Madrid: Los Libros de la Mujer Rota, 2024. 98 páginas.
¿Poema épico? ¿Novela lírica? ¿Relato, nouvelle, prosa poética? Este libro de Viviana Paletta (Buenos Aires, 1967) de entrada me planteó un intríngulis. ¿Por qué? Por la necesidad que tenemos de clasificar las obras literarias y manejarnos dentro de unos esquemas previstos para cada género. Así, yo veía que cada palabra estaba engarzada como una piedra preciosa en un collar: “caminar sin rumbo termina en emboscada”. Y oía las oraciones caer por su propio peso: “Creía que había almas antiguas bajo la hojarasca, presencias milenarias que nos impulsaban hacia el porvenir”, al punto que no distinguía si esto era verso o párrafo.
Porque la materia de este volumen, el lenguaje, es táctil; empedrado alza un muro, un mundo. Compone caras, gestos, que inmediatamente fija. Todo es esencial como si fuese comida. Consigue que las palabras nutran, incrustadas como gemas en la pedrería de un texto nunca dicho al azar, siempre necesario. Así, cada palabra se engasta, joya. Nada es perecedero, todo dura. Vocablos tan simples brillan con calidad de alimento. Hasta el cansancio se palpa como una felicidad.
Y a medida que iba leyendo… yo tenía miedo de que me contara demasiado. Que pusiera lo que no hubo. Que explicara cosas con argumentos a posteriori, inventados para la ocasión, por el puro gusto de armar relato… En vez de dejar las cosas ahí, que caigan graves y se depositen delicadas, con gracia, como en verdad hacen de comienzo a fin, según fui descubriendo. Y toda la historia consiste en contemplarlas, autosuficientes: “¿Querés unos mates? ¿Manyar algo? […] Hay bizcochuelo del domingo” —dice la abuela—, y se te vuelca el corazón.
Viviana siempre grávida, me dije, siempre rica; tesoro ella misma por saber atesorar, abarrotar sus ojos con semejantes cosas, por ejemplo esa “última escena de los cuerpos”, de la página 39: “verano haciéndose vida en mi vientre, te quedaste conmigo, yo sin saberlo”.
Y concluí para mí misma: novela, novelón lírico, donde el argumento es la sucesión misma de las imágenes, “el continuo” de ellas, según registró José Ángel Valente en los cuentos de otro poeta, Lezama Lima, que a su vez veía esa sucesión de imágenes como un friso que cuenta “la última de las historias posibles”.
Pero aún me faltaba algo. Cuando recibí el libro en papel tras haberlo leído en pantalla, decidí marcarlo. Es decir, subrayar aquí y allá cada uno de los textos de que está compuesto el volumen, escogiendo lo más sugestivo. Y en ese estado flotante, tras marcar una línea señalé la pagina 68 con un post-it que ponía: “clave”.
Recién esta mañana se me entregó el sentido completo de ese post. En esa página aparece una cita de Anton Chéjov, quizás el más grande cuentista de la modernidad: “En la vida no hay momentos clave”, puesta en boca del profesor de teatro contemporáneo de la protagonista, que aclara: “no hay estallidos de la voluntad de decidir, que tan bien manejan los escritores de radioteatro o telenovelas” (series, diríamos hoy). Y tras eso exclama: “No me van a decir que ninguno vio Pobre diabla o Rolando Rivas, taxista”…, para concluir: “Puede ser… Será verdad que leer a Gambaro no les deja tiempo para la tele”.
“Entonces tenemos: un rabioso presente donde todo está en directo, construido con gritos y susurros de una naturaleza feroz, que agolpa savia en las venas de las hojas como sangre en las venas de la protagonista.”
Y lo dice en referencia a Griselda Gambaro, la dramaturga argentina y mayor autora viva de nuestras letras, creadora del llamado “teatro ético” (con la novela Ganarse la muerte, prohibida por la dictadura, tuvo que exiliarse en España hasta 1980). En su teatro, ella plantea la condición humana y su correlato: justicia, dignidad, perdón, no mediante interrogaciones abstractas, sino de lo que aflora a través de las relaciones entre personas. Sostiene que en la vida no hay datos inútiles y que todo sirve, lo cual coincide con Chéjov, acerca de la ausencia de momentos clave. Un ejemplo. Hace años contó en un interviú que el nombre decisivo del personaje de una pieza que buscaba sin éxito, le vino lavando los platos. De este modo, nos mostraba alguna de las epifanías que se podían obtener de esa anodina profesión que era ser mujer en los 70.
Asocio ese transcurrir anodino con un objeto, el “rosario”, esa hilera de cuentas manipulada por cristianos y mahometanos que van pasando una tras otra, cuenta que te cuenta, y nos recuerdan que así transitamos sin ahorrarnos un paso este calvario y paraíso sucesivos. Porque el libro está hecho de “viñetas” como “cuentas” que se deslizan entre los dedos al igual que cada momento que aquí se consigna.
Entonces tenemos: un rabioso presente donde todo está en directo, construido con gritos y susurros de una naturaleza feroz, que agolpa savia en las venas de las hojas como sangre en las venas de la protagonista: todo suena al unísono, con más las patadas en el vientre de la vida por venir.
Ese es el presupuesto inicial que permite encontrar la forma, la respiración de cada página, a veces de folio o folio y medio; otras, de uno o dos párrafos. Y esos momentos se desgranan como eslabones de una cadena a veces de nube: “El cielo también como un bosque tiene su espesura. Le abrimos claros a machetazos”. A veces de plomo, cada vez que el terror gana a la futura madre y se mantiene “cuerpo a tierra, empapada, bajo las avionetas rasantes”, sin que podamos decir cuál de esos momentos es el culminante porque es la suma de todos lo que tensa la cadena.
Baste decir, para no hacer spoiler, que ya desde su libro de poemas Arquitecturas fugaces (2018), cuyo título alude a cada uno de esos momentos o eslabones que componen la utilería de nuestras vidas, Viviana había jugado con una cita de Juan José Saer: “la patria de todo escritor es la selva espesa de lo real”. Buscaba ahondarla y encontrarle otros sentidos hasta dar, o así me parece, de modo premonitorio con el que aquí esta novela muestra, literal y deslumbrante: “La selva de todo escritor es la real patria espesa”.