Because I couldn’t find a food which I enjoyed.
“A Hunger Artist”, Franz Kafka
Con un pie sobre el banquillo y la pierna entreabierta parece una mujer adicta al sexo. Una actriz porno que observa, evalúa la reacción de su público. Eso es lo que ella quiere y no quiere, ser vista como un folleto de excitación. Desechable. Ella está aquí para alzar la voz sin abrir la boca. Quiere que la vean como un cuerpo y como algo más allá de un cuerpo. Está desnuda. Aunque eso no importa. Podría estar envuelta en un vendaje blindado y se sentiría igual. Muriendo poco a poco. Los equipos filman, las cámaras disparan su flash. En este sitio ella prefiere ser la chica sin nombre, y el colectivo de artistas mujeres ha aprobado que venga cuando pueda, cuando tenga tiempo; saben que trabaja mucho, que ha sufrido.
Levanta un poco la barbilla. Ha venido gente pero menos que años atrás; las cosas han cambiado. ¿Vale la pena hacer esto? La música de fondo es un dueto de tablas indostanas, ella la escogió; tranquiliza su espíritu. Un poco. Abre más su pierna, quiere que las cámaras lo capten todo: sus labios atravesados por agujas; su vagina transformada en un receptáculo con púas; los tatuajes de las mujeres desaparecidas en el interior de sus muslos; el pubis rasurado y marcado por cicatrices en forma de cinco equis.
En la duela y bajo sus pies yace una foto del secretario de gobernación. En algún momento le sugirieron que su performance podría incluir una secuencia con ella en cuclillas defecando sobre su cara pero la desechó; su obra va más allá de la obviedad.
El ritmo de la percusión se acelera y ella apenas se mueve. En la audiencia se asoman los infiltrados del gobierno, los doble cara. La estudian. Con todo y las púas la penetran en sus mentes. El volumen de la música aumenta y ella sabe que el público aguarda algo, algún cambio en el performance. Ella no se mueve.
***
En su interior nacen y mueren centenas de millones de mundos. Cada instante. En su departamento la chica sin nombre se acerca la copa de vino a los labios y bebe despacio, percibe el amargor en el fondo de la lengua, el fuego de placer en el esófago. Y entonces se escucha una música lejana, como si fuera una banda de cantantes diminutos. Echa hacia atrás la cabeza y exhala:
―Ahhhh.
En la cama de al lado duerme su hijo de cinco años, Ismael. Su pingüino. En las mañanas ella se vuelve una orca y le come los pies, la barriga, la risa de Ismael es una hemorragia de gozo. Sin esas mordidas, sin esos momentos de luz, ella no podría vivir. El pingüino sufre de parálisis cerebral. Sus brazos, sus piernitas, todo se pone muy rígido; le dan espasmos, sobre todo en las noches. Ella ha hecho lo imposible por llevarlo a médicos, por escribirle a especialistas en España, en Estados Unidos, pellizca los ahorros aquí y allá para comprar esas medicinas que le pide a su primo en el Otro Lado.
Bajo la tenue luz de su lámpara de noche ve el rostro de su hijo. ¿A quién se parece? “Pues a ti, ¿a quién más?”, es lo que le dicen sus vecinas, su mamá, sus primas. Y aun así, ella sigue preguntando. Lo mira. Su boca está entreabierta, uno de sus dedos casi rozando los labios. Respira la paz de los ángeles. Al menos esta noche. Cuando el niño tiene ataques en la madrugada y la chica sin nombre se estrella en los muros porque su cerebro ya no funciona, piensa en Abraham y lo maldice, le pide perdón. ¿Por qué te fuiste tan pronto? Desde antes de que naciera el niño lo habían acordado, era algo importante para ella, fundamental para estar juntos: una relación abierta. “Es la única forma en que puedo estar contigo”, le había advertido. “La única forma en que puedo estar en pareja”. Y en su praxis de compositor taciturno, Abraham lo había aceptado. “Si prometes estar conmigo en los momentos importantes y cuando estoy con ganitas, no tengo bronca”. Solo que ninguno anticipó que un virus declarado pandemia la infectaría una noche de febrero en un encuentro fugaz e inmemorable. Ni mereció la pena avisarle a Abraham. Sin síntomas, sin evidencia, hasta el día en que Abraham no se pudo levantar de la cama.
El cerebro es algo muy complejo, señora. Eso es lo que le han dicho los médicos. Hay que hacer exámenes, seguir monitoreando. Al menos el medicamento ha bajado un poco la frecuencia de los ataques, ¿cierto? En el consultorio ella los observa, apenas asiente con la cabeza. Quiere contarles lo que ella tiene que hacer para pagar esa hora de consulta: ser recepcionista en una torre de oficinas, meserear por la noche en un casino, lavar trastes en el puesto de barbacoa los domingos. Quiere decirles lo que tiene que hacer cada vez que la nazarena le llama al celular.
En la cama mueve el torso y queda de espaldas. De sus audífonos brota la música, es un líquido. Se escurre por su cuello y entra por la piel. El volumen sube y se expande por su cráneo, su pecho, es como el latido de un corazón gemelo. Siente un escalofrío y jala la colcha, se cubre. Baja el brazo y con suavidad coloca dos dedos sobre el frente de sus bragas. La zona está sensible, incluso a través del algodón se siente el calor. ¿Tendrá una infección? Las artistas le advirtieron de los riesgos; las agujas, las púas, todo tenía que ser esterilizado, y así lo había hecho. Bebe un poco más de vino. Ya se le pasará; su cuerpo se hará cargo.
Observa la pantalla de su teléfono y ahí está el mensaje otra vez. Se multiplica y crece, como garfios que desgarran la piel.
#SiMeMatan.
El vino desciende despacio por su esófago. Sabe que pronto habrá otra manifestación; sabe que la llamada de la nazarena llegará al amanecer, quizá antes. ¿Cuánto tiempo más podrá seguir haciendo lo que ella le pide? El arreglo con la nazarena empezó cuando en una de las marchas feministas conoció a una chica argentina que vivía en México hacía mucho tiempo y que le contó de los treinta y siete días que su compañera de cuarto llevaba desaparecida, la frustración que debía tragarse cada vez que iba a la policía. La chica sin nombre la escuchó, preguntó cómo podía ayudar. Al final de la marcha hablaron de la sordera cínica del gobierno, de la indiferencia de tantos mexicanos y mexicanas. También hablaron de la chica sin nombre. Sus dificultades, sus cansancios. “Conozco gente rebuena que siempre está dispuesta a ayudar a gente como vos”, dijo la argentina. “Le voy a pedir que te llame”. Nunca había visto a la nazarena en fotografía, mucho menos en persona. Solo conocía su voz por las llamadas. Y quizá así era más fácil, aceptar ese cheque para comprar las medicinas y consultas cada mes. Qué más daba romper unas vitrinas, pintar paredes y monumentos. Con su máscara ella podía ser y no ser la chica sin nombre. Pasó el tiempo y no le importó que en algunos periódicos las llamaran criminales, destructoras de la patria, feminazis.
La nazarena nunca daba razones, solo dictaba planes de ejecución, objetivos humanos a lesionar, fachadas a destruir, pero el día que le pidió arrojar una bomba molotov a un grupo de reporteros le quedó claro lo que se buscaba: desacreditar al movimiento.
Busca la botella en la mesa de noche y se vacía el resto del vino. ¿Por qué aceptaba hacerlo? En la última sesión con el colectivo el tema había explotado.
—¿Vieron la furia? —dijo la compañera A.
—Un hombre se quiso unir a la marcha y por nada lo linchan. Cómo me hubiera gustado.
—Oye pues que no se pase, que no se meta donde no le corresponde.
—Yo creo que no está justificado hacer eso.
—Esa es tu opinión.
La chica sin nombre observaba sin hablar.
—Y luego llegaron las enmascaradas con sus tubos y sus palos —continuó la compañera A—
Llevaban botes de pintura y martillos. Llevaban bombas.
—Son compradas por el gobierno.
—Eso ya se sabe.
La compañera A negó con la cabeza. La chica sin nombre balbuceó:
—¿Qué tipo de mujer se vende al gobierno?
Todas la voltearon a ver.
—Desgraciadas —dijo—. Habría que lincharlas.
Recostada en la cama se bebe lo último del vino. El calor entre sus piernas se irradia hacia sus muslos, su pubis; la frecuencia entre cada escalofrío aumenta. Recarga la cabeza contra la pared y cierra los ojos.
Se despierta al amanecer. En la cocina bebe de la taza que era de Abraham. Lo compartían todo o más bien ella compartía todo lo de él. A veces oye el tarareo, las musiquillas raras que él siempre traía en los labios y ella oía cada mañana cuando él iba a orinar y no cerraba la puerta. Un día hasta le compuso una canción. “Mi novia cuerda dulce aliento baila y ronca ella es mi dueña baila y ronca mi dulce novia ella de nadie nunca la quiero cambiar”. Se lleva la taza a la boca pero no bebe. La música sigue en su cabeza, puede oír otra vez el chorro estrellándose contra el retrete. Le arden las córneas. Se restriega los ojos con el revés de la mano.
***
Recorren la pared de su estómago, se anidan en los túneles del intestino. Ellas saben y no saben lo que hacen. Unas envuelven regalos para su huésped, otras fingen dormir, algunas otras taladran. Para bien o para mal, todas viven aquí. En este universo de todos los universos, unos días son menos peores que otros. ¿Y cómo la llevas, querida? Hoy mejor que mañana.
En el desayuno ha hablado con la nazarena. La joven secuestrada no aparece; la marcha de protesta se fragua con la velocidad de un silbido.
—El triple de lo acordado —dijo la voz—. Son tiempos difíciles, tiempos de mostrar que nos importa la gente como tú. Gente leal.
En la sala dentro del corral estaba sentado Ismael; su pierna derecha se movía, su brazo derecho se movía, su cabeza daba pequeños espasmos. Y aun así le estaba sonriendo.
—Contamos contigo —dijo la nazarena, y aguardó a que ella dijera algo. Así era siempre. Sus preguntas entonadas como afirmación.
Después de que colgó, se fue hacia la ventana. Ismael la llamaba pero ella no quería, no podía voltear. Se pasó el revés de la mano por los ojos, se secó la nariz. La nazarena ni siquiera había mencionado a la joven desaparecida. Ismael seguía llamando, y entonces ella no pudo más y fue por él, lo cargó y abrazó tan fuerte que él soltó un quejido.
***
En el consultorio traga saliva y descansa las manos sobre el regazo. Su doctora no está en México, se ha ido a un congreso en Miami. La atiende un hombre mayor de ojos claros, cabello tan delgado que es casi transparente. Le pide que se quite la falda y la ropa interior, que se recueste sobre la mesa de examinación. Todo eso lo ha dicho sin mirarla, abriendo un cajón y colocándose unos guantes. Con esa voz de orden que no se debe entender como orden.
De su falda a cuadros cuelga un hilo; no quiere jalarlo, es siempre mejor usar las tijeras. Su ropa yace en el piso, ni siquiera ha querido doblarla sobre la silla. Coloca las manos sobre la mesa de exploración pero duda un momento en montarse. ¿Qué pensará cuando vea los tatuajes?
Con la mirada en el techo respira profundo, se prepara para lo que viene. Oye que el sillín con ruedas se arrastra y entre sus piernas siente dos, tres dedos. La exploran. ¿Qué es lo que él ve más allá de sus tejidos, más allá de su intimidad? ¿Puede ver que ahí se concibió Ismael?
―Es una infección ―dice el médico, y como un resorte se levanta, se quita los guantes—. Puede vestirse.
Ella hace lo que se le indica, se sienta otra vez delante del escritorio. Junto a un vaso con plumas ve un modelo en plástico de una mujer cortada del pecho para abajo y mostrando las cavidades del vientre.
―Necesita antibiótico ―dice él―. Es urgente.
―¿Es necesario?
―Diez días. Ni se le ocurra dejar de tomarlo antes. Es por su bien.
―Quisiera entender.
―Diez días. Es la dosis.
―Hay bacterias buenas y bacterias malas. Eso lo sé, lo leí. No me gusta usar antibiótico a ciegas.
Silencio.
La chica sin nombre oye cómo la hoja se desprende con violencia del block de notas. La hoja ya está sola, lejos de las demás. Ahora es doblada por un par de manos diestras. Uno, dos pliegues. Luego otro más. Piensa en una carta, un mensaje final de una joven mujer a su madre. Lo que ya nunca podrá decir.
#SiMeMatan
La voz grave se queja.
―Olvidé una cosa ―dice―. Estas pastillas también. Solo por tres días.
Otra hoja se desprende con fuerza y con el movimiento del brazo, el modelo del cuerpo de mujer cae al suelo. El médico no se mueve, no reacciona. Por dentro la chica sin nombre siente que algo hace un ruido en su vientre, en su garganta, es un cachorro que gime al ser separado de su madre. Lo arrastran.
―Te limpiará todo ―agrega la voz―. Te sentirás como nueva.
Baja la mano y busca el hilo de su falda, lo empieza a jalar poco a poco.
No hay ni un pestañeo de duda en las palabras del médico. Solo autoridad. Certeza para regalar.
―Me dice su nombre completo por favor. Lo necesito.
Ella fija la mirada en un punto más allá de la cabeza del médico, en una foto del Ángel de la Independencia. Murmura algo, un leve quejido, casi un lamento dedicado a la nazarena.
La pregunta se repite pero ella no responde. Sigue jalando del hilo.