1.
Al principio los confundí con una bandada de pájaros, porque les decían Los Loica. Pero sus plumajes estaban manchados de mugre, con suerte podían volar. Se derretían al sol como ícaros sobre canchas de tierra. Después de eso, me di cuenta, eran aves carroñeras. Aunque su tendencia de accionar fuese colectiva, este modus operandi de clan era solo casualidad. Actuaban figurando el espanto porque así aprendieron. Metían miedo como les habían metido a ellos mismos. De maltratados a maltratadores. Los imaginaba intentando poblar las cenizas, con las voces de quienes muy chicos conocen la muerte y se hacen inmunes a su perpetuidad y descendencia. Lo de ellos era del mismo talento de quienes, se dice, tienen la sangre justa para tirar a matar.
De todos modos, en este lugar del mundo daba igual, todos veníamos de un lugar similar. Si alguien puede llegar a volar sin caer es con un prensado directo al cielo, esnifar una bolsa de pegamento en la bajada del papelillo y seguir con la botella de pisco. Cuando uno se inicia en el vuelo, nunca lo hace tan alto. Al menos, eso dicen aquellos que planean de mejor forma entre nubes e infierno. Esquivando balas en la acrobacia, surcando el cielo con su aleteo maestro. Cuando uno se inicia en el vuelo, se escucha una cumbia triste al costado del canal.
2.
Acá siempre es verano. El hedor de las alcantarillas brota desde todos los rincones y el sofocante calor del asfalto nos rebota en el cuerpo. Incendios en los cerros. Incendios en cada basural. Cada mañana, apenas superados los veinte grados, los grifos comienzan la transformación manantial de sus vertientes.
Nuestro mayor desafío es espantar mosqueríos que acompañan la asfixia estival. Este paisaje no es muy distinto a los paisajes del abandono. De nada sirve acá la descripción del montón de cartones que forma una casa; o el metal de las horas entre techo y muralla con el ripio eterno de lo que alguna vez pretendía ser una construcción. Tú dale un nombre marginado por el centro, un nombre habitual en la prensa roja, acá le llamamos El Desamparo.
3.
Había escuchado el nombre de la bandada varias veces en el rumor vecino de las calles. Un murmullo de gorjeos hacia la cordillera, una bonita forma de mencionar que vivían en el Campamento Lautaro. Pequeños cuerpos huesudos que miraban a transeúntes y extranjeros con la perseverancia perfecta de quien traza un plan. El truco de las aves carroñeras es arribar y esperar la muerte, cuando alguien antes hace el trabajo de la caza. Aquí, las cosas han cambiado, más que un plan es puro impulso. Cuando la furia arde en la sangre para poder sobrevivir, el aliento rabioso de su virus les habita, como una mancha de nacimiento dispuesta a ser linaje.
Digamos que esta es la parte en que todo comienza. Hemos visto a muchos volver a nacer o volver de la muerte. Los nombres familiares se escriben a diario como marca registrada. Sin embargo, acá estábamos listos para los movimientos de una sola bandada de pequeños infantes, dueños sin división de la ciudad. Preparados para el engranaje de lo que pudo o no suceder, pero así fue y así continua:
–¡Aló, Aló! –gritaba una chica delgada, a quien hace un rato había visto intentando mirar por el plástico de las ventanas.
–¿Qué se le ofrece? –le preguntaba una señora en la esquina. Al parecer era la Marina, pero desde donde yo estaba poco veía el rostro, más bien la silueta y su escoba en ruinas, haciendo como quien barre y conversa a la vez.
–Me llamo Tamara, soy de Asistencia Social –contestó o algo así le escuché decir, porque justo cuando pasaba a su lado la evangélica interrumpía mi curiosidad, pasándome el par de marraquetas que había ido a comprar.
–Mmm, ahí no vive nadie ya. Se ganaron el subsidio el mes pasa’o y a veces se meten a jugar los pendejos de la Villa Cancha o los del Campamento Lautaro –dijo la Marina.
–Ahhh, gracias –contestó Tamara, que cuando se dio cuenta del grupo de carroñeros abandonado en el interior de la morada, su cuerpo entero goteaba parafina y su pelo se incendiaba como una postal revolucionaria.
4.
Luego, dos escenas:
- La mujer gritando en llamas dando vueltas por el suelo, intentando apagar el fuego. Mientras el grupo de infantes alados circundaban su cuerpo. Bailando y desprendiendo joyas y monedas.
- La billetera de Tamara flotando en el canal, junto a un par de tarjetas plásticas de tiendas comerciales y fotos tamaño carnet de niños de la misma edad que la bandada.
Todavía no era mediodía.
5.
El mismo sol impetuoso sobre nuestras cabezas. En el día los grados no bajaban de los treinta, yo acostumbraba caminar, arrastrando los pies en el agua del grifo para refrescarme. La vida candente del sector nos desprendía de la cama bien temprano. Es terrible dormir con ese ardor punzando la piel, nunca hubo ventilación bajo el cerro, un falso valle era lo único que nos quedaba. La población estaba aún más sofocante. El gentío habitual de las esquinas o los que sobrevolaban la cancha no se vislumbraban muy fácilmente y era difícil conseguir un porro para seguir el día. Caminaba de un lado pa’ otro, vigilando también qué ojos me miraban. Era difícil por estos días el tránsito seguro. Ni yo misma confiaba de mí, tenía la lengua suelta y la culpa corroía mis sueños traspirados durante la noche.
6.
Lo que supimos de la pobre cabra fue por la tele. Estuvieron transmitiendo la noticia durante toda la tarde, los médicos decían que tenía quemaduras de riesgo vital. Decían que estaba en la frontera entre la vida y la muerte. Esa frase resonaba como un eco entre los remolinos de tierra.
Nos pusieron toque de queda y llegaron tanques de guerra. Todo El Desamparo hablaba a susurros, de nuevo era el miedo que nos inmovilizaba. Nos habíamos criado a punta de porrazos y aunque arrancamos, nuestros cuerpos estaban adiestrados bajo el pánico. Por eso volábamos cada tanto, para sobrevivir y olvidar.
A los días siguientes, salieron nuevas versiones. Estuve varias tardes encerrada viendo la tele, escuchando las historias que inventaban de nuestro hogar, pero solo algunos sabían la verdad, solo algunos podían llamarse testigos. Solo nosotros vivíamos acá.
Desde el cerro al canal, cambiaron los soldados. En vez de pequeños pájaros que vendían, ahora había patrullas militares y drones que despegaban vigilantes sobre nosotros, pájaros mecánicos dispuestos a dispararnos al menor movimiento. Igual me las arreglaba: mi dosis de pisco y porro seguía siendo la misma. Entre sorbo y sorbo, la cabeza me domaba, las sombras de la casa se transformaban y el Cholo, mi perro, decía: tú eres testigo, di lo que pasó, mientras movía la cola.
No podía dormir, las alucinaciones del cerebro molido en pisco. La resaca hasta la bilis. Y el cerro en llamas como siempre.
7.
Entre tanto y tanto, tuve un sueño donde volaba alto y tranquila sobre la cancha. Justo había una pichanga de Las Águilas contra Los Cóndores. Las chiquillas iban ganando, tres goles arriba de los cabros. La cosa es que, de pronto, se me olvidaba volar y caía sobre el canal. Mientras intentaba no ahogarme, escuché una voz. Veo un cuerpo, luego dos, luego mil, como cuando fijas tus ojos en una estrella y aparecen todas a la vez, titilando. La voz me decía que estaban ahí, que tenía que salvarlos. Después, cambiaba el escenario y aparecía en una casa abandonada, una casa similar a la que habitaban Los Loica. Parece que llevaba viviendo un tiempo ahí, porque tenía una fábrica de moler gente. Vendía a quinientos pesos el medio kilo. Desmenuzaba los trozos y los ponía en un cooler de helados. Entonces guardaba la carne fresquita para las caseras del barrio. Me iba bastante bien, hasta que las cabezas empezaron a hablar. Ese era el fin, nadie quería que su comida le dijera que había muerto. Después el Cholo decía, te lo dije. Desperté, pero el olor a muerte me seguía. No podía quitar el olor a sangre de mis manos. Debía hablar, ya no sacaba nada con balbucear mi resaca.
8.
De los nuevos antecedentes reunidos, el gobierno decía que la mujer había sido atacada por un grupo de migrantes. Los noticieros apostaban que había sido asaltada por una banda de narcos y en su afán por salvarse, le habían rociado combustible para incendiarla. Al final de la semana, lo pacos encontraron a dos sospechosos que podrían estar vinculados. Al parecer tenían un dato o alguien soltó la lengua primero. Al mostrar las imágenes de los supuestos atacantes, los periodistas de la tele, incrédulos, veían que se trataba de un par de niños, no tenían más de ocho años.
9.
Noticias de última hora, cadena nacional:
“Encontraron a los delincuentes del terrible atentado, se trata de un grupo de niños; les dicen ‘Los Loica’. Al menos siete menores de edad, entre los ocho y los catorce años. Provenientes del Campamento Lautaro de El Desamparo, habrían participado en el delito. Se cursaron órdenes de aprehensión para iniciar la captura”.
10.
Nadie sabía muy bien en qué iba a terminar la fama que había adquirido nuestro hogar. Acá nadie quería hacerse famoso, nos gustaban las sombras. Ahora estábamos militarizados, vigilados entre drones y cámaras. En cambio, en la tele a cada rato salía alguien que quería opinar del destino de Los Loica, puros nombres rimbombantes para hablar y justificar la cárcel de menores.
Nosotros sabíamos qué pasaría con ellos, volverían a la matriz. Un eterno retorno, ese de ir y venir al lugar de donde todos nos escapamos. No hay que ser muy brillante para conocer el mundo de críos vándalos en el universo penitenciario. Tortura por ausencia. Mamadas por droga. Antidepresivos por violaciones.
Dejar niños y sacar cadáveres. O pájaros. Ese era nuestro miedo y había vuelto.
11.
Noticias pretenciosas se repetían en casi toda la prensa, mitad verdad, mitad ficción. En la dudosa investigación, se databan algunas fechas de nacimiento. Catastros de colegios donde habían asistido y otros crímenes causados por la bandada. Pero a nadie le interesó la historia del abandono.
A los pocos días se filtró la declaración de un Loica. Fue en un reportaje televisivo con una loca cuica hablando de delincuencia. De fondo un rap marginal. Imágenes de gente esforzada versus los pájaros. Los periodistas disfrazados como si nuestro hogar fuera una guerrilla. Infiltrados grabando el lenguaje de nuestros pájaros. Nuestras canchas de tierra, los blocks, las casitas de cartón, el cerro, el basural, el canal. Todo El Desamparo sitiado. Las cabras gritando que se vayan a la chucha. Los pájaros esnifando, fumando, aspirando, consumiendo, volando. La dosis, la dosis. Las Águilas con Los Cóndores contra la tele, la policía, los milicos y los drones. Las banderas de las cabras y sus capuchas hermosas, las barricadas, las piedras.
A final del reportaje, aparece el Loica con su rostro cubierto, gritando: ̶ ¡Nosotros solo teníamos hambre!
Pero aquí todos tenemos hambre. Hambre de muerte, hambre de fuego, hambre de pasta, hambre de porro, hambre de pisco, hambre de liberación. Nosotros somos los únicos que sabemos que el hambre nunca viene solo.
Cuento originalmente publicado en Revista Casa de las Américas, Nro. 300, 2020, pp. 43-47.