Asomarse al legado de Juan Sánchez Peláez (1922-2003) produce, como los edificios muy altos, una combinación de vértigo y nostalgia. No solo por la belleza enigmática de su obra, parteaguas en la tradición poética venezolana. También porque en los textos que componen el archivo del autor —custodiados durante dos décadas por su viuda, la recientemente fallecida Malena Coelho—, se intuye una cultura literaria cosmopolita, alejada de chauvinismos patrioteros, en la que Venezuela constituía un vértice periodístico y editorial para los creadores de la región. Un panorama radicalmente distinto al que la década reciente ha impuesto en el país.
La revisión de sus cartas, borradores y otros documentos personales, en ese sentido, confirma la importancia que el poeta le otorgaba al vínculo entre la cultura literaria local y las letras europeas, anglosajonas e hispanoamericanas, a las que conocía bien tras su periplo personal por Chile, Colombia, Francia, España y también Estados Unidos, donde fue uno de los primeros venezolanos escogidos para el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa. Dicha importancia se manifiesta, por ejemplo, en las crónicas y reseñas de libros, revistas, filmes, exposiciones y antologías que suministró a la Radio Nacional de Venezuela durante sus años en París y Nueva York, o en las publicaciones de autores extranjeros que propició en revistas locales y en la propia Monte Ávila Editores, de la que fue director literario entre 1973 y 1975.
A su labor crítica y de promoción editorial se suma, asimismo, su faceta de traductor literario. Seguidor de André Breton y cultor del surrealismo, Sánchez Peláez cultivó el francés, el inglés y en menor medida, el italiano, y llevó al español a poetas del calibre de Aimé Césaire, Paul Éluard, Benjamin Péret, Robert Desnos o Henry Michaux, aunque su gran logro en ese sentido fue su célebre traducción de Mark Strand, cuyos primeros versos aparecieron en el suplemento “Bajo palabra” del Diario de Caracas a comienzos de la década de 1990. La aparición de sus versiones de la poesía francófona es, hasta donde sabemos, un costado poco o nada difundido de su obra. Puede que ello se deba a que el conocido perfeccionismo del autor no les permitió trascender el estado de meros borradores.
En un contexto actual de emigración masiva y diáspora de las letras venezolanas, sin embargo, el estudio de estos materiales cobra un carácter de urgencia. Frente a la dramática precarización de las instituciones culturales y educativas del país, las labores independientes de preservación y difusión de nuestra historia cultural constituyen la principal, tal vez la única herramienta, para combatir el borrado impuesto desde el pensamiento único y la desidia administrativa. Frente al narcisismo nacionalista que impera desde hace dos décadas en el país, la figura de Juan Sánchez Peláez, ya sea como poeta, reseñista, delegado cultural o traductor, permite revisitar lo que, quizá con cierto optimismo, entendía José Ignacio Cabrujas como la “universalidad” venezolana: una suerte de provincianismo cosmopolita, propio de una nación temprana y alegremente globalizada. Puede que el mismo espíritu nos resulte oportuno a quienes día a día pensamos el país más allá de sus fronteras.
Buenos Aires, 2025