Lima: Peisa, 2025. 632 páginas.
Hay novelas que no se pueden reducir a una historia. Es el caso de Minimosca, pero no tanto por la profusión de tramas y subtramas, que puede haberlas, sino por su planteamiento. La última novela de Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966), avanza en capítulos sucesivos que no desarrollan una intriga clásica, sino que plantean hilos narrativos paralelos y laterales, donde muchas veces la perspectiva del narrador atenúa, cuando no contradice, la del personaje cuya voz se privilegió previamente. Además, Faverón echa mano de estrategias literarias tan viejas como el arte de contar; pienso, por ejemplo, en los relatos enmarcados, los manuscritos hallados, las (di)versiones textuales, las traducciones y los juegos especulares, así como otras tantas que multiplican los posibles latentes en su texto. El resultado es una novela cuya máxima cualidad es conciliar ambición con una factura de gran calidad.
Quienes hemos seguido la trayectoria de Faverón, podemos considerar a Minimosca como un punto culminante en su narrativa. El autor es de esos escritores que se hizo al calor de las lecturas —antes que de la experiencia—, a partir de una lenta afirmación bajo la sombra de Borges y Vargas Llosa. Considero que la llegada de Roberto Bolaño a la experiencia lectora de Faverón le permitió cristalizar una literatura desmarcada de los dos mencionados referentes, así como seguir en una senda donde se conjuga lo libresco con el interés por el mal, los destinos literarios, las errancias globales, así como la locura y sus excesos. Además, conociendo el trabajo como crítico de Faverón, la novela teatraliza ficcionalmente sus inquietudes, las cuales van de las vanguardias hasta los campos letrados, pasando por los vínculos con las tradiciones literarias. El resultado, la novela que uno cierra con una mezcla de alivio, estupor y fascinación, es un artefacto que condensa concéntrica y centrípetamente lecturas y obsesiones, a la vez que plantea un ethos socarrón e iconoclasta, acaso el mayor logro dentro del aprendizaje narrativo del autor.
Minimosca tiene la extraña cualidad de ser una ficción fragmentaria y totalizadora. Claro, cuando utilizo un adjetivo como totalizador, se piensa de inmediato en las grandes novelas del boom, pero sería anacrónico quedarse en ese paralelo. Porque la novela de Faverón no busca ser un mosaico de la realidad, sino más bien un prisma donde convergen y se dispersan relatos que avanzan rizomáticamente, abriéndose, multiplicándose; en suma, proliferando sin descanso. Cuando los narradores de Faverón empiezan a contar, no hay quien los pare; ellos avanzan por las galerías y sótanos de la memoria que, en varias ocasiones, esconden cadáveres de las historias familiares y nacionales. Ese exceso, tan bien controlado por el autor, multiplica los posibles como único medio de dar cuenta de una realidad cambiante, dinámica, imposible de ser objetivizada. Aquí lo subjetivo de los narradores adquiere todo su valor. Los narradores son marginales, locos, individuos delirantes que no buscan abrir el diálogo con el lector —si por este se entiende una lectura convencional— sino más bien crispar la inteligibilidad de lo narrado, convertirlo en algo insoportable.
“La ficción de Gustavo Faverón Patriau es un sugerente alegato por lo subversivo en la literatura, en tiempos de informaciones vacías.”
Esta suerte de valorización de lo marginal —a la cual se le puede reprochar cierta romantización— juega en pared con la constante inquietud de situar el sur global en sus disonancias con los centros productores de conocimiento. Como lector, este aspecto es uno de los que más disfruté en la novela, particularmente la sección dedicada al boxeador que recita a Vallejo (y que da título al artefacto narrativo). Claro, también está la anécdota del urinario de Duchamp y tantas otras que se acumulan para dar un espesor a la voluntad iconoclasta de desmantelar, desde la periferia, las hegemonías y dejar en fuera de juego a los ascendientes entre latitudes literarias. Quizá esta sea la mayor diferencia de Minimosca con la novelística previa de Faverón; en otras palabras, la necesidad de cuestionar jerarquías desde lugares que se ubican detrás de fronteras. En pleno periodo de globalización, Faverón no lo plantea como una oposición entre dos territorios perfectamente delimitados, sino entre regiones interconectadas y permeabilizadas por los desplazamientos físicos y memorísticos de los personajes.
Estamos frente a una novela que inventa y reivindica una tradición propia en su ejecución irreverente. Si consideramos el paisaje literario peruano, al cual por fatalidad geográfica inscribimos al autor, no podemos más que constatar su interés en alinearse con un linaje diverso, personalísimo y, por eso mismo, renovador. Ahí donde la casi totalidad de autores apuestan por una literatura domesticada en su exceso de convenciones, Faverón juzga oportuno aterrizar un platillo volador. Guardando las distancias, pensando simplemente en los significantes que palpitan en el texto, se me ocurre como único precedente en las letras peruanas El pez de oro, de Gamaliel Churata. En este sentido, otro aspecto que me lleva a considerar Minimosca como culminante es la ejecución que congrega ensayo, poesía, crónica, historia, entre otros, para marcar la capacidad de la novela a la hora de amalgamar discursos y saberes. Si bien por tramos me sentí saturado por un estilo proclive a la paradoja, la reducción al absurdo, los cortocircuitos cognitivos, ya más allá de lo estilístico, es cierto que Faverón ha dado forma a un evento literario, si por este entendemos un parteaguas, que formaliza y anuncia los cauces de la novela hispanohablante. La ficción de Gustavo Faverón Patriau es un sugerente alegato por lo subversivo en la literatura, en tiempos de informaciones vacías.