Ayer, como todos los viernes, quedamos en encontramos con los Woods en la terminal de Tigre. Nosotros llegamos más de una hora antes, como si estuviéramos por viajar en avión, y papá se paró en el muelle con todos los bolsos y me pidió que lo acompañara. Como siempre, pretendía que me quedase al lado de él a oír lo que decían por los altoparlantes por si acaso se adelantaba la colectiva. Nunca en la vida se adelantó, pero él dice que hay una primera vez para todo y pide silencio con señas exageradas que nadie obedece. Mamá andaba cerca, pero no demasiado (gesticular en el medio de la estación está dentro de las cosas imperdonables que papá “le hace para mortificarla”). Se había enroscado uno de sus pañuelos en la cabeza para no despeinarse y estaba muy maquillada. Por la cara de ansiedad, le faltaba la iluminación difusa de las películas viejas para ser la protagonista del típico reencuentro con el amor de la vida. Mamá es una actriz atrapada en la vida de una esposa cualquiera y está convencida de que la miran permanentemente. Por eso está siempre impecable y no haría nunca nada que no pudiera ser tapa de revista.
Elisa Woods, para variar, llegó corriendo y a los gritos como si estuviéramos solos en la terminal. En cuanto me vio, largó su bolsa de libros para que se la cargara yo. Tiene la misma bolsa desde que la conozco, con el cierre roto y las manijas descosidas y los libros se van cayendo por el camino. Ella dice que los trae para mí y papá decidió que, por lo tanto, “corresponde” que yo los lleve. La verdad es que a Elisa le gusta leer en voz alta: a mí o a quien sea. Hasta en los viajes en colectiva lee en voz alta. Si le sigo llevando los libros no es precisamente porque corresponda. De a poco le fui robando los que más me gustan y me armé una biblioteca maravillosa en el ropero de mi cuarto en la isla.
Mamá, Elisa y yo ya nos habíamos subido a la colectiva y el marinero estaba levantando las defensas cuando apareció corriendo Juan Woods. Lo que hace en la estación es un misterio, pero nunca aparece antes del momento en que la lancha se está separando del muelle. Se para en la escalera, le tira los bolsos a papá y pega un salto hasta la lancha. Lo vi hacer ese salto un millón de veces —de chica, se me hacía un nudo en el estómago de ganas y miedo de que se cayera— y siempre me fascina. Es más, el esfuerzo que hace papá para atajar los bolsos que el que hace él para aterrizar en la cabina, liviano como un gato, con las manos largas bien abiertas como si él encontrara algo sólido para apoyarse donde para los demás hay aire. Ni siquiera papá, con lo obsesivo que es con el tema de la puntualidad, se animó alguna vez a decirle que llegue antes.
En el viaje para acá, a pesar de las caras de papá, Elisa leyó en voz alta pedazos de El amante de Lady Chatterley. Ella elige las lecturas según el público. A los isleños les lee los clásicos y se cree que está haciendo, ella sola, una campaña de alfabetización, y a la gente de la ciudad la escandaliza con pasajes o frases que hablan pestes del matrimonio, de los hijos, de la religión, de la sociedad y de todo lo que ella sabe que es importante para ellos. El viernes eligió las partes más eróticas de El amante de Lady Chatterley y las arruinó leyéndolas a los gritos por encima del ruido del motor. La mitad de lo que decía se perdía con las aceleradas y cuando la lancha paraba en algún muelle volvía a leerlas, con una sonrisa de superioridad. Me miraba entre oración y oración para asegurarse de que le prestaba atención; para mí fue como estar sentada en el primer banco de la clase de una maestra obsesionada conmigo. Le puse cara de buena alumna, pero no la estaba escuchando. Miraba los sauces de la costa. En esta época están llenos de brotes de un verde casi transparente y con el sol parece que la luz les saliera de adentro de las hojitas.
La isla de los Woods queda en un riacho angosto. Ayer, apenas la colectiva dobló para dejarnos en el muelle, el perfume de las madreselvas entró en la cabina con el frío de la sombra y sentí que me tiraba a nadar en un aire verde, en un pozo de agua lleno de perfume. La creciente había inundado parte del jardín y las azaleas florecidas se reflejaban en el agua, como globos enormes flotando en el río.
La maniobra para dar vuelta la colectiva se complicó bastante. El chofer aceleraba marcha atrás, pero la corriente le cruzaba la lancha otra vez y el marinero, que empujaba con el bichero desde la popa, no alcanzaba a abrirse a tiempo. Juan se paró en el muelle a dirigirlos con esa seguridad que hace que la gente lo obedezca aunque sea la primera vez que lo ve en la vida. Así parado, con las piernas abiertas y el ceño fruncido, parecía Gregory Peck en Moby Dick. Cuando se fue la colectiva, se lo dije y se quedó mirándome.
—Dónde viste vos Moby Dick, Clara—dijo y después hizo una cosa rara que hace con la boca, una especie de puchero que se le escapa cuando se emociona. —¿Sabías que sos una adolescente muy vieja?
Siempre me dice lo mismo.
La glicina del porche había florecido todavía más durante la semana. Me paré en la sombra y cerré los ojos. A veces me parece que el viaje de ida es como una de esas sinfonías que empiezan despacio y van creciendo y creciendo hasta que explotan. Ayer explotó ahí, cuando me paré debajo de la glicina.
Al atardecer, me tiré a nadar. Nadé contra la corriente, primero despacio, consciente del esfuerzo de los brazos, de la respiración, de las piernas duras, pero después el cuerpo se volvió fácil, fácil y violento a la vez, y hubiera nadado hasta el fin del mundo. Cuando salí del río me temblaban las piernas. Ya estaba oscuro. Entré en la casa y me acosté en mi cama con la luz apagada. Los grillos y las ranas cantaban muy fuerte. El ruido todo alrededor y por debajo de mí, era algo sólido que me llevaba en andas.
Antes de la comida mamá y Elisa se pusieron a hablar a los gritos del divorcio de alguien. Mamá es pro matrimonio para toda la vida y Elisa dice que ése es un invento pasado de moda (ella dice “obsoleto”). Discutían sin oírse, como siempre que hablan del tema, y se interrumpían y mamá fingía quedarse sin palabras ante las mismas cosas que Elisa dice siempre. En el living de verano, papá trataba de meter a Juan en uno de sus negocios imposibles.
Salí al muelle. Las ventanas de la casa parecían flotar en la oscuridad y en el living de verano se prendía y apagaba la brasa del cigarrillo de Juan. Desde algún lugar llegaban pedazos de voces alegres y música y cuando paraba el viento se oían las chatas desde el Paraná de las Palmas. Me gustaría vivir en una de esas chatas, navegar río arriba y río abajo, tener mi ropa colgada al sol y no hablar con nadie; cada tanto, cuando me cruzara con alguna lancha, sonaría la sirena y levantaría la mano: un gesto chiquito que de afuera se vería apenas, casi perdido en el ruido enorme.
Vi la brasa del cigarrillo avanzando por el camino que va al muelle y Juan se sentó en el banco a mi lado.
—¿Todo en orden? —preguntó.
La pregunta me hizo gracia, pero no se la contesté. Nos llamaron a comer y en la oscuridad del camino a la casa no pudo ver mi sonrisa.
Durante la comida Elisa me preguntó por qué no había ido con una amiga. Siempre me pregunta lo mismo.
—Se lo dije —contestó mamá previsiblemente—, no hay caso.
—Le gustará venir sola —dijo papá. Trató de sonar como si le diera lo mismo, pero no le da lo mismo. Vive obsesionado con lo que es normal. Y para él que a los dieciséis años yo venga todos los fines de semana a la isla con ellos no es normal. A él le gusta, pero no es normal.
—¿No hay ninguna amiga tuya que te den ganas de traer? —siguió Elisa.
Como si fuera la primera vez que hablaban del tema, mamá se acordó de su tía antisociable, papá habló de la juventud de hoy en día y de cómo ellos salían en grupo y eran todos amigos —con las chicas también— y se pusieron nostálgicos; recordaron a algunos de los que no ven más, al que se mató el año pasado, a los divorciados y a los vueltos a casar. O sea que, gracias a mí, tuvieron tema durante la comida. La idea de traer una amiga es totalmente ridícula, pero ellos no pueden saber que para mí es tan imposible venir con una amiga como no venir.
Cuando los Woods compraron la casa, tenía dos cuartos y la cocina atrás, un living en el medio y todo el frente ocupado por el porche. En una punta del porche, construyeron un living de verano rodeado de mosquitero. Al principio yo dormía en un sillón de flores medio descuajeringado, hasta que a Juan se le ocurrió hacerme un cuarto. Tuvo la brillante idea de hacerlo bien alejado de los demás cuartos, separado del living de verano por un pasillo corto. Anoche, cuando mamá se puso a hablar en francés que, según ella, es la mejor lengua del mundo y según yo es la única que aprendió a hablar correctamente, y empezaron otra vez con el discurso de que a Elisa le gusta escandalizar a los burgueses (mamá dice èpater les bourgoises), yo agradecí en silencio ese cuarto, lejos de las conversaciones repetidas de todos los fines de semana.
Hoy desayunamos en el porche, a la sombra de la glicina. Cuando salí, Elisa acababa de apoyar la bandeja sobre la mesa. Las tazas de porcelana blanca, la cafetera humeante, los potes de mermelada transparentes, las servilletas de lino, la manteca, todo brillaba en el aire de la mañana, tan perfecto que parecía inalcanzable, suspendido como un cuadro en la luz del sol. Elisa había barrido el porche y no quedaban ni rastros de las flores celestes de la glicina que siempre cubren el piso. Juan se enojó.
—El fin de semana pasado quedó toda la casa llena de flores pisoteadas —dijo Elisa de mal humor.
—Qué drama —se burló él.
—Para mí sí. Claro que al que le gusta la cochambre.
Juan se rió con un ruido nasal, desagradable.
—Como si limpiaras vos, señora —dijo.
Ese es el golpe de gracia que tiene él en todas las discusiones: siempre le termina diciendo, de una forma u otra, que es una burguesa.
Se hizo un silencio pesadísimo. Elisa, como hace muchas veces, me usó a mí para salir de la trampa.
—¿Viste, Clara? —dijo—. Es lo que te digo siempre: el matrimonio es el triunfo del hábito sobre el odio. La frase no es mía —le dijo a mamá que cree que yo no debería escuchar esas cosas.
Más tarde, mientras Elisa y yo juntábamos rosas en el jardín, volvió sobre el tema.
—Lo más difícil es amar y odiar a la vez. ¿No te parece? —y sin esperar respuesta, dijo la mejor frase que le oí en toda mi vida. Dijo: “Hay que odiar alegremente”.
Cuando fuimos al muelle ella aseguró que hablar conmigo era como hablar con un alter-ego totalmente puro. Yo no había abierto la boca. Me impresionó que, sin hablar, se pudiera engañar tanto a alguien.
Mamá tomaba sol boca arriba con un sombrero de paja tapándole la cara y papá y Juan jugaban al backgammon. Elisa abrió su silla de lona a la sombra de las casuarinas y yo me acosté al sol, boca abajo, en una reposera.
Con los ojos entrecerrados miré el agua que bajaba a toda velocidad.
Juan me alcanzó un gin-tonic. Lo había preparado con mucho hielo y con una rodaja de limón en el borde como les ponen en las confiterías.
—Te debo el paragüitas —dijo para hacerme reír.
Me gusta tomar mi primer gin-tonic muy rápido, que me afloje las piernas y me vacíe la cabeza. Me gusta porque estoy muy alerta, pero no a las cosas que siento cuando no tomo, a otras, que están por debajo y nadie quiere ver. Y amo mi cuerpo cuando estoy así, la forma en que se abre, de adentro para afuera, como una dama de noche.
Sentí el sol en la espalda y las maderas del muelle contra la piel de los muslos. Hacía mucho calor. El ruido de las chicharras se volvió cada vez más fuerte. Bajé los escalones para sentarme con los pies en el agua. Era como si alguien me acariciara los tobillos con una tela de seda. Las voces de mamá y papá me llegaban de a ratos. Hablaban de mí. Una flor de glicina que venía con la corriente flotó muy cerca del remolino que se forma detrás del pilote del muelle y cayó en el hueco de agua. Bajó hasta el centro, volvió al borde y se mantuvo ahí, girando suavemente. Por momentos caía para volver a salir, se detenía en el borde del remolino, como si estuviera dudando, y después volvía a caer, hasta que de repente salió y se alejó otra vez con la corriente. Me fui metiendo en el río. Pensé que el agua me tenía agarrada de los pies y me tiraba hacia adentro. Dejé un brazo alrededor del salvavidas redondo que puso Juan y me dejé llevar. Hundí la cabeza. Pensé en dejarme ir como la flor de la glicina.
Cuando volví al muelle me acosté sobre las maderas calientes.
A través de las pestañas mojadas vi el cuerpo de Juan, de espaldas. Me quedé un momento detenida en la nuca, en esa especie de montañita al revés que dibuja su pelo sobre la nuca y después bajé por la espalda, siguiendo el recorrido de la transpiración. En ese momento se dio vuelta y, con un gesto, me ofreció otro gin-tonic. Me lo acercó, se puso en cuclillas al lado mío y me tocó la cara con el vaso helado.
—Te vas a derretir —dijo en voz baja.
—Una cosa es que tenga cultura alcohólica, como decís vos, y otra es que se emborrache todos los fines de semana —dijo mamá cuando se dio cuenta de que me daba otro vaso.
—Dos es mucho —dijo papá con pocas ganas de discutir.
—¿Qué se preocupan? Tiene piernas huecas —se río Elisa—, el alcohol no se le va a la cabeza.
Yo pensé que era su segunda gran equivocación del día.
Elisa pidió ayuda para bajar el bote y lo dejó listo para después. Es la única a la que no le gusta la siesta. Sale a recorrer riachos o a juntar moras silvestres o naranjas, según la época.
No quise almorzar. Papá y mamá le echaron la culpa al gin-tonic. Yo quería venir a mi cuarto y desvestirme. Me acosté en la cama. Empujé la colcha con los pies para quedar atravesada en las sábanas blancas, boca abajo. Cerré los ojos. Un golpe de viento me acarició la espalda. Me dormí con las voces a lo lejos y me despertó el ruido del motor del bote, yéndose. Mis padres y Juan estaban en el living de verano. Las voces se oían con claridad. Mamá dijo que se iba a su cuarto y después me llegó el olor de los habanos de papá y Juan. Varias veces crujió el sillón de mimbre y alguien golpeaba cada tanto el vidrio de la mesa ratona con un vaso o con un cenicero. Papá dijo que más que dormir la siesta planeaba desmayarse y Juan se rió.
—Te estás olvidando los anteojos —dijo un rato después, pero papá le contestó que no pensaba leer.
Me gusta estar atenta a cada detalle, no perderme ni un solo compás del movimiento. Todo parece detenerse, como antes de una tormenta. A veces oigo crujir el sillón de mimbre durante algunos minutos más —si Juan no terminó el cigarro, por ejemplo— a veces canta, muy despacio, como ahora, con una voz espesa que se me anuda en el estómago. Me acuesto boca arriba. A los pasos sobre las maderas del living de verano los sigue el golpe seco de la puerta que da al pasillo. A Juan le gusta mirar las fotos que colgué en la pared frente a mi cuarto. Separo un poco las piernas. Entra en silencio, como siempre, y se queda parado mirándome. Cuando me hace el amor, también me mira. Y yo me dejo ir, como en una caída, con los ojos cerrados.