Este artículo propone un acercamiento a elementos poco conocidos de la biografía de Xavier Villaurrutia; a partir de los documentos que he hallado en los Archivos Parroquiales y Diocesanos de la Ciudad de México se proponen nuevas posibilidades de interpretación a su obra.
I. Entre balazos y espejos venecianos
Xavier Villaurrutia González nació el 27 de marzo de 1903 en la Ciudad de México, en el seno de una familia de antiguo abolengo, distinguida en las letras, en la vida política y en la sociedad. Sus padres fueron José Rafael Villaurrutia Trigueros (1862-1915) y María Julia González Casavantes (1863-1952), quienes contrajeron matrimonio el 7 de septiembre de 1887, según consta en la partida 378, del libro segundo para actas matrimoniales de la ciudad de Chihuahua, Chihuahua. José Rafael declaró ante Manuel R. de la Peña, juez del Estado Civil, ser un próspero comisionista de 27 años de edad, soltero, originario de la capital de la República pero avecindado en el norte debido a las obligaciones contraídas en la empresa familiar: Villaurrutia & Hnos. Su prometida, María Julia, que afirmaba con orgullo haber nacido en Guerrero, Chihuahua, estaba por cumplir 23.
El matrimonio de Villaurrutia Trigueros con la hija legítima de Celso González Mendívil significaba la unión de una casa próspera de terratenientes, con la nobleza venida a menos de quienes se sabían descendientes de Francisco Fagoga Villaurrutia, segundo marqués del Apartado. La madre de éste, María Magdalena, esposa de Fagoga y Arosqueta, fue hermana del doctor Jacobo de Villaurrutia, nacido en Santo Domingo, cofundador del Diario de México junto con Octavio Bustamante; él participó activamente en la guerra de Independencia, incluso obtuvo el cargo de presidente de la Suprema Corte en 1831. Su sobrino, Mariano José Villaurrutia Ruvérriz, capitán de dragones de la corona española, nacido en el Virreinato de Buenos Aires, contrajo nupcias con Javiera Garay Arechavala el 14 de febrero de 1820, en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Su hijo Agustín –abuelo en línea paterna del poeta– se desempeñó en las finanzas públicas como jefe de Hacienda del Estado de Chihuahua, donde trabajó al lado de González Mendívil. Villaurrutia Garay se casó con Petra Trigueros Barrero, originaria de Veracruz e hija legítima de Ignacio Trigueros, famoso filántropo, alcalde de la Ciudad de México y fundador en 1870 de la Escuela Nacional para Ciegos.
La ascendencia materna del escritor ha sido menos revisada por los villaurrutistas, aunque no por ello carece de importancia. Hasta donde he podido documentarme, el abuelo materno, Celso González, fue comisionista del Banco Minero Chihuahuense (1878), presidente del Banco de Chihuahua (1889-1896), integrante de la Cámara de Diputados en cinco ocasiones y gobernador sustituto de aquella entidad. Su hija, María Julia González Casavantes, fue prima –no hermana– de Abraham González, vicepresidente de la República en 1911, gobernador de Chihuahua, principal líder del partido Antireeleccionista de Francisco I. Madero. La confusión se debe a que tanto Celso González Mendívil (padre de Julia) como Abraham (su tío) contrajeron nupcias con las hermanas Josefa y Dolores Casavantes Domínguez, respectivamente. También fue Xavier Villaurrutia sobrino del poeta modernista Jesús E. Valenzuela, de quien la familia obtendría propiedades intestadas, así como algunos originales de Julio Ruelas y Saturnino Herrán.
Los Villaurrutia González sumaron un total de once hermanos: Petra Ana Luisa (1888-1922), Julieta (1889-1934), Alfonzo (1891-1946), Agustín (1892-1928), Rafael (1894-1983), María del Carmen Sofía (1896-1981), María Teresa del Refugio (1887-¿?), María Cristina (1901-¿?), Javier (1903-1950), y los mellizos, Félix (1906-1981) y Fernando (1906-1910), aunque este último murió a los cuatro años víctima de bronconeumonía. Hacia octubre de 1892, podemos establecer de acuerdo con las actas de nacimiento que la pareja se había trasladado de Chihuahua a la Ciudad de México, con domicilio en la calle de Donato Guerra, precedido de breves estancias en Bucareli e Ignacio Zaragoza, para asentarse, definitivamente, cerca de 1901, en la 3ª de Mina, número 5, en el Centro Histórico de una ciudad que recordaba aún las estampas provincianas del siglo xix. En la planta alta de una casa porfiriana de piedra con forma de «ele» dormían las mujeres, abajo los varones; la construcción contaba con dos balcones hacia la calle, un salón de billar, un gimnasio, aunado al gran comedor donde exhibían un juego de espejos venecianos que a Salvador Novo le parecieron más bien feos.
El esplendor de los Villaurrutia González fue previo a los acontecimientos desencadenados por la Revolución, aunque todos los datos con que contamos indican que supieron sobrellevar la atribulada vida socioeconómica de la capital con cierto decoro. Sabemos, por ejemplo, que los hermanos mayores tenían una especie de pequeña financiera en la calle 5 de Mayo: el Banco Popular Mexicano, donde el joven Xavier recibía una mensualidad fija para sus gastos personales; también que jugaban tenis en Chapultepec los domingos, incluso que las mujeres eran campeonas. Ellas formaban parte del Círculo Fronterizo Chihuahuense que se reunía en el Bucareli Hall. Esto nos lleva a suponer que el escritor, como el resto de los menores, creció entre historias de un antiguo abolengo: “Teníamos dos coches con tronque de caballos y cochero —recordaba Teresa a Jean Meyer—. El domingo [mis padres] iban a pasear a Plateros. No me tocó, eso lo oí”.
El advenimiento de la lucha revolucionaria despojó a la familia de la mayor parte de sus propiedades, exceptuando las casas de Cuautla y Tlalpan, donde pasaban las vacaciones en otoño. Niños fueron testigos de la violencia desatada durante la Decena Trágica. El batallón del general Bernardo Reyes combatió en febrero de 1913 contra maderistas en la Ciudadela: la columna tomó por las calles de Lecumberri y el Apartado hasta Santo Domingo; continuó por las calles de Medina y la Santa Veracruz hasta la segunda de Soto y siguió por Mina, Rosales y Bucareli. La llegada de las tropas a la capital trajo consigo la carestía de alimentos, y la decadencia apenas sorteable mediante el apellido aristocrático de los abuelos. Obligados por la inconveniente actividad sociopolítica, los Villaurrutia González practicaron una suerte de autoexilio de su realidad inmediata, procurando para los más jóvenes la instrucción en el Colegio Francés de México, hasta la muerte del padre acaecida en 1915.
Si damos crédito a todas las voces que se suman en torno a esta familia, debemos indicar que entre sus miembros hubo tragedias conyugales, suicidios, despojo de herencias, así como trastornos nerviosos lamentables que he podido confirmar con relativa facilidad mediante la revisión de las actas de defunción. Pienso, sobre todo, en los informes del 10 de marzo de 1922, tras el deceso de Ana Luisa Villaurrutia, en que se ignora el día y la hora en que falleció “de herida por proyectil de arma de fuego”; en la supuesta “intoxicación” de Alfonzo en 1942, causada por aspirar monóxido de carbón quemado; o en el “infarto fulminante” que puso fin a la vida del poeta la mañana de Navidad de 1950. Fue mientras investigaba bajo la dirección del Dr. Ángel Fernández Arriola los Archivos Parroquiales de la Ciudad de México, en busca de información más precisa e íntima para conformar esta breve genealogía de los “marqueses del Apartado”, que me encontré de improviso con la existencia de dos registros sobre la fecha del bautismo de Xavier Villaurrutia.
La simple duplicación del dato representa en sí un avis rara para estudiosos de la historia eclesiástica de México, lo que justificaría de alguna manera la intención de dar a conocer estos documentos. Sin embargo, la posibilidad de que se trate de un complejo sistema de coincidencias debe descartarse, puesto que los datos del infante coinciden sin problema alguno con otros que sabemos ciertos: nombre de los progenitores, lugar, fecha de nacimiento, e incluso referencias a personajes del entorno familiar. No pretendo desentrañar aquí ninguna verdad absoluta sobre la vida del sonámbulo de los Contemporáneos… de proponérmelo, no podría hacerlo; simplemente daré a conocer una serie de documentos que tal vez podrían contribuir en algo a formular una explicación a la serie de incógnitas, misterios o malentendidos biográficos que giran en torno a la que es una fascinante obra poética.
II. Jano… ¿era una muchacha?
La primera referencia a Villaurrutia debe buscarse en el libro de bautismos de hijos legítimos (1900-1904), número 12, folio 58r, de la parroquia del Inmaculado Corazón de María, templo que comenzó a erigirse sobre la calle de Héroes, hacia 1887, frente al actual mercado de Martínez de la Torre de la colonia Guerrero. Presento aquí una versión paliografiada de la partida 3037, inscrita el jueves 5 de noviembre de 1903. He actualizado la puntuación del documento y desatado las abreviaturas, con el propósito de facilitar la lectura:
“[En la] capilla parroquial del Inmaculado Corazón de María, a 5 de noviembre de mil novecientos tres, yo, el padre Eulalio Briseño (Venia Parrochi), bauticé solemnemente a un niño de ocho meses de nacido, a quien puse por nombre Javier Villaurrutia, hijo legítimo de Rafael Villaurrutia y Julia González, que viven en la 3ª de Mina, número 5. Fueron padrinos Javier Villaurrutia y Santos González, a quienes advertí sus obligaciones y parentesco espiritual, y para que conste firmé. E. Briseño” [Rúbrica].
Es curioso que los padres eligieran la parroquia del Inmaculado Corazón de María para bautizar al niño Javier, que en efecto contaba con ocho meses, dos días de nacido, cuando lo presentaron ante Briseño. Lo digo pues esta fue la primera ocasión que el matrimonio recurrió a la recién inaugurada parroquia para imponer el sacramento: el resto fueron llevados a la parroquia de la Santa Veracruz, al suroeste de la colonia Guerrero. Esto es lo que sucede con Agustín (bautizado en 1893), Rafael (1894), Carmen (1896), Teresa (1897) o Cristina (1901).
Sobre los padrinos urge precisar que el homónimo del poeta no es otro que Javier Villaurrutia Trigueros (1858-1923), hermano mayor de Rafael, además uno de los tíos más cercanos a la familia. No sólo compartía domicilio en la 3ª de Mina, número 64, sino que fue testigo en la boda de Ana Luisa con Norberto Días Mateos, en enero de 1916, poco después de la muerte del padre de la novia. De Santos González Casavantes (1854-1934), hermana de Julia, sabemos poco, salvo que fue longeva y murió en la capital a la edad de 80 años. Nos encontramos, entonces, ante un documento que brinda información valiosa con respecto a la vida íntima del escritor: una vida ceremonial, que acontecía “a puerta cerrada”, rodeado por parientes cercanos, amigos, tal como sucede a los protagonistas de sus obras de teatro.
Sin embargo, un hecho extraño que pareciera salido de sus “enigmas” o “misterios en un acto”, ocurrió tres días más tarde, el domingo 8 de noviembre de 1903. En el libro de bautismos de hijos legítimos (1902-1904), volumen 88, folio 84r, de la parroquia de la Santa Veracruz, se informó que los arriba citados presentaron de nueva cuenta a un infante, de igual edad, que pusieron por nombre María Javier. He aquí una versión paliografiada de la partida 543 en la que, igual que la anterior, he actualizado la puntuación:
“En la parroquia de la Santa Veracruz de México, a ocho de noviembre de mil novecientos tres, con permiso del señor cura, párroco don José María Cáceres, yo, el padre Vicente Espinosa, vicario de la misma, bauticé solemnemente a una niña que nació el veintisiete de marzo último en la tercera de calle de Mina, número cinco; púsele por nombre María Javier, hija legítima de Rafael Villaurrutia y Julia González. Fueron padrinos Javier Villaurrutia y Santos González, a quienes advertí su obligación y parentesco espiritual. Doy fe. /José María Cáceres / Vicente Espinosa E.” [Rúbricas].
Este hallazgo documental me ha sugerido múltiples interpretaciones. Para sortear la primera habría que descartar el hecho de que estuviésemos frente a un caso de duplicación. En realidad, no es imposible encontrar en los archivos parroquiales algunas transcripciones de actas de nacimiento, sobre todo, si tenemos en cuenta que era ésta la única manera de tener un respaldo de la información. Lo extraño consistiría en encontrar uno con tan poco margen de diferencia del original; además, sin ninguna aclaración en la portada o las primeras páginas del libro de bautismos que nos ocupa. Se debe agregar que la duplicación no explicaría los errores del copista, que en este orden de ideas consistiría en atribuirle un género equivocado en cuatro ocasiones al recién nacido (una / niña / hija/ legítima), y en sumarle el nombre de María Más complejo sería explicar de este modo que el “error” fuera ratificado por los presentes.
Otra de las posibles explicaciones que convoca mi reflexión consiste en que se trate de una enmendadura. En la sociedad porfiriana como en prácticamente todo el México colonial, la fe de bautismo constituía todavía un documento de primera importancia para aspirar al matrimonio o, más aún, acreditar la condición social a que se pertenecía. “Una vez me dijo que era católico”, recuerda Octavio Paz haber escuchado de Villaurrutia, durante una conversación en que se apresuró a añadir: “pero católico por fatalidad, por nacimiento, no por elección”. Precisamente, una “fatalidad” en el documento justificaría la premura de corregir en la Santa Veracruz cualquier error que se hubiese cometido en las actas del Inmaculado Corazón. Pero de ser así, la original debería tener la anotación del prelado al margen, o la diagonal –como sucede en otros casos– por encima de todo el texto, indicando la invalidez de la partida. Esta lectura, por si fuera poco, apostaría por la legitimación de la segunda acta que es la que presenta el género femenino.
Frente a estos argumentos decidí plantearme con relativa seriedad si existió la niña María Javier Villaurrutia González. El nacimiento de una hermana del escritor, gemela o melliza, no sería después de todo el único caso en la familia (me refiero a Fernando y Félix). Carezco, sin embargo, de información sobre la existencia de un “doceavo” hermano, del que no he encontrado ninguna referencia ni en los documentos personales del poeta en el Archivo Xavier Villaurrutia ni en periódicos de la época; tampoco en la citada entrevista que Jean Meyer realizó a Teresa Villaurrutia en 1975, ni mucho menos, un acta de nacimiento –que de haber existido condición de mellizo, debería encontrarse en posición inmediata anterior o posterior a la del escritor, e indicarse al margen de la partida 344 del Registro Civil de la Ciudad de México– o de defunción, en caso de ocurrir un temprano deceso, lo que explicaría el no saber de su vida hasta ahora.
Lo cierto es que, si bien María Javier no es un nombre inusual para niña (es más, seguramente el nombre es una derivación de la bisabuela Javiera Arechavala), lo es menos para un varón.
III. En Villaurrutia uno siempre son dos
Para nadie es un secreto la homosexualidad de Xavier Villaurrutia ni de varios de los Contemporáneos: Carlos Pellicer, Salvador Novo, Elías Nandino, Agustín Lazo, Carlos Luquín, Roberto Montenegro, entre otros. Es más: a ellos se les reconoce por haber afirmado una singularidad ajena a la moral dominante, en una sociedad que aún acallaba los balazos de la Revolución bajo el grito unánime de la virilidad, tanto en materia de arte como en la vida pública.
Villaurrutia mismo fue asediado en diversas ocasiones por los representantes de un zafio nacionalismo. Escritores, periodistas e intelectuales vieron en los poemas de este hombre de letras un catálogo de “ingredientes regresivos” para los jóvenes de México: un poeta de apellido aristocrático, aficionado al tenis; un niño que vive en casa de la madre acompañado por sus hermanas, que asiste a tertulias en el Café París en cofradía de otros elitistas “invertidos”, para escribir “poemas oscuros” de “bochornoso tiraje”, y cuya idea de una liga, explica Sheridan, no era la de los escritores y artistas revolucionarios, “sino la liga de muchachos que le gustan en la plaza Garibaldi para llevárselos a su estudio y sumergirse en su alma”.
Una de tantas denostaciones que llegó a la alcoba del poeta fue la de Manuel Maples Arce, cuando en 1934 exigió a nombre de la buena moral que un Comité de Salud Pública “depurara” al gobierno de contrarrevolucionarios. Si se combatía la presencia del fanático o del reaccionario en las oficinas públicas, ¿por qué no la del hermafrodita, incapaz como era de identificarse con las empresas de la reforma nacional? (Véanse las crónicas de género de Monsiváis). Lo mismo en materia de moral que de arte, la lectura del veracruzano a “Nocturna rosa” le reveló, pasado un lustro, que este poema de insospechada originalidad se encontraba marcado “por las fatalidades del sexo”. La observación, obviamente, me resulta sugerente a la luz de los documentos que hemos revisado. La rosa de Villaurrutia no es la de ningún otro poeta que haya escrito; la suya es una rosa particular, creada o descubierta por él mismo en sus recorridos literarios, íntimos, vitales:
Yo también hablo de la rosa.
Pero mi rosa no es la rosa fría
[…]
Es la rosa entreabierta
de la que mana sombra,
la rosa entraña
que se pliega y expande
evocada, invocada, abocada,
es la rosa labial,
la rosa herida.
[…]
la negra rosa de carbón diamante
que silenciosa horada las tinieblas
y no ocupa lugar en el espacio.
Escribí apenas unas líneas arriba que no ha sido mi interés revelar ninguna verdad: lo sostengo. Pero debo aceptar que, inevitablemente, un texto de esta naturaleza más temprano que tarde se inclina hacia la imperiosa necesidad de encontrar en la poesía, esa parte vital que todo escritor transfigura hacia sus obras. Y en el caso de Villaurrutia, acaso con más dificultad podamos pensar la una sin la otra. En este breve artículo he intentado mostrar, a través de los documentos que he hallado en los Archivos Diocesanos y Parroquiales de la Ciudad de México, una faceta del escritor poco conocida –tanto familiar como literaria–, de la que no podría concluir salvo que, en una obra poética como la que nos atañe, se revela siempre el trasfondo humano que la nutre: el lado nocturno, el no iluminado, el inmaterial, en que se intenta lograr cabal conciencia de la expresión de un drama poético, pero también de uno personal. Leamos la poesía de Villaurrutia a la luz de estos frutos de la casualidad.
Diego Lima
Fundación para las Letras Mexicanas