me recuerda que he hecho bien en formar familia de esta forma: divorciándome de la biológica y adoptando una familia naturalizada de amigos. Sonrío porque su paz me infunde paz y, aunque le tengo terror a los aviones, sé que todo estará bien. De todas formas, suspiro mi tradicional conjuro: “Enalpria eb efas! Enalpria ezilibats!”. Por si las moscas.
―0―
Al arribo en República Dominicana, rápido nos da el bofetón de hombres jóvenes y guapos, todos negros. Aquí hago paréntesis. Recuerdo que un amigo dominicano me dice una vez que en RD se le dice “negro” al haitiano y que por más visiblemente negro que sea un dominicano, la negritud no existe en su autoconcepción como ser humano. Estos jóvenes culones y pechugones parecen haber sido escogidos para trabajar en el aeropuerto por su impresionante belleza física. No hay uno solo que no cumpla de sobra con los estándares de belleza impuestos por un Occidente racista y puramente blanco.
Jorge se nos acerca. Camisa blanca de rayas rojas, ajustada a un cuerpo delgado pero musculoso, y apretados pantalones azul marino.
―¿Van para Aruba? ―pregunta a través de sus labios carnosos y dientes alineados, blancos como leche de coco.
―No. Vamos para La Habana ―contesta Gaddiel.
―Esperen aquí.
Veinte minutos después, nos pasan al portal A3, donde nos hacen entregar nuestros boletos y pasaportes para revisión, y nos ponen a llenar las visas de entrada a Cuba, que cuestan $20.00.
Un cubanito blanco y culón, de ojos, cabellos y barba negros y mirada asustada, pide asistencia para su madre en silla de ruedas. Lo observo con detenimiento, porque dejan a su señora madre botada en algún lugar del aeropuerto. Su cara de preocupación se suaviza cuando se la devuelven, media hora más tarde, en una de esas sillas de ruedas ergonómicas y futuristas de RD, que consisten en tubos azules doblados aquí y allá, a los que se les han añadido ruedas y cojines. Se ve cómoda y su hijo la abraza.
Mientras Gaddiel y yo esperamos para abordar, un haitiano se pone a jugar con un niño pequeño de tez más clara. Juegan a los tambores con el pasamano de una de las paredes de cristal. Los padres del niño sonríen y el niño juega al ritmo de tambores con un perfecto desconocido. En un contexto estadounidense estandarizado, y de paso, contaminado por el trumpismo, el haitiano negro hubiese sido arrestado al momento por child molestation y los padres del niño hubieran demandado al gobierno federal y al aeropuerto. Exagero y generalizo, claro, pero es refrescante ver que se respira humanidad mientras más nos alejamos del sistema capitalista de Estados Unidos.
Al entrar al avión, nos damos cuenta de que una de las azafatas se trajo a su niño al trabajo, que se comparta como todo un soldadito durante el vuelo de hora y media a La Habana. Me recuerda cuando era pequeño y me comportaba lo mejor posible para que mi madre biológica me quisiera más.
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Aterrizamos en el Aeropuerto José Martí de La Habana y varias cosas me asaltan de primera intención: las enormes filas de Inmigración, luego de Aduana, luego recoger las maletas para que las olfatee un juguetón Cocker spaniel que, contrario a como sucedería en Puerto Rico, no necesita correa y, por supuesto, no encontrar un solo inodoro limpio, con papel de inodoro y bacineta para cagar. En esto último, mi pesadilla más terrible como paciente de VIH se materializa: la necesidad constante de cagar, porque los medicamentos de la condición me ayudan con el virus pero me dañan el sistema digestivo, y no tener con qué limpiarme o dónde hacerlo. La situación me remite a la escena de la novela Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda, en donde el hombre se va a cagar en la selva lejos del grupo porque no quiere que sus subalternos, sobre los que se cree superior, lo vean cagar. La diferencia es que yo no me creo superior a nadie y esto solo aumenta el estigma siempre presente de ser paciente de VIH y la humillación constante que eso acarrea.
En fin, me olvido del baño y me pongo a buscar a mi amigo Norge Espinosa con la mirada, a ver si lo veo entre quienes aguardan con rótulos de los visitantes que llegan al país. Norge Espinosa es una hostia en el teatro cubano. Se trata de un tipo que mide cerca de seis pies de alto, de cabello blanco, ojos grandes y grandiosos que te escudriñan el átomo, y cuyo humor es autohiriente, como el de los británicos. Luego de media hora, lo encontramos en el Terminal 3. Viene acompañado de Pedro, un taxista osuno de lentes oscuros y que se me antoja al paladar. Tengo que decirme varias veces que no vine a Cuba a hacer turismo sexual. En fin, rey de la mariconología cubana y fuente inagotable de la historia e historiografía de su país, Norge nos cuenta la triste historia del embargo, el periodo especial de su país y lo peligrosos que son los lugares de cruising en La Habana. Norge contacta a un taxista amigo suyo y pronto estamos de camino a su trabajo en el Consejo Nacional de las Artes Escénicas. De camino, Norge, Gaddiel y yo intercambiamos primeras impresiones de Cuba en contraste con Puerto Rico.
―Santurce es una microversión de El Vedado ―me afirma Gaddiel.
―Y Habana Vieja es tres o cuatro veces el Viejo San Juan ―sentencia Norge.
Entonces, en el pájaro de las dos alas, ya sabemos que una pesa más que otra. O el tamaño de Cuba compensa por la relación de Puerto Rico con Estados Unidos. O algo así. No tengo muy claro todavía cómo nos ven los cubanos que nunca han ido a Puerto Rico y que solo saben que le hemos ganado a México en la Serie del Caribe, y quienes gustan de nuestro reggaetón (se saben las canciones de Wisin y Yandel y Don Omar al dedillo). Los cubanos que nos detienen en la calle nos dicen que los boricuas y los cubanos somos lo mismo. Tal vez lo somos. Pero sospecho que las semejanzas se pueden reducir a una mera cuestión de arquitectura colonial española.
Captan mi atención los carritos llamados almendrones; eso es, los automóviles de los años 40 y 50, en su mayoría Chevrolets, que se introdujeron cuando Cuba todavía tenía una relación política estrecha con Estados Unidos, antes de la Revolución. Los cubanos han aprendido a arreglar esos carros que, ya de por sí, fueron hechos para durar por una eternidad. También atisbo motocicletas de diseño ruso con la cabina derecha de ruedas hecha para un segundo tripulante, las mototaxis (o taxi-motoras) y las taxicletas (modernos rickshaws importados desde China y halados por un bicicletista). Me emociono y lo fotografío todo, porque siento que me encuentro no en otro país, sino en otro mundo. De hecho, pensando yo acá, La Habana es Lestallum, esa ciudad caribeña que aparece en el juego Final Fantasy XV, que he estado jugando durante estos meses y que, en el juego, muy interesantemente, funge como el último bastión de luz en un mundo estadounidense distópico y en decadencia en el que se apaga el sol. En fin, Norge termina dándonos un overload de negativismo sobre Cuba, el cual me cala muy hondo, en parte por el miedo que siempre me han infundido sobre Cuba y en parte por el intenso aliento a café y cigarrillos. Al final de su discurso quiero coger un avión de regreso a San Juan, sobre todo luego de decirnos que “Cuba es una puta vieja que te da y luego te lo quita todo. No la romantices”. Pero no lo hago. Le hablo directamente a mi pecho pulsante y le digo: “Calma. Entrégate al proceso como siempre lo has hecho. Deja que la ciudad te golpee como lo hiciste en Guadalajara”.
El taxi nos deja frente al trabajo de Norge y no puedo evitar reflexionar sobre la ristra de machos bellos que hemos visto en el camino. La totalidad de los hombres heterosexuales andan con los pelos hechos con queratina, para la que gastan de 10 a 15 CUC todas las semanas y la cual, según Norge, huele a chocolate. Gaddiel me mira y gime: “¡Basta! ¡No más hombres bellos!”. Y nos reímos, porque en Puerto Rico, con esos cabellos híperproducidos y las camisitas esas que llegan hasta mitad de muslo y que parecen batitas de dormir, serían leídos como parte integral y pilar de la fauna maricona de la Isla.
Por recepción hay una mujer de mediana edad sentada en una silla que ha visto mejores tiempos frente a un escritorio casi desintegrado. Nos recibe con la seriedad que ya entiendo como típica de los cubanos y que se me hace tan difícil de tolerar. Los rictus cubanos me provocan homesickness. Norge le dice que andamos con él y que estaremos entrando y saliendo durante los próximos días.
―No hay problema ―contesta la mujer.
Al subir, interrumpo el silencio con una pregunta capciosa.
―Norge, ¿tendrás un baño que pueda usar? ―le pregunto, tratando de que detecte que necesito cagar con carácter de urgencia, pero sin tener que pasar por el bochorno de pedirle papel higiénico.
―Sí, claro. Al salir de la oficina a mano izquierda.
Al llegar, se trata de un inodoro sin bacineta (¿adónde han ido a parar las bacinetas de los inodoros de La Habana?), sin papel, cuyo botón de flush no sirve. En la esquina contraria del baño hay un cubo de agua, imagino que para bajarlo si se caga en él, y que haga las veces de bidet. Me retiro asqueado. Comienzo a sudar frío y recuerdo una historia que me contó mi único mentor varón, Moisés Agosto-Rosario, sobre su primera visita a Lagos, Nigeria, como representante de la organización Tides. Cuenta Mo que cuando él preguntó si había un inodoro que pudiera usar allá, le dijeron: “Yes, the best toilet for Mr. Moisés!” y lo llevaron a un baño en absoluta decadencia y corrupción, con un inodoro con el sucio incrustado y definitivamente nada salubre para una persona con VIH. Cuando Mo me contó esta anécdota, me dijo que lo más que le entristeció en ese momento fue que dicho baño era el único disponible en la oficina de la Asociación de Personas con SIDA.
Regreso a su oficina, en donde me presenta con su crew: Camila, una muchacha blanquita de cabello oscuro corto que me recuerda mucho a Myrtha Olivares, actriz, performera y periodista puertorriqueña; un señor alto de cabello blanco y una muchacha altísima de cabellos rizos, cuyos nombres no recuerdo.
―¿Quieres usar el Internet, David? ―me pregunta Norge.
―Claro, pero por favor, en lo que me cambio el nombre legalmente, llámame Caleb. Detesto que me digan David.
Entonces, me meto a Facebook y a mi cuenta de Gmail a revisar mis mensajes. No hay nada importante, así que no tardo mucho. Gaddiel le regala uno de sus libritos, Remedios crónicos para enfermedades caseras, que juega un poco con los libros de autoayuda medicinal naturópata y toda esa ola hippie, y ahora hípster, que arropa la Calle Loíza donde él vive. Yo le regalo un ejemplar de mi Terrarium. Ambos poemarios son muy buenos, pero reconozco que el de Gaddiel está mucho mejor logrado. Gaddiel es el poeta que yo quisiera ser cuando sea grande. Si tan solo tuviera un poco más de fe en sí mismo…
En fin, que terminamos de hacer nuestras cosas en su oficina y Gaddiel deja allí una de las maletas que trajo en el viaje, que contiene unas cosas que su amiga Minga, de Vega Baja, le ha enviado a Marlene, su madrina santera cubana, y Marlene la irá a buscar luego, durante la semana. Norge nos pide que lo acompañemos al Teatro Trianón, donde se presentará la obra que veremos en la noche. Se titula Harry Potter: se acabó la magia, de la autoría de una amiga suya cuyo nombre sigo olvidando. Nos vamos hacia allá. De camino al Teatro Trianón, que queda entre Línea y Paseo, pasamos por la casa de Senel Paz.
―Es muy amigo mío, pero últimamente anda medio recluso. Estuvo enfermo hace poco.
―¿Quién es Senel Paz? ―pregunta Gaddiel. Es raro que pregunte. Casi siempre quien hace este tipo de preguntas soy yo, que siempre ando como despistado y tengo la maldita tendencia a mezclar nombres con rostros y obras. Gaddiel es mi pequeña enciclopedia literaria, un verdadero niño genio que ya no es tan niño, pero sí un genio.
―Es un escritor cubano. ¿Recuerdas la Antología de textos literarios de las hermanas López Baralt que se usaba en la Iupi? ¿La que tenía un tipo abrazando un libro y una luna en la portada? Él tiene un cuento allí titulado “No le digas que la quieres”. Se trata de un muchacho que está a punto de perder la virginidad con una jevota y los amigos le hacen un party para prepararlo para el encuentro. Tiene que ver con la Revolución y cómo dejó a los cubanos en el asunto de las relaciones interpersonales. Lo puedes leer y entender por qué los cubanos no sonríen.
Y es cierto. Desde que llegamos aquí, nadie sonríe.
Senel Paz vive en un edificio azul y amarillo. Solo eso recuerdo. La memoria me juega trucos. Hubiera querido conocerlo. Sin embargo, diez días no dan.
―0―
Me explota y consume la tristeza de El Vedado. Le dicen así porque en tiempos inmemoriales (hasta “los otros días”), era un barrio de gente blanca y rica o pudiente, en donde se “vedaba” el paso de negros y gente pobre. Los guardias te paraban y te mandaban de regreso. Este territorio que, como dice Gaddiel, es un Santurce a gran escala, recuerda un pasado glorioso de abundante desarrollo económico, desarrollo que se quedó a mitad cuando cayó la Unión Soviética, y Cuba, de repente, se vio sin aliado: soga o cabra. Los edificios se yerguen a medio destruir y la falta de mantenimiento es la hora del día. Puedo mencionar, por ejemplo, a la Biblioteca de Casa de las Américas. Al edificio literalmente le faltan cantos de empañetado y se pueden apreciar varillas expuestas. Uno ve estos edificios y el abandono en que están sumidos, y no es posible evitar preguntarse cómo se mantienen en pie y qué pasaría si a La Habana la azotase un terremoto de la magnitud del que barrió con Port-au-Prince.
―Mira, lo que pasa es sencillo ―comienza Norge a explicarme―. Los cubanos vivimos en residencias que nos provee el Estado. No somos dueños de donde vivimos y, por ende, hay muy poco sentido de pertenencia. Nadie arregla nada porque todo le pertenece al Estado y persiste la visión de que es el Estado quien tiene que resolver. Y bueno, en parte es cierto. El Estado vela por los edificios históricos y la integridad del diseño original de los mismos. El problema es que como el Estado no tiene dinero, las obras de mantenimiento y renovación tardan años.
Comienzo a entender a Puerto Rico y nuestra propia falta de sentido de pertenencia. Casi entiendo a la perfección por qué somos de un mismo pájaro las dos alas: estamos en un mismo barco, en extremos totalmente opuestos. Estamos jodíos, por motivos diferentes, y de la misma forma.
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Llegamos al Teatro Trianón, que se engalana con un poster maravillosamente logrado, rojo, con una mano que yergue una varita mágica a punto de romperse y que lee, en caligrafía similar a la utilizada en los libros de J.K. Rowling, Harry Potter: se acabó la magia.
―Adelante, están como en su casa.
A continuación, Norge nos lleva hacia la parte lateral derecha del teatro, en donde espera Carlos Díaz, director de la obra y de la troupe Teatro el Público, un hombre jovial, gordo, calvo y muy intelectual, a quien Norge ha apodado “la niñera” por su trabajo casi exclusivo con jóvenes actores. Cuando entramos a su oficina llena de libros y de utilería, lo sorprendemos comiéndose un mantecado de chocolate con papas fritas. También está allí un muchacho alto, de cuerpo hecho todo fibra muscular, cuyo nombre no recuerdo. Él también estaba comiendo. Norge los saluda a ambos con tremendos besos en los cachetes, como para indicarnos que estamos a salvo en territorio de locas. Carlos me ve observando su comida y me ofrece.
―¿Quieres?
―No, no se preocupe ―le digo―. En realidad no estoy mirando su comida, sino a través de ella.
Carlos como que no entiende y le pregunta a Norge si yo quiero un poco, como quien pregunta si este servidor sabe hablar español. Entonces, le explico con mayor detenimiento.
―No tengo hambre, no se preocupe. Que tenga buen provecho. Soy muy distraído y mi mente divaga. A veces parece que estoy mirando algo, pero en realidad estoy en mi propio mundo. Es todo.
La respuesta parece convincente y entablan conversaciones animadas y amistosas sobre teatro y trabajo, y sobre la obra de Agnieska Hernández, que veremos en la noche.
―Caleb, aquí todo el mundo hace drag. Los hombres de mujer y las mujeres de hombre. Eso no es un issue aquí.
―Ah, qué bien ―es lo único que alcanzo a decir y sé que quedo como un perfecto idiota. Esto de la socialización a veces se me da y a veces no. Admito lo difícil que se me hace cambiar de códigos, de registro serio a registro jocoso. Gaddiel es un maestro en eso y lo admiro muchísimo por ello. Hasta lo envidio. Su padre lo ha entrenado bien desde pequeño, con sus chistes de doble sentido y juegos de palabras jocosos. A mí mis padres me dieron un código de rectitud moral Testigo de Jehová sumamente represivo que resultó en una mente fantasiosa que divaga mucho más de lo que piensa. Por supuesto que el estilo de Gaddiel es más atractivo y deseable. Conecta mucho mejor con la gente. Lo envidio y admiro a la misma vez. En más de una vez he querido ser más como él y muchísimo menos como yo. Pero soy tan boy scout, tan cabronamente boy scout, que a menudo pienso, y siento, que las personas a mi alrededor me ven como si tuviera un palo de escoba insertado por el culo. No están muy lejos de la realidad.
―Norge, ¿tienes un baño decente que pueda usar? ―le pregunto, haciendo énfasis con los ojos en la palabra decente, a ver si entiende que necesito cagar sin tener que decírselo.
―Hombre, claro que sí. Ven para acá.
Me lleva por un pasillo que conduce a la izquierda del teatro y que hace las veces de camerino. Allí, existen dos lavamanos quebrados pero todavía funcionales, y dos inodoros sin papel y sin bacinetas. Mi pesadilla me ataca de nuevo, pero esta vez estoy dispuesto a terminar yo con ella. Con lágrimas en los ojos cierro el cubículo y me preparo para la humillación. Me bajo los pantalones, me agarro de la puerta y me acuclillo. A lo mejor, si me abro bien las nalgas como si fuera a coger por el culo, la mierda no manchará tanto la piel y, quién sabe, es posible que ni tenga que limpiarme. Pero luego recuerdo que si no me limpio, la mierda se incrusta en la piel y la quema. De repente me pregunto si es por eso que los cubanos no sonríen, si es que se miran a los ojos y reconocen los culos inmundos y quemados y eso les roba la inocencia o las ganas de sonreír. Sé que eso me la robaría a mí. Me lo dicen las lágrimas que me bebo mientras pujo y sale toda esa peste acumulada, todo ese desperdicio. En eso, escucho pisadas. Me asomo por debajo de la puertecilla y atisbo los zapatos de Gaddiel y de Norge. Espero un poco a que se vayan porque sé que mis intestinos harán ruido al vaciarse. Y soy malo para cagar frente a otros. Es algo que destruye el romance entre novios y amigos, porque entre amigos también existe una especie de romance frágil que subyace bajo el contrato implícito de una amistad.
―¿Todo bien, mi niño? ―pregunta Norge.
―Sí ―contesto―. Ya mismo salgo.
Aparentemente contento con esa respuesta, los pasos de Norge y Gaddiel abandonan el espacio y entonces salgo, pantalones abajo, hacia el lavamanos. Me limpio con las manos lo mejor que puedo, y luego me lavo el culo con agua. Funciona. Pero no es práctico en lo absoluto. Luego viene el arte de lavarse la mierda de las manos sin jabón, frotando siempre en movimientos circulares para sacarse el olor a impudicia humana. Frotar en círculos es la clave. Boy scout survival tips. Al final, me seco las lágrimas con la camisa, me echo agua fresca en el rostro y camino con la frente en alto. Uno hace lo que las circunstancias le obligan a uno hacer. La ley de la lógica y su hermano, el sentido común, son estatutos del más alto calibre, de un orden y una jerarquía más altos, incluso, que las leyes del decoro o del Estado.
―0―
Nos despedimos de Norge y de Carlos, y acordamos que esa noche estaremos allí a las 8:00pm sin falta. Gaddiel y yo, entonces, emprendemos la larga caminata hacia la Plaza de la Revolución, en donde nos encontraremos con Raquel y Allison. De camino vemos un superávit de machos bellos a tal punto que Gaddiel dice “¡Basta! Stop! ¡No puedo bregar!”, y nos echamos a reír porque todo en Cuba es más grande que en Puerto Rico, no solo el territorio, los macros cubanos de los micros boricuas, las pingas, los paquetes, los culos, las cantidades… Todo es más grande y, en este momento de esta tarde tan fría y soleada (hay un frente frío ahora mismo pasando por La Habana), nos deprime nuestra pequeñez relegada a ir ganando la puta Serie del Caribe, que nos importa lo mismo que mis dedos llenos de mierda bajo las uñas. Intercambiamos maletas, ya que he cometido la soberana estupidez de traerme un bolso gigante en vez de una maleta, no muy buena idea para alguien que ha estado padeciendo de la espalda baja. Entonces, arrastro la maleta con ruedas de Gaddiel y él carga mi bolsón, hasta que llegamos a la Plaza de la Revolución y, estúpidamente, me da con sentarme en la acera.
―Permiso ―dice un militar de mala manera―. No puede sentarse ahí.
Lo olvidé. En Cuba hay reglas para todo, más que nada, sobre cómo sentarse con decencia. Si tan solo aplicaran ese mismo sentido de rectitud a la hora de limpiar los baños o mantenerlos con papel higiénico, no tendríamos problemas. Me levanto de mala manera y continúo caminando y arrastrando la maleta de Gaddiel. De pronto, vemos dos figuras sentadas que como que nos miran, como que no nos distinguen, pero como que sí. Raquel saluda con su mano derecha y Gaddiel aprieta el paso. Nos damos besos, abrazos y Raquel nos presenta con Alli, una judía de Filadelfia de culo grande, caderas amplias y sonrisa fácil. Después de intercambiar los “¿cómo llegaron?” y los “¿hace cuánto están dando vueltas por aquí?, nos dirigimos al Airbnb que Alli y Raquel han alquilado y el cual también es nuestra estadía. Se trata de un edificio viejo y vetusto, como todos los de esa área de la Habana, en el cuarto piso, al cual se sube por un ascensor malcriado y asesino que te cierra la puerta en la cara si no te das prisa. Luego del ascensor, a mano izquierda, llegamos al 405, la casa de Ernesto y Juan, una pareja de gays de mediana edad que, misteriosamente, son dueños en propiedad del 405 y el 406. Una vez allí, dejamos nuestras maletas en la sala y nos metemos a bañar.
Lo primero que notamos en el baño es la existencia de papel de inodoro. Lo segundo son las losetas rosadas que se elevan desde el piso hasta el techo. Lo tercero es el bidet. Nos metemos en la ducha. Gaddiel y yo tenemos esa confianza, pues el niño es el hermanito incestuoso que mi pareja y yo hemos adoptado hace ya par de años, a petición de Moisés, que me pidió encarecidamente que cuidara de Gaddiel y le enseñara todo lo que sé, cosa que, por supuesto, he hecho. Nos tocamos, nos besamos, y Gaddiel me penetra con sus ocho pulgadas de cariño hasta dejarme la leche adentro. No logro venirme, pero eso es normal en mí. Padezco de eyaculación retardada. Una vez fuera, nos secamos pero no nos vestimos para ir a la obra. Estamos demasiado cansados. Comemos guayabas que han comprado las muchachas, arroz blanco sin sal y frijoles sin especias. Todo nos sabe divino. Antes de acostarnos, le regalo un ejemplar de Terrarium a Raquel y ella responde regalándome uno de su poemario Huequitos/Holies, que se presentará durante una de las actividades del Encuentro de Jóvenes. Entonces, ellas se van a dormir al cuarto y nosotros nos acostamos en la sala, Gaddiel en el sofá y yo en el suelo alfrombrado, con la esperanza de que el piso duro y frío haga maravillas por mi espalda baja.