“Los recuerdos —por supuesto— son siempre delicados. Se despliegan, por entre el aire, y una vez que llegan hasta nosotros comienzan a trabajar —con denuedo— ansiosos de puntillismo y originalidad”. Esta frase, extraída de la primera novela de Sergio Chejfec, Lenta biografía (Buenos Aires: Puntosur, 1990), si bien pone en evidencia la densidad intelectual y la lucidez que caracteriza toda su escritura literaria —siempre lujosamente morosa y reflexiva—, nos permite también internarnos, con ciertas libertades, en ese ámbito enigmático de la memoria, para desde allí recordarlo.
Fue en Caracas, al poco tiempo de su llegada a esa ciudad, donde nos conocimos. En las faldas del Ávila decidió residenciarse. Allí arribó en 1990, para asumir la jefatura de redacción de la revista Nueva Sociedad y allí vivió hasta 2005, cuando junto a su esposa, Graciela Montaldo, decidieron emprender una nueva mudanza; esta vez a New York, donde ella recibió una oferta laboral de la Universidad de Columbia y él comenzó a dar cursos en la maestría de Escritura Creativa en español, en NYU.
Durante su etapa venezolana fueron muchas las ocasiones en que coincidimos y conversamos en reuniones de amigos y eventos literarios o de otra índole. Su discreta calidez y su honesta sencillez le abrieron, desde su llegada a Caracas, las puertas de la amistad y el cariño. Son muchos los testimonios que dan cuenta de eso, muchas las amistades que cultivó por aquellos años, ganadas por esa mirada silenciosa y afable que también nos observa desde sus escritos, siempre sin prisa. Escritos detenidos en la recreación del detalle y en el regusto de contemplar el transcurrir del pensamiento.
Su particular ligazón con Caracas y con las amistades nacidas allí (las que tuvo con Salvador Garmendia, Victoria de Stefano, Igor Barreto, por ejemplo) se evidencian en varias páginas de su libro Teoría del ascensor (Zaragoza: Jekyll & Jill, 2016)1. En el 2011, tanto Gina Saraceni, otra de sus grandes amigas venezolanas, como yo, quienes para entonces éramos profesores de la Universidad Simón Bolívar, donde también fue profesora por muchos años Graciela Montaldo, lo invitamos a Caracas a un congreso de escritura creativa que tendría lugar en noviembre de ese año. En la respuesta que me dio un día después, a la carta que le envié el 29 de septiembre, me manifestó su pesar por no poder aceptar la invitación, debido a otros compromisos ineludibles, en estos términos: “No sabes cuánto lamento que no den las fechas. Me habría encantado reencontrarme con los amigos y toda esa bella ciudad”. La última vez que nos vimos fue en Bogotá, en un congreso literario en la Universidad Javeriana. Recuerdo que allí conversamos sobre los contrastes entre Caracas y Bogotá, a propósito de nuestras propias experiencias de vida en ambas ciudades; del “Discurso de Caracas”, de Roberto Bolaño, leído en el acto de recepción del Premio Rómulo Gallegos, en 1999; y de lo dicho por Ángel Rama en La ciudad letrada, donde el intelectual uruguayo indaga en la noción de la “ciudad geométrica” y en las implicaciones de la planificación ordenada y desordenada en los casos de esas villas coloniales, capitales de Venezuela y Colombia, con el objeto de mostrar el rol de las ideologías soterradas que actuaron y siguen actuando en la concreción urbana de cada una de ellas.
Esa vinculación con Venezuela se mantuvo siempre. Pude corroborarla en varias ocasiones, cuando ambos vivíamos en Estados Unidos —él en New York, yo en Cincinnati y, luego, en Oklahoma.
Calculo que habrá sido en el 2005, en un viaje improvisado de fin de semana que hice a Chicago con un amigo colombiano, Julio Quintero, que me encontré con Sergio y Graciela paseando por Michigan Avenue, caminando por la misma acera, en sentido contrario al mío. Ni ellos ni yo vivíamos en esa ciudad y las probabilidades de encontrarnos en ese lugar, en ese momento, no eran demasiado prominentes. De todo lo que conversamos en ese encuentro sólo recuerdo que me comentó que acababa de venir de Venezuela o que estaba por ir para allá, pues estaba investigando en varios archivos sobre Rafaela Baroni, personaje del que yo tenía pocas noticias para ese entonces y que se convertiría en la figura activadora de la trama narrativa de su novela Baroni, un viaje (Buenos Aires: Alfaguara, 2007). Luego de ese encuentro, le hablé a Julio de la obra literaria de Sergio, la cual desconocía, y dos años después, para mi sorpresa, tras un viaje que hizo a Buenos Aires me comentó que había encontrado en una librería ese libro “de tema venezolano” de Chejfec. De inmediato se lo pedí prestado y tras una absorbente lectura me animé a escribir una rápida reseña, que inesperadamente ganó un premio para escritos de ese género en Venezuela. El texto decía lo siguiente:
Desde el mismo título, este libro nos señala e invita a transitar junto al narrador un recorrido por una superficie que finalmente hallaremos metaforizada en una pequeña hoja de papel de estraza, arrugada por el puño de una mano. Y, en efecto, si bien allí tiene lugar el curso imaginario de ese viaje por algunas regiones de Venezuela, la carga simbólica de ese papel sin lisuras nos lleva a seguir los pasos de un discurso de incierta movilidad que se desplaza entre los pliegues de una geografía múltiple, tanto en lo físico como en lo anímico e intelectual.
A partir de la descriptiva reflexión que motiva la figura de José Gregorio Hernández, hecha sobre una talla de madera por la artista trujillana Rafaela Baroni, Chejfec va construyendo una particular constelación que tiene al personaje de Baroni como centro, desde el cual se irradian diversos vínculos con figuras como el mismo médico santo de Isnotú, poetas como Juan Sánchez Peláez e Igor Barreto o artistas como Armando Reverón, Juan Andrade y Tomás Barazarte.
Se trata de un viaje por interioridades e intersticios, un acercamiento detenido y cauteloso, profundamente intelectual y de un admirable despojo, que explora cierta inocencia inmanente, cierta pureza de alma, y la recóndita sabiduría artística enraizada a esa particular geografía, pues, como bien dice el narrador en el largo monólogo que conforma la novela: “Me pareció que esa inocencia es un código genético del arte, y que si yo quería hablar de Baroni debía obedecerlo, así como si quería hablar de cualquier otra cosa” (p. 101).
El discurso se despliega como una enigmática (y a la vez muy concreta) y detallada reflexión sobre un espacio que constantemente es cartografiado, al menos, en tres planos: el correspondiente a las entidades físicas referidas en la narración (Boconó, Betijoque, Isnotú, Valera, Mérida, Hoyo de la Puerta, Maracay, Caracas, etc.); el conformado por la dimensión existencial de los poetas y artistas aludidos y ligados a esas entidades o a las experiencias por ellas suscitadas; y, por último, el texto mismo como extensión explorada o por explorar, en la que se nos recuerda cómo —o dónde— ha sido narrado lo hasta ahora dicho y se anuncia qué, posiblemente, luego se dirá.
Una suerte de ingravidez determina todas las percepciones espacio temporales de esta novela. Ingravidez a la que se suma una red de indefiniciones acerca de una trama que se desvanece en una continua latencia. A través de esta dilatada reflexión que se desplaza geográficamente, se ponen en relieve los atributos topográficos que emparentan el espacio con el pensamiento: “espacio en el sentido más abstracto e intangible de la palabra, la palpitación del entorno, la sensación de armonía, fatalidad o amenaza, el tono del ambiente” (p. 79). Con mirada extranjera el narrador innominado halla en el otro y en lo otro, en lo distinto, una presencia incisiva en la que se manifiestan valores elementales que conjugan la inocencia artística y la simplicidad de lo primitivo, aquello que perdura sin renunciar a lo primigenio.
Esta indagación se torna obsesiva y convoca la admiración y la nostalgia por aquello que se sabe auténtico, pero inaccesible (irremediablemente ajeno): formas de emprendimiento artístico profundamente ligadas a un orden natural, ritual y colectivo, donde entre máscaras y sombras, rituales y escenificaciones se retan cotidianamente los límites entre lo real y lo ficticio, lo sagrado y lo profano, lo culto y lo popular, la vida y la muerte.
Quizás, a primera vista, uno de los asuntos más desconcertantes de la obra de Chejfec resulta, precisamente, de evidenciar el contraste entre la sofisticación de su apuesta verbal, la confección de una escritura no hecha para todo público, y su interés, al menos en cierta zona de su extensa bibliografía, por un arte y un tipo de artistas vinculados a tradiciones populares y rituales, desentendidas de las convenciones de la sociedad culta y urbana. Sin embargo, tal vez, esa extrañeza producto del desconocimiento de lo ajeno y la fascinación por acercarse a experiencias en las que reside una verdad y una inocencia, entre elemental y ancestral, que apenas se sospecha, se conjuga orgánicamente con la búsqueda que subyace en toda su literatura. No en balde su cercanía con la poesía y la persona de Igor Barreto, poeta cronista del llano y las barriadas marginales de la urbe en Venezuela, además de criador de gallos de pelea, a quien dedica su poemario Gallos y huesos (Buenos Aires: Santiago Arcos, 2003). Así también, su atracción por figuras como la mencionada Rafaela Baroni o el pintor Armando Reverón, signo emblemático de la muy singular modernidad artística venezolana. A propósito de este último, en el 2007, año de aparición de su novela sobre la multidimensional y autodidacta artista, actriz y cantante trujillana, viajé a New York, desde Cincinnati, con el escritor y amigo chileno Marcelo Rioseco para ver la exposición de la obra del artista de Macuto en el MoMa. Allí, una vez más, me reuní con Sergio, en un acto en el que Argentina y Venezuela se encontraban, nuevamente, en Manhattan. En el Centro Juan Carlos I de España del NYU, el 23 de marzo, se dio una lectura de poesía en la que participaron las poetas venezolana y argentina, Patricia Guzmán y Mercedes Roffé, presentadas, también respectivamente, por los escritores venezolano y argentino, Alejandro Vardieri y Sergio Chejfec. Ese día hablamos de poesía, de Reverón y de la situación venezolana y argentina, en tiempos de Chávez y de Kichner.
El 5 de junio de 2008 murió Eugenio Montejo, poeta amigo de ambos y cuya pasión por Reverón también fue manifiesta. Cuando le escribí, a los pocos días de esa infortunada noticia, para darle también noticias de la aparición de la reseña de su libro en Hispamérica, me dijo: “muchas gracias por avisarme. Voy a estar pendiente de conseguir un ejemplar de la revista. Ahora estoy en Buenos Aires, bajo la triste ola de la muerte de Eugenio. No pude ni puedo creerlo”. El eco de esa frase resuena ahora, fortísimamente, al pensar y sentir la muerte de Sergio como algo todavía inaudito, algo no creíble. Sergio murió el 2 de abril de este año. La noticia nos sorprendió a todos y aún nos sorprende. Otro 2 de abril, 6 años antes, le escribí para decirle lo siguiente:
Yo, por ahora, sigo en la Universidad de Oklahoma como profesor visitante. Estimo que estaré aquí por uno o dos años más, dadas las limitaciones de la visa que tengo y haciendo tiempo para ver qué pasa con Venezuela.
Te cuento que desde acá estoy, junto con un grupo de amigos, embarcado en un proyecto para la creación de una revista literaria bilingüe, llamada Latin American Literature Today (LALT). Hemos pensado en ti como posible miembro del Consejo Editorial. Ojalá te animes a acompañarnos. Ya me dirás.
Su respuesta, el 3 de abril, fue la siguiente:
Querido Arturo
Cuenta conmigo, y muchas gracias por tenerme en cuenta. Espero que la revista cumpla con todas las expectativas que se proponen, y más.
Gracias a ti, Sergio, por tu apoyo y amistad. Hoy desde acá, desde las páginas de esta revista que ayudaste a forjar, te recordamos y rendimos homenaje, con inmensa admiración y afecto. Siempre nos harás falta.