—¡Susana!
Sentada en el escalón de la puerta (¿ella?), Susana mira la calle. Con sus ojos (¡ella!) recorre fachadas de edificios, andenes solos, autos que transitan de vez en cuando (¡descarada!). Luego sonríe para sí, levanta la cara y los hombros desnudos, cierra los ojos y se entrega (qué rico) al disfrute del sol. La mañana de domingo es luminosa, sorprendente para esta Bogotá apabullada por dos meses continuos de nubarrones y aguaceros. Los deportistas de la cuadra fueron los primeros en notar el súbito verano y ya salieron rumbo a la ciclovía. En bicicletas, en patines, a pie, desfilaron solos o en grupos pequeños, provistos de tenis y sudaderas y cascos y cantimploras. Fueron los primeros, pero no los únicos. Un grupo de adolescentes (quiubo, men) empieza a reunirse en la esquina, en actitud despreocupada. Discuten las opciones (salgamos, juguemos un picado, salgamos, vamos a la tienda, salgamos, hay sol, salgamos). Y de nuevo discuten las opciones (salgamos): o seguir la ruta de los deportistas, en jauría de bicicletas, o arriesgarse a explorar a pie las montañas que acechan la ciudad. La segunda opción gana por mayoría (montañas, sol, aventura). Cinco de ellos (ya volvemos) corren a sus apartamentos y regresan con cantimploras y morrales pequeños, donde se abultan naranjas, leche condensada, bocadillo de guayaba, paquetes chatarra. Los demás revisan vestimentas: tenis resistentes, ropa cómoda, cachuchas para burlar al sol, chaqueta impermeable (nunca se sabe). Sus risas llenan la cuadra (nos vamos). Pasa un largo rato antes de que todos se consideren listos y, por fin, suena la voz de mando (nos vamos).
Los pasos iniciales de la improvisada excursión, valientes, optimistas, vacilan cincuenta metros adelante, tropiezan, se empujan unos a otros, se detienen. La aventura se desdibuja de repente al descubrir en esa puerta a Susana. No alcanzaban a verla desde la esquina (tan bella). Sólo ahora, al pasarle cerca (tan pulposa). Saben lo que ocurre en ese edificio de cuatro pisos (¡guau!). En alguna época debió tener apartamentos, pero hoy se encuentra (eso dicen) intercomunicado por puertas y escaleras y pasillos secretos y salones y habitaciones y saunas y bares (dicen), cuatro pisos con un solo propósito (el pecado, mija). Por eso la miran (¡una de ellas!), comentan en voz baja (tan pálida), se tapan la risa (tan lanzada), se estremecen (tan bella), y ninguno se atreve todavía a dar el primer paso para dejarla atrás y retomar el objetivo inicial de las montañas. Los ojos de los muchachos empiezan a mirar a Susana desde abajo, desde los pies (tenis blancos, de niña), suben por sus piernas cubiertas por un pantalón rosado de sudadera (tan largas), descubren la blusa azul cielo con los hombros destapados (esa piel), donde ni siquiera la posición discreta, un tanto encorvada hacia delante, logra disimular el tamaño y la pujanza de los senos (¡guau!). Allí se detienen, entre los hombros, que dan una idea del color de piel, y los senos (¿se los viste?). Sólo algunos llegarán más arriba, al cabello oscuro, recogido por detrás en una moña, a la cara blanca y los ojos cerrados (tan bella). Los ojos cerrados de cara al sol (lo que yo quiero son sus rayos).
—¡Susana!
A Susana, piel desgastada, sin maquillaje, expresión de disfrute total (qué rico), las miradas le resbalan. Desde que decidió sentarse a la entrada del edificio, veinte minutos atrás, se sabe observada y no le importa. Los conductores de dos o tres automóviles, surgidos de garajes vecinos, la miraron con intensidad (al fin se dejan ver), por encima de las caras de esposas o hijos (¿quién es?). Igual algunas mujeres rumbo a Carulla (ahora sí nos fregamos). Igual los niños (¡vive gente allí, mami!). Igual los deportistas (mamita). Le (me) resbalan. Desdeñosa (lo que yo quiero es el sol).
—¿Dónde está Susana?
El edificio de cuatro pisos no se distingue de los demás en su aspecto exterior (si supieran). Salvo por un detalle sólo perceptible para los vecinos: las oscuras cortinas cerradas día y noche. Corren rumores y quejas desde hace tiempos (que se vayan). Este tipo de establecimientos no debería funcionar en barrios decentes (tenemos niños). Recolección de firmas. Protestas del comité de vecinos (que se vayan). Panfletos en las paredes. Peticiones firmadas en manos de concejales, del alcalde local, del alcalde mayor, de autoridades nacionales. Un par de notas en los periódicos (sin fotos, por favor). Nada ha valido: los autos lujosos, de vidrios oscuros, que entran al garaje, o que a veces se detienen enfrente unos segundos mientras desciende su ocupante (descarados también), proveen suficiente protección. Corren rumores sobre la calidad y la investidura de los clientes (así cómo). Nadie en la cuadra tiene tanto poder. Por eso, con el tiempo, ha imperado la costumbre. Y un acuerdo tácito, en beneficio de las partes: negar toda evidencia. Por eso las cortinas. Por eso las paredes y vidrios contra el ruido. Por eso el silencio lúgubre. Por eso la discreción para entrar o salir, tanto de clientes como de muchachas (si supieran). Por eso pocos notan sus apariciones, cubiertas por gafas y abrigos oscuros, siempre un taxi junto a la puerta, nunca un recorrido a pie por esta calle. Por eso el horror (nos fregamos), el escándalo pintado en tantos ojos, ante el atrevimiento de Susana (lo que yo quiero es el sol).
—¡Susana!
La luz artificial, el maquillaje, el humo del cigarrillo, las sonrisas fingidas, la saliva, el semen, el sudor, las cremas, las caricias sin amor, las uñas, los mordiscos, las palmadas, el cansancio, el licor, las sábanas, los espacios opresivos resecan la piel, la cubren de pliegues mínimos, impensables para sus veinte años (lo que yo quiero es el sol). Demasiado tiempo en ambientes cerrados. Demasiados alientos. Demasiados ojos. Demasiados dedos. Demasiados labios. Demasiados gemidos falsos.
—¿Dónde se metió Susana?
A esta hora de la mañana, la luz del sol llega plena hasta la puerta del edificio. Susana la siente (mujer), la disfruta (qué rico). No le importan las miradas de los muchachos (¿la viste?) que no lograron avanzar en su excursión y formaron un pequeño tumulto en diagonal a ella, ni tan cerca para evidenciar su interés ni tan lejos para no perder detalle (es linda). Levanta más la cara, con los ojos cerrados, y la ofrece al sol (¿puedes creerlo?). Cada movimiento suyo (¡nos fregamos!), por mínimo que sea, suscita un suspiro, una sonrisa, un coro de rumores (tan bella) entre los muchachos, y nuevas señales de rabia entre los demás vecinos de la cuadra (¡descarada!). Susana siente el calor en la piel (cuánto tiempo sin sus rayos). Quisiera exponer más, ofrecer el pecho, el ombligo, las caderas, las nalgas, las piernas, las rodillas, los pies, toda esa piel blanquecina, desgastada, transparente. Sabe que no puede hacerlo. No debe. No se atreve. Al menos la cara y el cuello, al menos las ojeras y los hombros y los brazos y las manos. No logra evitar una sonrisa (ahora sí nos fregamos, mija).
—¡Susana!
La voz gruesa de mujer resuena desde adentro del edificio y alcanza por fin a Susana (¡me llaman!). Susana da un brinco (¡no!), abre los ojos (¡no te vayas!), congela la sonrisa (qué pesar). Balbucea una disculpa, que se diluye bajo una ráfaga de palabras de la otra mujer desde adentro (menos mal, mija). De mala gana, se levanta (¡no!). Lo hace despacio, a propósito. Procura alargar los segundos de sol sobre su cuerpo (al menos lo sentí en la piel). Antes de entrar lanza una mirada a la calle. Sonríe a los muchachos (¡nos vio!). Una sonrisa de quince años (tan bella). Se da vuelta, como una reina de belleza (nos fregamos de verdad, mijita). La cuadra entera la mira, expectante (¡se nos va!). Las miradas tal vez no le resbalan (¿ahora qué hacemos?). Lamenta el sol, ese sol limpio y mañanero (la delicia de sus rayos). Es lo único que quiere extrañar (¡por fin! Qué pesar. ¡Descarada! Se nos fue. ¿Quién era, mami? Tanto tiempo sin sol. Una aparición, viejo men. Bellísima. Buenísima. ¿Le viste los ojos? Una perdida. La perdimos. ¿Y ahora qué hacemos? Adiós). Es lo único que quiere extrañar, cuando cierre la puerta y deje respirar al barrio.