“Toda la inmortalidad
que puedes desear está presente
aquí y ahora, no hay más
que estos fugaces pedazos de eternidad”
Gonzalo Millán
I. La escalera íntima
“Me parece que lo mejor de todo es que, lo que pienso y siento, al menos lo puedo escribir, de lo contrario, me asfixiaría completamente”. Esta línea la pasé por alto cuando tenía trece años y el Diario de Ana Frank era una lectura obligatoria, pero no me dejó indiferente cuando me encontró encerrado en plena pandemia luego de la tercera dosis de la vacuna y con los militares custodiando el “orden público” en el Cerro Yungay de Valparaíso. Releí este diario en una habitación con una sola ventana pequeña (sin un gomero como ella tenía) y descubrí otro libro que en realidad se llamaba La casa de atrás; título original que Anne (su verdadero nombre) Frank dio a sus diarios cuando supo por una radio inglesa que había una convocatoria para publicar textos testimoniales sobre la guerra. La casa de atrás (Het Achterhuis) fue publicada por su padre, Otto Frank, el único de los ocho sobrevivientes, en Amsterdam el año 1947.
La idea de una escritura de atrás, escondida y recóndita, me animó —más vale tarde que nunca— a comenzar mi primer diario de vida; tomé un cuaderno negro y hundí el lápiz de pasta para escribir: “Vital fractura”. Empecé a releer los pocos diarios íntimos que tenía en mi biblioteca: Diario de mi residencia en Chile de María Graham, Diarios íntimos de Teresa Wilms Montt y el Diario íntimo de Luis Oyarzún, en una edición que me tocó dirigir el 2017. En ese momento no me detuve en una frase que subrayé luego, el 2020: “Podría escribir como un anticuario, como un alquimista separado de la vida, en un cuarto oscuro alumbrado por una lámpara de gas que se limitara a dar un círculo de luz alrededor de mi cuaderno”.
Ahora descubro que mi obsesión por los diarios comenzó con Oyarzún, quien antes de filósofo y ensayista fue un poeta: “No puedo tener dios / sin hacerlo morir / no puedo estar en mí / sin hacerme morir”. Había leído la primera edición de 1995 desde el sitio Memoria Chilena, pero me sorprendió que sólo tuviera una edición y decidimos publicarla en la Editorial UV, donde era el editor general. Rápidamente contacté a Leonidas Morales y con ese encuentro se abrieron varias compuertas que daban a muchas “habitaciones de atrás” (así fue traducido el diario de Anne Frank por primera vez al español). Morales fue un pionero en el estudio de los diarios íntimos en Latinoamérica; parte de sus investigaciones quedaron consignadas en sus ensayos que tituló El diario íntimo en Chile. Gracias a ese libro empezó a llegar —casi todos los días— un nuevo diario de vida a mi cuchitril estatal. Uno de ellos fue Páginas de un diario (1954) de Lily Íñiguez (1902-1926), el que comienza con una nota de la autora: “Mi diario es muy sincero y por lo tanto demasiado íntimo. Algún día, tal vez, podrá hacerse una selección: Páginas de un diario. Pero más tarde, mucho más tarde, en todo caso después de mi muerte”. Joaquín Edwards Bello —en el prólogo a este diario— compara a Lily Íñiguez con la pintora y diarista Marie Bashkirtseff (1858-1884); ambas murieron a los 24 años. Me apunté ese nombre y llamé a Pedro Lastra; él la conocía perfectamente y me describió —como siempre lo hace— con lujo de detalles la edición que recordaba (Colección Austral, 1962, tapas cafés) y me insistió en que la había leído con mucho interés, pero que no había escuchado su nombre en décadas. La historia de Bashkirtseff es impresionante, pintó y escribió todos los días de su vida. Sus diarios completos —que no están traducidos al español— son dieciséis volúmenes de más de trescientas páginas cada uno. Ella tenía conciencia del olvido que vendría:
Este pobre diario que contiene todas estas aspiraciones hacia la luz, todos estos impulsos habrán de considerarse como arranques de un genio aprisionado si el final fuese coronado por el éxito, ¡pero serán vistos como delirios vanidosos de una criatura banal si termino enmoheciéndome eternamente! (…) Pero ¿qué es lo que yo quiero? Vosotros lo sabéis bien. ¡Yo quiero la gloria! No es este diario el que me la otorgará. Este diario no será publicado más que después de mi muerte, porque yo estoy aquí demasiado desnuda para mostrarme en vida. Por otra parte, no será más que el complemento de una vida ilustre. (3 de julio de 1876)
Marie Bashkirtseff se enfermó gravemente de tuberculosis y escribió: “La rabia de verse morir”. Su última entrada también es conmovedora: “Desde hace dos días mi cama está en el salón; pero como es muy grande y está dividido con biombos, cojines y el piano, no se ve. Me es demasiado difícil subir la escalera”. Se deberían juntar todas las frases finales de los diarios de vida y tendríamos la mejor barca para cruzar el río: “TAKEN for a RIDE” (última frase de Luis Oyarzún).
Todas las escaleras íntimas se tocan. Llegué a tener en pocos meses una repisa de madera llena de diarios sobre mi cabeza. En los momentos de lagunas mentales y mientras teletrabajaba, me ponía las manos en la cabeza para intentar estirarme y miraba hacia arriba, recorría con los ojos irritados por las diez horas de pantalla todos los lomos de los libros comprados a imagen y semejanza de mi ansiedad. Oculté los que me defraudaron para ni siquiera verles el canto: El oficio de vivir de Cesare Pavese, misógino y sobrevalorado (aunque me maten los carcamales del siglo pasado); también oculté el aburrido diario de Thomas Mann con todas sus minucias y rigurosos hábitos. El más visible —en todos los sentidos— y que dejé más a mano fue el diario de Alejandra Pizarnik, en la última edición aumentada con tapas duras y sobrecubierta, de más de mil páginas. Leerla a ella fue el mejor fármaco para todas las tormentas internas de los días-Covid: “Me compré un espejo muy grande. Me contemplé y descubrí que el rostro que yo debería tener está detrás —aprisionado— del que tengo”. Los estados de ánimo, conocidos y los por descubrir, están en los diarios de Pizarnik. Copié sus entradas en las mías, sólo cambiando la fecha; sus dificultades también me identificaban: “El problema es este: no debiera pasar un día sin escribir a lo menos dos horas. Sin leer otras tantas. El mío es un problema de ritmo, de organización”. El entusiasmo por sus diarios fue tan grande que hice mi primer taller de escritura dedicado a los diarios de vida. Después de esa experiencia me hice asiduo a las casas de atrás, a escuchar los rostros aprisionados, a descorrer los tupidos velos (como lo hizo Pilar Donoso) familiares y a descubrir la legión de voces que llevamos dentro. Escribir y compartir sobre la vida es salir a flote y experimentar en primera persona que hay que morderse la cola para encontrar el antídoto. El entusiasmo por los diarios de vida llegó a tal punto que hicimos —gracias a Constanza Castillo— una convocatoria nacional para que los adultos mayores escribieran y enviaran sus entradas. Casi cuatrocientas personas participaron y el resultado fue un diario de pandemia colectivo, único en su especie y que hace revivir el dolor, la incertidumbre y también la transformación.
Fue la enfermedad de otros, y no la mía, la que me hizo buscar diarios escritos por enfermos. Recibí el encargo de hacer un curso sobre enfermedad y literatura; esa fue la excusa para volver a leer Veneno de escorpión azul de Gonzalo Millán, publicado un año después de su muerte, en 2007. El título lo leí como un verso y recordé un libro que vi en las solapas de su antología Trece lunas: Dragón que se muerde la cola (1982) y que está conectada con los versos del poema “Virus”: “Muérdete la cola donde está el antídoto / como el ouróboros.” Leyendo las páginas del diario, supe que se refería a un remedio cubano que descubrió gracias a la escritora Pía Barros: “La Pía comparte conmigo su elixir cubano que la está curando del cáncer. Empiezo a tomarlo ayer”. La poeta Damaris Calderón me contó hace poco la historia sobre los orígenes de este antídoto; ella hablaba de “alacrán” y no de escorpión. Las razones del cambio pueden ser astrológicas y sonoras, no sería lo mismo que el diario se llamara “Veneno de alacrán azul”. La nueva edición del diario la publicamos en mayo de este año, mismo mes en el que inicia la “bitácora terminal” de Millán. A partir de ahí, estuve releyendo sus entradas como dosis diarias, a modo de oráculo, sabiendo que después de cada página la muerte estaba más cerca. Las coincidencias poéticas —casi veinte años después— son para despertar al presente, como esta, del 16 de julio, que después de 19 años volvió a ocurrir en Santiago: “El primer aromo florido entre dos temporales, / isla de la primavera anticipada, en la mitad / de la avenida torrentosa”.
II. “El amanuense de mis incoherencias me mira esperando la siguiente parrafada”
Una caja negra que sobrevive: adentro hay cuatro cuadernos; tres de ellos iguales, rojos y antiguos de marca El Lucero; el cuarto es amarillo y en la portada está Mickey Mouse mirando al Pato Donald que entra por un agujero. Gonzalo Millán lo bautizó como “La torre Disney”, su último cuaderno, inconcluso, en el que no alcanzó a escribir “cumplí sesenta años”, pero al menos pudo ver la primavera que añoraba. En cada uno hay páginas atiborradas de palabras inclinadas y casi sin distancia; la prosa y el verso son una sola grafía, y las fechas y lugares destacan como un reloj de arena en el velador. Las hojas son cuadriculadas de cinco milímetros y a la izquierda las atraviesa una línea roja que es margen y alerta. Al abrir los cuadernos, lo primero que aparece no es la escritura, sino el olor y el humo de un amanuense que aún vive y tose entre pliego y pliego. Cada día aparecen algunas máculas, como una mancha de vino o un borrón. Hay también algunos dibujos: un hombre invertido, una galleta de marihuana, un cocodrilo que amenaza con devorar un párrafo, cruces azules que van al margen y hasta números de teléfono y listas de libros.
Tocar y sostener esos cuatro cuadernos en las manos fue el punto de inicio para hacer una nueva edición del Veneno de escorpión azul, la que está dispuesta como cuatro estaciones y con todos los versos que el poeta escribió.
Los diarios no se habrían publicado si no fuera por la poeta y académica Mané Zaldívar, quien hizo un pacto de honor con Millán para editar el Veneno de escorpión azul. Ella transcribió —con el duelo a cuestas por la pérdida de su pareja— con un rigor desgarrado. Cuando se le pidió un epílogo para la nueva edición, prefirió que fueran los poemas que escribió en pleno duelo los que dieran testimonio del proceso. El último se titula “Certeza”:
Desde antes de conocernos
y sin decirlo durante años,
tú y yo siempre supimos
que esta batalla sería
cuerpo a cuerpo
verso a verso
y a muerte.
III. “Hazle preguntas a ese enjambre de células descarriadas que se alojan en tus pulmones”
La escritura de Gonzalo Millán es terminal, está condenada, tiene sentencia de muerte, pero, por otro lado, también es lugar de salida y de llegada; punto de fuga. “La licencia terminal me permite casi todo con cierta impunidad”, escribirá en su diario. Gonzalo Millán fue diagnosticado de cáncer al pulmón en mayo del 2006 y comenzó su “Diario de vida y muerte”: “La noticia del cáncer lo cambia todo, antes y después de mayo 06”. Escribió todos los días a partir de ese momento; construyó su bomba de tiempo con una perseverancia inaudita. Todos sus estados de ánimo están consignados en esos cuadernos, y, como lectores, consumimos sus dosis sin conocer las contraindicaciones. “La palabra para mí es un pharmakón”, dijo en una entrevista.
Cuando los diarios son editados, es decir, cuando los cuadernos y libretas son convertidos en un libro, ocurren varios sacrificios: la desaparición del soporte original, la supresión de los dibujos y la ausencia de la letra manuscrita. Además, cuando un diario es muy extenso, la primera víctima —si es que la hay— son los poemas que se suprimen y expurgan; esto quedará con suerte consignado en una pálida nota al pie, o en la mayoría de los casos no lo podremos saber, a menos que tengamos los manuscritos en las manos. El poema dentro de los diarios íntimos suele incomodar o interrumpir a los editores, al igual que la grafía ilegible y los borrones que no son dignos de ser reproducidos facsimilarmente, por ensuciar el sobrio prestigio de la línea editorial transnacional. En el caso de Veneno de escorpión azul, los poemas son la intimidad transfigurada o cifrada en ondas que pueden ser cotidianas y otras veces lisérgicas. Permiten una digresión.
Poco se ha dicho sobre el hecho de que casi todo el diario de Millán está escrito bajo la influencia de las galletas de marihuana (cocinadas por Pino, hijo de Mané, “M” dentro del diario); incluso se indica la hora de la ingesta y luego los resultados, que suelen ser versos inesperados: “Los queltehues tijeretean el silencio”. La procrastinación, la incoherencia, lo inconcluso, la escritura que se va por las ramas —al igual que estas notas escritas aquí con un partido entre los Lakers y los Spurs de fondo y con la luna llena del castor en el cielo—: todo cabe en la escritura íntima y éxtima, algo que Millán demuestra a punta de “botones de interruptores”. Me atrevo a decir que este Veneno de escorpión azul es el diario con la imaginación más alucinada que haya leído; las imágenes se van mezclando y apilando hasta el delirio (palabra que María Zambrano usaba, igual que Bashkirtseff, para referirse a sus propios poemas, al margen de la obra “oficial”). Tres muestras del botón:
Un viejo desdentado
y con el bigote blanco.
Soy yo convexo en una paila de cobre.
(…)
Me he mudado a vivir
en la antesala de la tumba.
Me he quedado para adentro
otra vez viajo en el camarote de una nave
un ferry, un bergantín de cristal.
Un barco griego con sus velas forradas
con billetes, de dólar, de dolor.
(…)
Un temporal en el acuario del pecho,
algas y efigies sinuosas en ascenso
y descanso, piños de burbujas impenetrables.
La poesía de Millán en los cuadernos excede los límites que puede imponer un poemario, donde generalmente se busca la coherencia, la precisión, un hilo en común, la mantención de un tono, de una voz singular y precisa, la concordancia entre el sonido y el sentido y todos esos lugares comunes que aparecen en las reseñas mercuriales. Millán —en palabras de Mané Zaldívar— se suelta las trenzas en estos cuadernos; ya no teme a la incomprensión ni al error, le declara la guerra a los periodistas y pierde el miedo al ridículo. En sus entradas diarias, los borrones, los sonidos de la aspiradora, la anciana que barre en la calle; todo es oxígeno en el tintero para él. Las contradicciones son una veta profunda en el diario, la tensión entre la enfermedad y los hábitos: “No durarás mucho con esas botas puestas y con tus malas costumbres”. Encarar a la enfermedad, escribirle, acariciarla, negociar su expulsión o tregua:
Certero y contundente el golpe, tal vez mortal, peligroso y doloroso en todo caso. Habla con tu cáncer. (…). Escríbele una carta al Cangrejo y pregúntale al cabrón por qué eligió tu pulmón como si fueran un par de rocas. El cáncer que no veo y siento no me produce aversión, es una abstracción (informe) abominable. Es una lepra profunda, secreta y escarlata.
IV. “Hacia una objetividad”
Para situar a Gonzalo Millán habría que ir de atrás para adelante, al igual que él lo hace en su famoso poema “48” de La ciudad: “Los torturados cierran sus bocas. / Los campos de concentración se vacían. / Aparecen los desaparecidos / Los muertos salen de sus tumbas. / Los aviones vuelan hacia atrás”. Habría que empezar a leer su obra desde Veneno de escorpión azul. El penúltimo libro: Autorretrato de memoria (2006) —parte de una trilogía que él llamaba “Croquis”, que comenzó con Claroscuro y que se cerró póstumamente con Gabinete de papel— condensa en el título su vocación de escritor-pintor, que usa las imágenes como colores primarios para su escritura. A propósito de Autorretrato de memoria, Millán cuenta en una entrevista que su madre —que venía del campo— ocupaba el verbo “recordar” como sinónimo de “despertar”, “y la señora ya recordó esta mañana”.
En 1983, Millán escribió —en una antología del y desde el exilio, titulada Entre la lluvia y el arcoíris: algunos poetas jóvenes de Chile— una poética que tituló “Hacia una objetividad”. En ese texto, clave para entender su visión, señala: “En mi poesía ha existido siempre una relación recíproca entre imaginación y realidad externa”. Leer todos sus poemarios y situar el Veneno de escorpión azul como la culminación de su trayecto poético, permite rastrear los orígenes de su interés por lo autobiográfico, las obsesiones por su cuerpo repartido, la tensión entre eros y tánatos, y el mundo doméstico. Especialmente en su libro Virus, aparecen versos que podrían haber sido escritos en los meses finales de vida, pero que datan de 1980, cuando el poeta cumplió 35 años (“Millán / a mediados de su mediana vida”) y que termina con un colofón firmado como Zonaglo (anagrama de su propio nombre que pervive con su archivo visual). Dos poemas:
ENTROPÍA
Nosotras, las locas células del cáncer,
las que fuimos extirpadas del cuerpo
dejándolo en las manos de matasanos
que hoy lo tienen más canceroso que antes,
hemos vuelto a tomar control del caos.
EL PAPEL
Hotel de la pluma;
hospital de la tinta.
La partida y el acta:
el pañal y el sudario.
El ejemplar que tengo de Virus, tiene una dedicatoria del propio Millán con un dibujo que miré muchas veces durante la pandemia y que vale la pena “viralizar”:

V. “El ejercicio de las cicatrices” o “La autobiografía es una reinvención de nuestras identidades”
La escritura para Millán era alquimia y autoconocimiento, así lo dejó indicado en el título de un texto prácticamente desconocido de 1999, y que conocí gracias a Mané Zaldívar. El propio poeta cuenta sus inicios y entrega algunas claves de la escritura autobiográfica:
Realicé mi primer taller autobiográfico en 1992, en Charleston, Carolina del Sur, con estudiantes de postgrado del College of Charleston. La experiencia fue una gran sorpresa por su diferencia y novedad respecto a los otros talleres que había realizado hasta entonces.
El año 1993 regresé a Rotterdam, Holanda, donde residía por entonces y me dediqué a leer obras autobiográficas y a estudiar e informarme de la teoría sobre este género literario tan especial. A continuación citaré algunas reflexiones que me han servido como puntos de referencia para esta labor:
– La realidad es muy superior a la imaginación. Todos somos en potencia misteriosos y apasionantes personajes. Nuestras vidas no son historias lógicas.
– Las verdades íntimas e individuales no coinciden con las verdades oficiales y establecidas. Sabemos muy poco sobre nosotros mismos. (…)
Escribir para autoconocerse es también una labor poética que invoca revelaciones, videncias y delirios. Gonzalo Millán en sus cuatro cuadernos finales nos dejó un caleidoscopio para mirar el desplazamiento de los dragones y escorpiones que brincan entre nuestros órganos a la espera de que el duende se jubile.
Millán hacía un ejercicio en sus talleres —inspirado en un texto de Severo Sarduy— de escribir sobre las cicatrices. Su búsqueda personal y colectiva era juntar los retazos vividos para lograr de forma inconclusa hacer una “arqueología de la piel”.
Veneno de escorpión azul, próximo a cumplir veinte años, es la caja negra que, en un futuro aún más distópico que este, los delfines encontrarán tras nuestra extinción. En ella descubrirán que la poesía era una “Preparación para el viaje” (uno de los títulos que Millán escribió a mano y que podría haber sido el nombre de su libro póstumo).
Foto: Alexander Mils, Unsplash.
